SAMARCANDA

   SA - 3.15.1.

Curros

maracandeses

Negocios ruinosos (RUINASA)

Propios

 1988

     108

         

        1. Año ’88: La Banda del Camaleón (L.B.C.).

        Empezó como un juego, que para eso están los juguetes: en este caso el juguete era una emisora pirata de radioaficionado (27 Mhz) que compré en el otoño del ’83, con el fruto de mi trabajo durante aquel verano en la piscina del Hotel Rana. De aquel ladrillo[1] salieron infinidad de cosas: entre ellas, el inicio de una amistad con Joaquín Pilla Yeska, que es la que viene al caso.

        Tras innumerables avatares, allá por el ’87 se había fraguado entre nosotros una amistad basada en la colaboración, la confianza mutua, las noches de copas, el gusto compartido por los tangos y otros cuantos detalles que contribuyeron a apuntalar aquella relación humana. También estaba en el ajo Valentín Hermano, más próximo al mundo de la informática, la gran pasión de Joaquín Pilla Yeska que incluso llegó a costarle algún disgusto por amigo de lo ajeno.

        Por unos y otros motivos, poco a poco habíamos convertido el trabajo conjunto en algo casi cotidiano. A ello contribuyó el hecho de mis pinitos académicos y la necesidad de parchear lo que hacía en casa, que muchas veces[2] se quedaba cojo.

        También mi trabajo con Agustín J. MEMO y su vertiente informática de impresión de recibos, así como el hecho de estar ultimando el Trabajo Final de Carrera de Valentín Hermano, con todo lo que esto significaba para mí.

        De ahí que naciese una estrecha relación entre nosotros tres, a la que un día (o una noche) de inspiración le pusieron nombre mis dos compañeros de fatigas: había nacido La Banda del Camaleón (LBC para abreviar). A ella más tarde se sumaría Cecilio Dalton, aunque más en el asunto de las copas… porque él ya tenía trabajo independientemente de todo aquel maremágnum.

        Las inquietudes de LBC eran ante todo relacionadas con el mundo de la informática, aunque en sus infinitas vertientes. Una de ellas, la composición tipográfica… de ahí que acabáramos colaborando con Pedro MP, entre otros negocios.

        Lo cierto es que a partir de LBC, con el paso del tiempo fueron cruzándose otros negocios más o menos nefastos. Pero LBC fue el núcleo, el origen inicial de algo que posteriormente se llamaría PipoNat.

        Para cuando consiguió ese nombre, ya se había convertido en una empresa con todas las letras, ayudado por Rosa LILA en lo humano y Tete Ref. Joaquín Pilla Yeska, el padre de Joaquín Pilla Yeska, en lo económico: por lo que yo sé, como socio capitalista.

        PipoNat llegó a desarrollar un volumen de negocio considerable: tanto Joaquín Pilla Yeska como Rosa LILA abandonaron la empresa en la que ambos trabajaban y donde se habían conocido. No sólo crearon PipoNat: además formaron una familia, completando así un conjunto en el que no les fue nada mal. Pero en todo aquel asunto yo quedé descolgado de LBC por cuestiones puramente laborales: me encontraba en otra esfera (la académica). Aunque el apoyo de Joaquín Pilla Yeska fue total[3], ya estábamos en ámbitos diferentes.

        Por lo que se refiere a Valentín Hermano, también se desmarcó de aquel núcleo y LBC acabó siendo sólo un big bang a partir del que nacieron infinitos universos.

        LBC y después PipoNat estaba localizado en una buhardilla de la Avenida Perú: era una oficina sin retrete con un ventanuco infame por toda ventilación. Un lugar sólo habitable gracias al esfuerzo que hicimos para subir un aparato de aire acondicionado, porque la temperatura llegaba a ser insoportable tanto en verano como en invierno.

        Pero aquellas humildes paredes, por ejemplo, vieron alumbrar infinitos proyectos más o menos amorfos: mi primer libro de cuentos, la tesina, el Trabajo Final de Carrera de Valentín Hermano… Entre sus infinitos anaqueles y papelotes chateé por vez primera en el ’88, porque Joaquín Pilla Yeska tenía una afición desmedida por las cuestiones informáticamente pioneras y ésa era una de ellas.

        LBC empezó siendo un grupo de amigos al estilo de Microsoft, pero después se convirtió en el germen de PipoNat… para entonces yo ya no estaba allí, aunque colaborábamos con frecuencia en múltiples proyectos.

        Quien alguna vez haya estado en el infierno, reconocería perfectamente el olor. A snuff… a tortura de sótano: filmada y gratuita. A oficina de PipoNat.

         

        2. Año ’88: O.C.R. (Textites).

        A raíz de los contactos en el mundillo de la preimpresión, llegó hasta mis manos una oferta de trabajo consistente en picar textos que después debían convertirse en libros. En esto mismo hacía tiempo que ya trabajaba para Pedro MP, pero con una diferencia: Textites era una empresa mucho mayor y tenía más trabajo… tanto que resultaba prácticamente inagotable.

