El bajel

Bar

 

Samarcanda

´78

´97

432

             

 

Algo tan extraño como un bar con dos puertas nos deja el ánimo un poco tembloroso… por aquello de no saber nunca qué puede pasar en cualquier momento. Se trata de una sensación anclada en la costumbre y transmitida por los refranes… Aunque en el caso de El bajel no había más que una motivación pragmática para que tuviera dos puertas: cuando en los ratos de mayor concurrencia el local estaba a tope de clientela, resultaba mucho más útil así que de cualquier otra manera.

Aquella superpoblación se daba con cierta frecuencia: la hora del vermú, el vino o la caña… hacía de El bajel poco menos que una boca del metro en su versión provinciana de la Samarcanda en la zona de Van Damme. Había repartidas por el local mesas a las que poder sentarse y departir con calma, sustraerse a la vorágine de la barra. Pero siempre estaba el asunto de los decibelios, empeñados en torturar a las conciencias. Algo asumido como precio inconsciente que pagara y/o compensara la exquisitez de sus pinchos, famosos con razón entre la inmortal gastronomía de la zona.

Lo cierto es que El bajel sólo era un lugar de paso para mucha gente, que lo veía como un destello en la constelación de su rosario de paradas de alcohol y alterne. Pero permanecer allí durante un rato transmitía una impresión totalmente diferente, alteraba la manera de percibir el entorno y a la gente.

Durante algún tiempo, durante mi niñez, fue un lugar que me proporcionó esparcimiento, diversión dominical… Gracias a estas excursiones[1] yo les daba un respiro a mis padres. Desaparecía un rato de casa a cambio de una pequeña limosna en forma de paga semanal. La invertía en las máquinas recreativas distribuidas por los bares de los alrededores. Principalmente las de tipo petaco, que eran mis favoritas. Fascinado por ver evolucionar las bolas metálicas entre los pasillos, activando luces y sistemas de bonificación de puntos: a veces, incluso haciendo partida. Las horas discurrían alegremente entre los empujones de gente trajeada y olores a comida, casi siempre frita y apetitosa.

Pero yo aún era ajeno a aquella vida que me parecía adulta: la de las cañas y las tapas. Para mí la diversión era esa otra… con mis 12 o 13 años no había traspasado todavía dicha frontera.

A veces escuchaba conversaciones que me sonaban extrañas, algo así como lecciones en un idioma extranjero: el de la política o la lucha obrera. Se quedaban en la trastienda de mi conciencia, supongo que agazapadas esperando una ocasión propicia que quizá no llegó nunca. Ahora ya ni las recuerdo: son una mera sensación abstracta que ante mis ojos encarnaba inquietudes inexplicables. Mientras tanto, algunas veces yo jugaba en las maquinitas. Otras, sin dinero, miraba cómo jugaban los demás. Después volvía a casa a la hora de comer… con la sensación de volver de otro mundo: el de El bajel.

Era un universo vedado para los niños, pero que ejercía sobre mí una fascinación que sólo el paso de los años me ha permitido comprender realmente: era la vida que me esperaba cuando creciera. Para mí, por tanto, El bajel resultaba una propedéutica… preparación del futuro. Aunque yo no acertara a saber muy bien el motivo de que me atrajera de manera inconsciente…

A la semana siguiente volvía: para aburrirme un rato y entretenerme otro. Había más niños como yo, casi nos conocíamos por habituales. Puede que fuera eso lo que poco a poco me fue alejando de aquel mundo dominguero: imaginar que algún día todo sería igual para mí, sólo que con más años en el cuerpo.




[1] Sólo un poco más allá de la vuelta de la esquina.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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