El camaleón

Pub

 

Samarcanda

´86

´94

433

             

 

El espíritu de la libertad se había escondido en un bar. La radiografía más inmediata que llegaba hasta el alma del habitante de El camaleón era ésta. Permanecer en su interior formaba parte de un ritual y una militancia que nada tiene que ver con la política: ésta empieza por constreñir la libertad, de ahí que el espíritu de El camaleón no fuera político, pero sí libertario. Sin etiquetas, ni siquiera ésa.

Todo lo dicho, traducido a sensaciones que podían disfrutarse y percibirse en el ambiente… era el espíritu real de El camaleón. Su decoración interior, acorde con la exterior, jugaba con la piedra típica de los monumentos maracandeses. Arenisca mezclada con elementos de madera y ladrillo le daban al conjunto una iluminación que, acompañada de focos, regalaba para la vista un resultado cálido. Ocre claro, casi anaranjado: ayudaba a disfrutar de una música excepcional entre los garitos de la zona… junto con una compañía agradable, repleta de camaradería.

Las broncas y/o peleas dentro del local eran escasas, a pesar de que muchas veces la superpoblación a determinadas horas hacía que el roce y la fricción fueran inevitables. Pero la violencia estaba muy lejos de ser la esencia o uno de los rasgos fundamentales de El camaleón. Generalmente reinaba el buen rollo entre toda la concurrencia a esos rituales de alcohol, ritmo y juegos eróticos que caracterizan las noches. Aparentemente son infinitas cada una por sí misma y su conjunto, inagotable. Sin embargo se acabaron bien pronto: como la juventud, en un soplo… mantenido un instante sobre el desierto de la eternidad.

Llegar a El camaleón era, por definición, empezar a disfrutar de una dimensión de la noche que hasta ese momento sólo había estado latente, agazapada esperando su oportunidad. Simplemente entrar en el local y encontrar la risa de Argi Camaleón abría una grieta en la noche. Dejaba disponible la posibilidad infinita de descubrir alguna sensación nueva: charlar con él parecía algo inagotable, a pesar de ser un tío campechano y enemigo de todo academicismo.

Argi Camaleón poseía esa rara capacidad de aplicar su infinita imaginación y agilidad mental a cualquier tema del que pudiera hablarse. Tenía un don natural que iba más allá de las sustancias que en aquel momento estuvieran actuando sobre su/nuestro cerebro.

Particularmente significativo fue un diálogo al que asistí como mero espectador, que tuvo lugar entre Joaquín Pilla Yeska y Argi Camaleón: una improvisada charla sobre la libertad. Retroalimentada entre ambos, mucho más reveladora y visceral que cualquier sesuda reflexión sobre el tema.

A propósito de un terrario que durante algún tiempo tuvo Argi Camaleón en el bar: una vitrina inmensa dentro de la que había dos o tres camaleones ¡vivos! disfrutando de la noche con esa lentitud, esa calma que sólo los miles de años han otorgado a su especie. La cuestión era sencilla: Joaquín Pilla Yeska le preguntaba a Argi Camaleón si no le daba un poco de pena tenerlos allí encerrados… A partir de esa reflexión ambos empezaron a intercambiar opiniones acerca de la posibilidad de que fueran realmente libres fuera de la vitrina. Concluyeron que difícilmente lo serían en cualquier parte: convinieron que realmente… una de las pocas cosas que merecen la pena en la vida, por las que luchar con toda la energía, es la libertad.

Se dieron la mano para sellar el acuerdo metafísico, allí, con la barra entre ellos y una cerveza en la mano de Joaquín Pilla Yeska. Tras Argi Camaleón, los camaleones permanecían inmóviles, ajenos a semejante discusión. El trasfondo de semejante conversación, la carga que había tras ella: incluía al menos, que yo supiera, un episodio del ’85 que dio con los huesos de Joaquín Pilla Yeska en la cárcel por un asunto de ordenadores robados en el que estuvo implicado también Seco Moco. Puede que incluyera algo más, incluso por parte de Argi Camaleón. Pero habían transcurrido ya más de diez años del episodio, así que a pesar de ser un trágico episodio… estaba archivado y asimilado.

Aquella conversación resulta un buen ambientador con el que impregnar este escrito, para plasmar la esencia nocturna de El camaleón. Gracias a aquellas veladas, en penumbra interior… pero llenas de un sol que sólo éramos capaces de apresar los camaleones, crecía una relación amistosa entre nosotros que iba más allá de la mera hostelería y las cuestiones coperas.

Cuando Argi Camaleón vio en La Tapadera o en uno de los mercados medievales la estampación de linóleo que hice interpretando el Gernika, se enamoró de ella y me compró una de las escasas copias que llegaron a hacerse de aquella plancha. La colocó enmarcada sobre el cabezal de su cama, presidiendo una habitación cuyo estilo era curiosamente similar al de El camaleón.

De hecho, más que un negocio aquel bar resultaba una declaración de principios. No sólo porque Argi Camaleón lo pretendiese así, sino porque en la propia personalidad de El camaleón ya estaba de alguna manera implícita esta militancia.

A veces creo que era El camaleón quien nos arrastraba hacia un terreno existencial rayano en la autenticidad. Aunque nosotros, pobres mortales, creyéramos ir dirigiendo los designios de la materia. Una materia llena de vida: quizá tan lenta e incomprensible para los humanos como lo son los movimientos de los camaleones. Por sus poros constantemente escapa una declaración constante de vida… un disfraz de maestría que no se deja atrapar por las infinitas trampas acechándole a cada instante.

Argi Camaleón me lo decía, como al descuido, como haciendo uso de su estentórea risa a través del correo electrónico. Una frase que lo resume todo con una sabiduría que va más allá de cualquier metáfora o explicación académica: ¡arroba mayúscula al poder!

 

 

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