        De ahí que Joaquín Pilla Yeska y Valentín Hermano vieran una oportunidad de negocio… Los tres nos embarcamos en él, sin más garantía que un préstamo avalado por Tete Ref. Joaquín Pilla Yeska, el padre de Joaquín Pilla Yeska… y la convicción de que aquello funcionaría.

        El negocio consistía en comprar el software que permitía picar informáticamente los textos sin necesidad de teclearlos. Pasarlos a soporte magnético simplemente haciendo una lectura de scanner y aplicando un programa de reconocimiento óptico de caracteres (O.C.R.).

        Esto que a fecha de hoy es coser y cantar, en el ’88 (hace más de 30 años) era algo así como el hablaescribe de Orwell que aparece en su novela 1984. Viaje a Tashkent para comprar el programa, seis mil euros de entonces para pagarlo y ¡a trabajar!

        Pero salvo en la demostración práctica, que nosotros interpretamos sesgadamente llevados por la emoción del momento… aquello no funcionaba bien. Se habría tratado de que el texto fuera reconocido en un 90-95%, semejante al original hasta ese punto, porque así resultaba rentable en tiempo y dinero… pero con un 40-50% era casi mejor teclearlo a mano, picarlo como se había hecho tradicionalmente. Se tardaba más en corregir que en picar[4].

        Finalmente todo se fue a pique: aquellos programas que habían costado un riñón no servían… se quedaron allí, en la oficina de Tete Ref. Joaquín Pilla Yeska (la de LBC) criando telarañas y obsoletos a los cuatro días. Económicamente un fracaso: yo había pasado de teclear con más o menos habilidad a ser incapaz de resolver el asunto… por desencanto, más que nada. Como pufo de negocio fue un clásico en el que yo no perdí nada más que el tiempo[5], pero me quedé sin trabajo. Mi misión iba a ser escanear como un loco: como quien hace billetes… algo que jamás llegó a ocurrir.

         

        3. Año ’89: ¿Dónde vamos?

        Parecía tan fácil como sumar dos y dos… con la inmensa oferta cultural que cada día había en Samarcanda, ¿cómo no se le había ocurrido a nadie antes?

        Tenía toda la pinta de ser esa idea que cuando se pone en práctica, todo el mundo piensa: “Claro, estaba cantado que surgiría cualquier día, porque tiene el éxito garantizado”. Y todo hacía pensar que los tiros iban por aquí. Téngase en cuenta que entonces no existía aún Internet y la información cotidiana se restringía a los periódicos en papel… que por lo general sólo se hacían eco de las informaciones oficiales o relevantes desde un punto de vista conservador.

        Pero una Guía del ocio como se llamaban entonces… la tenían muchas ciudades con menor movimiento que Samarcanda. De ahí que surgiera como idea casi igual que brota una flor. Nosotros formábamos parte de la vida que se vería reflejada en la futura guía… nos sabíamos de memoria los circuitos alternativos de ocio y cultura: estábamos en el ajo.

        Sólo se trataba de organizar toda la información y ponerla por escrito una vez a la semana. Coordinar informaciones, maquetarlas y enviarlas a imprenta. Lo primero era elegir el contenido, que debía de ser omniabarcante: desde horarios de trenes y autobuses… hasta la programación de la televisión, pasando por sugerencias de locales nocturnos, horóscopo, cuentos…

        Allí en principio y por principio cabía todo, puesto que todo puede ser interpretado como ocio. Aunque simultáneamente sea trabajo para otros, cual era nuestro caso. Por tanto había que simultanear una labor de recopilación de informaciones actualizadas al último momento, con la tarea de ponerlo todo por escrito de forma tan legible como inmediata.

        En definitiva, como trabajo la cosa era peliaguda, pero en términos empresariales: había interés, había mercado potencial y sólo se trataba de reconducirlo todo por la vía de la publicidad, para conseguir que la guía fuera gratuita al público… sería la primera forma de hacerla atractiva.

        Nos pusimos a la faena. Nuestra plantilla contaría con: empleados que buscaran empresas patrocinadoras[6], otros que rastreaban y ordenaban informaciones relevantes[7], mientras el resto se ocuparía de la maquetación de la revista[8] y alguno más coordinaba el conjunto[9].

        Lo que parecía encarrilado no llegó a salir del cascarón. Ya contaba con el primer paso para su promoción pública: primera fase de la pegada de carteles, así como un nombre fácil y pegadizo. Pero había rumores de que una empresa de Mûynoq estaba haciendo lo mismo que nosotros al mismo tiempo para implantarse en Samarcanda, lo que supondría un varapalo si queríamos hacernos con todo el mercado potencial de golpe. Esto empezó a minar nuestros esfuerzos.

        También la dificultad para encontrar patrocinadores[10] y para colmo del asunto lo farragoso de algunas informaciones: poco menos que ilegibles, como los horarios de autobuses. O inencontrables, como la programación de la televisión… en esa época, con canales más que empeñados en la contraprogramación. Si aquello resultaba así la primera semana, la cosa se ponía cruda para el futuro, de cara a elaborar un protocolo de trabajo mínimamente eficaz. Sólo había dos posibilidades: tirar hacia adelante confiando en que la práctica fuera allanando el terreno… o no salir, dando por perdido todo lo invertido hasta entonces (tiempo, dinero y esfuerzos).

        La gente implicada se planteó si podía seguir una semana tras otra con aquel ritmo de dificultades… la respuesta fue negativa, así que tiramos la toalla.

        Carteles con interrogaciones sin respuesta, repartidos por la ciudad. Todo quedó en un misterio urbano. Al igual que la supuesta competencia, que desapareció sin haber llegado a aparecer nunca. Como el reflejo de un espejo fantasma: nuestros propios temores.

        Volatilizado y difuso como los sueños, así desapareció todo. Como un proyecto: lo que había sido, puesto que jamás abandonó ese ámbito. Un título tan retórico como fatídico: ¿Dónde vamos?

         

        4. Año ’90: Aventuras Visuales y Estéticas (A.V.E.).

        Así se denominaba aquel proyecto que pusieron en marcha Nini Resús y Valentín Hermano desde Tashkent: eran los tiempos de la amenaza amarilla y las Rubias de New York. Ellos dos hacían cosas en común que después extendían hasta Samarcanda, contagiaban para que yo participase… al hilo del libro de cuentos en común, iban entreteniendo sus días.

        Yo era como el suburbio del asunto, el hermano pobre que estaba en provincias. No me importaba, porque también hacía escapadas a Bukhara, donde las cosas eran más directas y amigables, sin complejos de superiori ni de inferiori (dad).

        A.V.E. era por tanto una cobertura genérica que, sin ser mía en origen ni planificación, estaba participada por mí. Exposiciones fotográficas de ellos dos en Los vacunos: un sitio de Tashkent que jamás he visto, pero con el que se les llenaba la boca. Ojos conservados en formol, metidos en botes de plástico transparente, procedentes de carretes fotográficos, llenando sus estanterías… Cosas tan iconoclastas como provocadoras, muy de principios de los ’90: constituían las A.V.E.

        Nini Resús y Valentín Hermano disfrutaban sobremanera dando rienda suelta a su imaginación… y a mí me implicaban de rebote. Aquello no pasó de ser un mero divertimento: una travesura disfrazada de pretensión artística, al hilo de sus contactos en un periódico de tirada nacional, ya desaparecido[11].

        Puede que hicieran alguna otra cosilla que no recuerdo… pero a mí no me salpicaron. Estaban también en la línea de La caza de almas, que comulgaba con aquel carácter audiovisual que pretendían darles a sus actividades, si bien fue previa a la formación de las A.V.E. Proyectos muchas veces basados en la literatura y sus aledaños, pero siempre más visuales que otra cosa.

         

        5. Año ’92: Telebuzón.

        La idea que dio lugar al asunto venía, de un lado, de los conocimientos laborales que a Valentín Hermano le aportaba el hecho de trabajar en la Compañía de teléfonos[12]. De otro lado, el conocimiento que desde tiempo atrás teníamos del mal funcionamiento de los apartados de correos en el organismo oficial (otro monopolio).

        Así, encontrando los elementos adecuados que faltaban, podía llevarse la idea a término. Esos elementos no eran otros que un socio capitalista, alguien que pusiera lo que no fuera trabajo: dinero o un local. En este caso, no sé cómo llegaron a ponerse en contacto sobre el asunto el Lelo y Valentín Hermano. Como además el padre del el Lelo, Javier Lucas ABOCA, trabajaba para Correos desde hacía tiempo… ya estaba todo medio hilado.

        La guinda apareció como por arte de magia… con esa inconfundible característica que tienen los especuladores: el olfato fino y el ojo avizor cuando surge una oportunidad.

        La guinda era Cándida Telebuzón, por lo visto una clienta de la Librería Renato de toda la vida, aunque a mí no me sonaba a pesar de mis largos ratos de permanencia en la librería en otros tiempos. Cándida Telebuzón no sólo tenía confianza con el Lelo y su familia, además estaba dispuesta a proporcionar para el negocio un localito que tenía en lugar inmejorable: el cruce de la Avenida Perú con otras calles casi céntricas, junto a los Franciscanos.

        Casi céntrico, pero lo suficientemente lejos de la Oficina Principal de Correos para que el asunto de los apartados pudiera funcionar. Así fue como nació la materialización del proyecto que se llamó Telebuzón. El nombre venía porque era un mixto de locutorio telefónico y apartados de correos. Ambas cosas aparentemente con suficiente demanda en esa época para que pudiera vislumbrarse el éxito del conjunto.

        Sólo era necesario acondicionar el local para que pudiera empezar a funcionar cuanto antes. Esto significaba: poner un falso techo, hacer unas cabinas que permitiesen intimidad para el público, un mostrador para atender sus demandas (faxes incluidos) y un mueble con buzones, apartados.

        Nada que no pudiéramos hacer los dispuestos a trabajar: ahí entraba yo, a requerimiento de Valentín Hermano, que era quien había triangulado el negocio con el Lelo y Cándida Telebuzón. En otras palabras, yo sólo era mano de obra gratuita. De hecho, junto con Valentín Hermano, Seco Moco[13] y algún rato escaso de trabajo del Lelo y de su hermanito el pijo… yo me comí muchas horas de aquel marrón sin llegar a ver ni un duro de recompensa económica.

        Todo esto a pesar de que yo entonces estaba trabajando en Kagan como funcionario, lo que me obligaba a emplear mis fines de semana en labores de albañilería y carpintería en Samarcanda. Es decir, renunciando a un tiempo libre que Dolores BABÁ también requería como mi pareja de la época. En otras palabras, Telebuzón para mí fue un elemento de stress añadido, aunque la mayor parte de las veces trabajara con la alegría propia de quien se divierte. A ello contribuía la presencia de Seco Moco[14] y las perspectivas de futuro que prometía el negocio.

        Eran otros tiempos, claro, sin móviles ni correo electrónico… ahora sería impensable la existencia de Telebuzón por contingente y obsoleta.

        No recuerdo cuántos meses duraron las obras, pero tras muchas horas de trabajo con: perfiles de aluminio en falso techo y sus placas correspondientes, canteados del contrachapado en el mueble de los buzones, bricolajes múltiples en las cabinas, carpintería en el mostrador y qué sé yo cuántas cosas más[15]… finalmente las obras llegaron a su fin y se inauguró Telebuzón.

        Era un servicio único en Samarcanda. Tanto, que al poco tiempo abrieron otro igual a la vuelta de la esquina, en un derroche de imaginación de lo más detestable. A pesar de eso Telebuzón consiguió implantarse y tener su cuota de mercado, que era lo más difícil. Por este motivo pudo hablarse inicialmente de éxito. Pero bien pronto empezaron las diferencias de criterio entre los tres socios: por un lado Valentín Hermano era partidario de bajar precios en las llamadas para fidelizar clientes[16]. Pero en el otro platillo de la balanza, Cándida Telebuzón y el Lelo, haciendo frente común, se negaban con el argumento del pájaro en mano.

        En resumen, la visión conservadora del negocio frente a la apuesta por el riesgo: eran dos contra uno, así que estaba claro quién ganaba. De toda la vida el Lelo había sido la cerrazón personificada. A pesar de que lo habíamos comprobado con la revista ¿Dónde vamos?, preferimos pensar que no sería así en el futuro. Y nos equivocamos.

        Ahora ya se había convertido en un monolito. Respecto a Cándida Telebuzón: su mayor afición era contar diariamente la recaudación del local arrastrando sobre el mostrador una por una las monedas, alargando el índice… que parecía más la garra de una alimaña carroñera. Nada que añadir a sus moños clásicos, sus abrigos de misa maracandesa y sus hijitas pretendidamente progres… que paseaban su ausencia de cerebro con el desparpajo que otorga tener un buen colchón familiar.

        Atrás habían quedado los tiempos de colegueo, cuando el negocio aún era sólo teoría. Ahora llegaban los momentos de la mentalidad empresarial, para los que Valentín Hermano carecía de preparación y astucia. A pesar de que, según contaba, en el momento de constituir la Comunidad de Bienes que era Telebuzón habían establecido compensación en la cuota de participación por el asunto de todo el trabajo inicial recaído principalmente en él (y de rebote, en mí)… las cuentas no salían por ninguna parte.

        Además de haberle dejado solo en su pretensión de la política empresarial agresiva… es que al cabo de poco tiempo Cándida Telebuzón y el Lelo llegaron a un acuerdo al más puro estilo Falcon Crest (serie muy de moda en la época) para darle una patada en el culo a Valentín Hermano y quedarse ellos dos con el negocio.

        Todo este culebrón tuvo lugar al poco tiempo de empezar a funcionar Telebuzón. Pero mientras tanto pude disfrutar mi parte de los beneficios: no económicos[17], pero sí materiales.

        Telebuzón tenía un sótano tan amplio en metros cuadrados como el local del negocio (y eran muchos)… sin acondicionar. En ese rincón sin ventanas establecí mi taller de pintura. En aquella época yo estaba matriculado en Bellas Artes. Así fue cómo acabé allí encerrado, en una ratonera infecta, sin ventilación… y sólo con luz artificial; intentando aprender a pintar a base de practicar en aquel estudio. Más surrealista imposible, porque precisamente en aquella época… gracias a las influencias de Seco Moco y sus planificaciones sobre mi vida… fue cuando le puse los cuernos a Dolores BABÁ con Araceli Abrebotellas durante una noche de descontrol y desparrame… En general, cuando salía con él de copas, mi norte magnético desaparecía y mi brújula giraba más loca que si hubiera un OVNI cerca.

        Pero Telebuzón siguió allí una temporada tras la expulsión de Valentín Hermano… hasta entonces, incluso Marilín Hermana y Valentín Padre llegaron a trabajar tras aquel mostrador durante algún tiempo. Poco después acabó aquella aventura empresarial que para mí fue un cúmulo de desastres: finalmente a Valentín Hermano le hicieron la cama entre Cándida Telebuzón y el Lelo. De poco sirvió que Valentín Hermano hubiera registrado el logotipo[18]. Y de poco sirvieron las infinitas horas que eché allí por la cara, sin más recompensa que un encierro. Todo se lo tragó la tierra: como si un derrumbamiento hubiera sepultado mi chapucero estudio artístico improvisado.

        En definitiva, resultaba mejor pensar en la parte positiva del asunto: gracias a Telebuzón, todos nos habíamos librado para siempre del Lelo y de Cándida Telebuzón… aquella individua que además era vecina del Quinto de Alejandro Marcelino BOFE y tanto nos había criticado porque durante el memorable verano del ’88 poníamos a todo trapo el Réquiem de Mozart: música sacra, como ella decía.

         

        6. Año ’93: Fontanero.

        En cierto sentido me sentía arrinconado: quizá por mí mismo, por las circunstancias, por mi falta de previsión o por mi incapacidad de reacción adecuada.

        Puede que la realidad fuera una mezcla de todos esos factores o simplemente se tratase de una suerte que, sin ser mala, resultaba incompatible con mi carácter… quizás el problema fuera sin más mi carácter.

        Pero yo no estaba dispuesto a resignarme o a renunciar a la lucha. Lo único cierto era que la situación había cambiado para mí laboralmente: aunque mi trabajo[19] me invitaba a tomarme las cosas con calma… mis nervios no me lo permitían. Decidí que si las condiciones laborales cambiaban, quizás mi suerte también lo hiciera… y me puse manos a la obra.

        Eran principios de los ’90 y en aquella época ya era comúnmente sabido que había trabajos que eran una mina: parecía que nunca se acabarían los clientes para el mundo de la construcción y sus asociados. El boom inmobiliario era arrasador… pero mis experiencias laborales en ese sentido, con Paco LISO conmigo como pinche o con Gabi ASAS como amigo, no habían sido muy halagüeñas.

        En cambio había un mundo cercano a aquél, el de la fontanería, que no me resultaba del todo antipático. Y eso que aún no había empezado la mítica era de los fontaneros que dejaban su Audi mal aparcado mientras te hacían chapuzas de una hora por las que te cobraban un ojo de la cara… que además tenías que agradecerles.

        Cuando niño algunas veces había hecho chapucillas con Lucas Tío en aquella misma casa de Kagan en la que yo estaba viviendo ahora, la que en aquella época era de Anastasia Abuela. La fontanería tenía algo casi masónico que la hacía atractiva ante mis ojos inexpertos. Si a esto añadimos que, al igual que la filosofía y el funcionariado, empezaba con la letra F… parecía que algo lingüístico me invitaba a triangular en ese sentido: como el ojo de un huracán o el remolino del río, sentía una atracción extraña hacia aquel abismo, como un reto.

        Ése y no otro fue el motivo de que me matriculase en un curso por correspondencia para sacarme el título de Fontanero instalador: parecía una buena salida de emergencia para aquella situación que a mí me parecía insostenible. Aunque no fuera más que la vida normal, deformada por mi exigente visión de jovencito ambicioso que quería la vida en arte.

        Dicho y hecho: pagué y empecé a recibir el material… incluso empecé a estudiar. En mi biblioteca aún conservo todos aquellos temas. El mecanismo era sencillo: me adjudicaron un tutor telefónico[20] al que podía dirigirme siempre que lo deseara. Mientras, yo iba estudiando y enviando los ejercicios hechos, que me devolvían debidamente calificados.

        Por ahí están las notas del primer envío: un 6, un 8 y tres 10… No era difícil y no se me resistiría aunque fuera un poco coñazo. Era más pereza que otra cosa… pero no llegué al tercer envío, porque se interpuso el asunto de mi marcha precipitada a Angren como interino. Aquello supuso mi final como fontanero… antes de haber llegado a empezar siquiera.

        De golpe desaparecieron todas las perspectivas de una vida nueva que yo había planificado, lejos de los cenáculos intelectualoides y sus miserias… una vida de currante sin más, aunque tuviese carrera universitaria. Porque podía haber optado al segundo ciclo de Futuros Currantes y titularme a partir de la academia por correspondencia.

        Además durante mis noches de copas también había compartido conversaciones en este sentido: con las gentes del gremio o de fuera[21]. La única finalidad de las mismas era ir infundiéndome ánimos a mí mismo para dar el salto en un futuro incierto: autoconvencerme de que podía y quería hacerlo.

        Sin embargo todo quedó únicamente en un proyecto frustrado, en uno de mis negocios ruinosos. Pagué aquel curso que duerme entre los clásicos de mi biblioteca. Desapareció de mi vida laboral sin solución de continuidad… sin solución posible ni imposible. Igual que en su día, cuarenta años antes, había hecho Valentín Padre con un curso de relojero… jamás llegó a ejercer como tal.

         

        7. Año ’96: Memorial Mago Merlín.

        Pretendía ser ¡nada menos! que una incursión en el mundo de las letras, pero del otro lado: como editor. Se me ocurrió como una forma de dar cabida a mis gustos literarios sin autopromocionarme como autor, sin mirarme el ombligo. Yo sólo sería una parte del jurado de un concurso de cuentos que incluso tendría dotación económica y conllevaría aparejada la publicación de los ganadores.

        Como puede comprobarse, un suicidio económico… aunque nació como una forma de celebrar los 5 años que llevábamos saliendo Dolores BABÁ y yo. Algo que se quedó en una mera excusa, porque ella no participó en nada más que el cartel anunciador del primer año, el del ’96.

        Enseguida el proyecto Memorial Mago Merlín se convirtió en algo mínimamente serio y ambicioso: aquel mismo año hubo un buen plantel de concursantes y a raíz de una de ellos, Kencia DIME, de cara al siguiente ya se empezó a perfilar un cambio que se haría real en el ’98. Entonces se convirtió en lo que sería definitivamente… aunque sin continuidad, porque en el ’99 fue la cuarta y última convocatoria, además de ser declarada desierta.

        En el plazo de cuatro años se había transformado en un concurso de relatos no verbales… algo tan difícil de encontrar como de sostener económicamente.

        Aunque el Memorial Mago Merlín tenía una personalidad ciertamente curiosa[22]… quedó truncado por el fracaso económico que me acompañó con La Tapadera y acabó arrastrándolo a la desaparición.

        A pesar de haber encontrado patrocinadores gracias a Cristian BARRA: La algarroba y El antro de Judas. Ante todo el Memorial Mago Merlín era divertido, lo que ya hacía de su rentabilidad un elemento en tela de juicio. Por lo general aquello que da dinero suele ser aburrido: es como una Ley de la Ruina Universal, más inevitable que la de la gravitación. Por lo general el hecho de que algo resulte divertido lleva aparejado el olvido de los beneficios económicos. Deja de ser negocio, pues la cuestión económica aparece como algo mezquino, capaz de contaminarlo.

        Al menos a mí me pasa esto, lo que indica claramente que no tengo la necesaria mentalidad empresarial, tan adecuada para estas lides.

        En definitiva, el Memorial Mago Merlín era un agujero negro económicamente hablando. A él fueron a parar una buena cantidad de recursos de todo tipo: económicos, sí, pero también emocionales, imaginativos y de múltiples perfiles más.

        Hay vicisitudes y pormenores de mil versiones en las tres ediciones de las que constó el asunto completo[23]. No entraré aquí a detallarlos por no ser momento y lugar adecuados.

        Baste decir un par de cosillas: la primera, que puede rastrearse en el segundo merlín el divorcio que tuvo lugar entre La Tapadera y El Soplagaitas  bajo cuyo amparo vio la publicación el primero de los merlines. Del idilio a la separación, documentado y argumentado en el Editorial incluido en aquel facsímil de periódico que fue el segundo de los merlines.

        La segunda cosilla, que puede rastrearse también la mezquindad de uno de los premiados en susodicha segunda edición, Justino GILI, quien años después se apropió impunemente del nombre del concurso, convirtiéndolo en una zarandaja terapéutica de las suyas. No he vuelto a saber nada del asunto, ni ganas…

        Como puede comprobarse por todo lo antedicho, el asunto Memorial Mago Merlín… lejos de ser un negocio, constituyó una ruina para mi bolsillo particular, que financiaba alegre y pródigamente el premio… Una especie de pozo al que por diferentes motivos fueron a confluir energías de mucha gente: desde quienes fueron jurado del premio hasta quienes tuvieron algo que ver en la venta de los ejemplares de las tres ediciones impresas que hubo con los relatos ganadores.

        De alguna manera todos ellos salpicados por mi incapacidad para rentabilizar el proyecto. En otras palabras, una confirmación empírica de que mis ideas no tenían futuro económico ni siquiera como editor.

         

        8. Año ’97: Imprenta Papiro.

        Había empezado siendo una relación puramente comercial: era una imprenta y yo le llevaba asuntos para imprimir, así de sencillo. Hablo del año ’92[24]. Pero la cosa poco a poco se fue animando: para el ’96, cuando hice el primer merlín, había crecido la confianza hasta el punto de que estuvimos encuadernándolo a toda prisa la noche de la entrega del premio. En los locales de la Imprenta Papiro, era donde allá por el ’83 iba yo a buscar los apuntes de Derecho fotocopiados. Me atendía Charo Papiro, una chica encantadora que tenía prendado a Vicente GAMA. Pero Charo Papiro era sólo una socia minoritaria de Javier Lucas Papiro… él era quien realmente llevaba la voz cantante y el peso del negocio. Sus contactos en diferentes lugares de Uzbekistán y unos precios más que competitivos hacían que continuase en un negocio repleto de competidores en Samarcanda.

        En cualquier caso, gracias a mi relación con Javier Lucas Papiro tuve la oportunidad de ver funcionar los entresijos de una imprenta humilde, pero perteneciente al mundo real. Me vi envuelto en la infinidad de asuntillos que se entrecruzan para la lucha cotidiana de la empresa privada: esa jungla sólo apta para depredadores[25] donde es necesario un especial instinto de supervivencia.

        Aunque fue paulatino, para el ’97 puede decirse que de una u otra forma, arrastrado por las circunstancias y el carácter afable de Javier Lucas Papiro… me vi inmerso en aquel océano. Mi personalidad se escapaba por infinitas fisuras, ajena por definición a todo ese universo plagado de dentelladas puramente materialistas… aunque muchas veces relacionadas con los tiburones de la cultura.

        Por lo general era Valentín Hermano quien alentaba todo aquel conjunto de seminegocios compartidos con Javier Lucas Papiro, lo que significaba que yo me veía una vez más salpicado por sus chanchullos… enredándome en ocasiones hasta altas horas de la madrugada en aquel local, cuyo olor a tinta resultaba adictivo. Muchas veces con proyectos ajenos para conseguir algún ingreso extraordinario que pudiera prolongar un poco más aquella vida insostenible a la que me había visto abocado, aquella agonía: hablo del año ’98, cuando el asunto de La Tapadera y sus aledaños iban ya de capa caída…

        En justicia no pude hablarse de pérdida económica en mi relación con la Imprenta Papiro, aunque si hiciéramos un balance puramente financiero es probable que así fuera… Pero estrictamente hablando también habría que contrapesarlo con todos los beneficios de otras índoles para mi entonces maltrecho ecosistema unipersonal… que procedieron de allí.

        Porque gracias a la Imprenta Papiro vieron la luz nuevos proyectos que de otra forma jamás habrían nacido: no podría enumerarlos, pues se trata de elementos muchas veces inmateriales o no cuantificables… A la nave industrial a la que acabó mudándose la Imprenta Papiro, literalmente allá por donde Cristo dio las tres voces, jamás llegué a ir.

        Desconozco el final de esta peculiar historia en la que un día me vi mezclado… El asunto de la nave parecía una huida hacia adelante, más que una ampliación de negocio. En cualquier caso, la Imprenta Papiro pasó a formar parte de manera inequívoca del listado de mis equívocos negocios.

         

        9. Año ’97: Mercados medievales.

        Entre septiembre del ’97 y agosto del ’99 La Tapadera concurrió a 15 mercados medievales. Con ella, yo en la mayoría, si no la totalidad de los casos. Por así decirlo, era una faceta comercial de la asociación, pero de hecho significaba un negocio independiente que anidaba en La Tapadera: como tal lo trato aquí, porque aparte de los anclajes técnicos y los requisitos que conllevaba, el asunto de los mercados medievales era un mundo aparte. Una especie de viaje espacio-temporal. Significaba alejarse aunque sólo fuera provisionalmente, a través de aquel túnel tan irreal como apartado de las coordenadas archiconocidas… las de los aprioris que nos constriñen cotidianamente: espacio y tiempo.

        Aquello nació casi como una casualidad: Eli Gorras, aquella aspirante a belloartista con novio heavy, cuya característica falta de cerebro resultaba proverbial… resultó ser la portadora de esa oferta, que anidaba bajo su mano. Se estaba organizando un mercado medieval en Samarcanda y nos ofrecían la posibilidad de participar.

        Para mí resultaba casi un reto, porque yo había oído hablar del asunto de ese tipo de mercados, que entonces aún eran incipientes. Resultaba ser algo así como una feria que se caracterizaba porque las personas participantes como mercaderes iban disfrazadas de la Edad Media: quienes atendían las paradas.

        Todo es posible cuando la mentalidad de uno es abierta y tolerante… y ése era mi caso. Calibré posibilidades de éxito, por supuesto lo comenté con el resto de los integrantes de La Tapadera y entre todos, colegiadamente, decidimos ir adelante con aquello. En el peor de los casos pensamos que podía ser un fracaso económico, pero al menos sería una experiencia memorable, un éxito vivencial, con toda seguridad.

        Con poco, muy poco tiempo, preparamos lo imprescindible para que aquello tuviera un mínimo de presentabilidad: algunas telas de andar por casa[26]… los disfraces estuvieron preparados. Respecto al puesto, la parada, conseguimos improvisar un tórculo portátil y de madera a partir de una de esas máquinas que se utilizaban para dar forma plana a las masas de pan o para escurrir la ropa tras un lavado: antecedentes de las secadoras, pero estilo manual: Grimorio. En esencia, dos rodillos enfrentados entre los que se pasaban las masas o las prendas. Los rodillos eran de madera y el mecanismo de piñones y engranaje de palanca, de metal tosco. El conjunto tenía la suficiente apariencia medieval para que la parada y los disfraces dieran el pego acompañados del entorno: junto a la catedral.

        Lejos de ser una excepción en mi vida, el asunto de los mercados medievales se convirtió en norma, porque los tres días que duró aquél fueron suficientes para ver que el asunto era sin lugar a dudas una puerta abierta hacia otra dimensión: algo así como una llave que tenía en el bolsillo. Cual era costumbre, no significaba beneficios económicos, pero sí de enriquecimiento personal. Tampoco suponía pérdidas… lo que convertía esa mera actividad en una especie de diversión: un paréntesis en el espacio-tiempo habitual… aunque con mucho desgaste físico, como pude comprobar ya en aquella primera ocasión. También estaban las constantes llamadas de atención del “mundo real”, que se negaba a quedar apartado de ese plano astral.

        Un ejemplo: la urgencia de las necesidades fisiológicas y su resolución no eran fácilmente resolubles. Durante uno de los ratos con más afluencia de gente, mi vejiga reclamaba atención: bares cercanos atestados y poco tiempo… tuve que buscar una salida airosa y rápida. Así que me introduje en uno de los edificios oficiales de la UdeS: aulas de Filología. Mientras iba caminando por el pasillo a la busca del servicio, un conserje me interpeló, diciéndome (a la vista de mi disfraz medieval) que yo no podía hacer uso de las instalaciones. ¡Qué oportunidad única para taparle la boca! Saqué de mi cartera el Carnet de Alumno de la UdeS y tuvo que envainarse la importancia que le otorgaba su cargo dentro de la institución: ahí sí que no podía negarme un derecho adquirido y objetivo.

        Con el paso del tiempo la de los mercados medievales llegó a convertirse en una rutina que difícilmente equilibraba sacrificios y satisfacciones. Pero aquella primera experiencia ya resultó un resumen, un germen, un anticipo de la esencia de los mercados medievales. Representaban la reunión de gentes casi siempre dedicadas a algún tipo de artesanía, con una visión de la existencia típica de los buhoneros. Siempre a salto de mata, entre distintos paisajes, con una supervivencia precaria. Podría decirse que en esencia eran bohemios integrados en la sociedad postmoderna gracias a aquel túnel del tiempo. Proporcionaban diversión y espectáculo a las pobres gentes normales y grises que gracias a los mercados medievales alimentaban su imaginación y muchas veces eran capaces de evadirse temporalmente de una realidad para ellos aburrida.

        Para eso estábamos allí nosotros: muchos, neohippies. Otros, simplemente heterodoxos o inclasificables. Pero todos pregonando alegremente nuestros productos a un público receptivo a la diversión, pero en general sólo dispuesto a invertir efectivo en dos asuntos: comer y ponerse guapos.

        Nosotros llevábamos material para la venta[27] pero también tinta, papel, gubias y planchas vírgenes de linóleo… que nos permitían elaborar matrices y estampar a la vista del público, en ocasiones incluso con su participación.

        Todo eso hacía de nuestra parada algo único entre el resto de tenderetes: cargados por lo general de cerámicas, colgantes, gofres, collares, conservas, embutidos, quesos, dulces y mil variedades más de lo antedicho: productos que azuzaban los bolsillos hacia el estómago y la presunción.

        Alguna vez caía en nuestras redes alguien interesado en lo nuestro y quedaba satisfecho, con lo que íbamos sobreviviendo… Pero lo más reconfortante, sin duda, era el ambiente entre los mercaderes que allí nos dábamos cita. Reinaba una especie de camaradería no escrita: gentes de muy lejanos orígenes con aquella actividad en común, compartiendo una forma de ver la vida semejante a la de quienes pueblan los circos. Nómadas, desenfadadas, con otros valores distintos al común de los mortales.

        Lógicamente, el horario de permanencia era una locura: desde las 10 de la mañana o incluso antes hasta las 9 de la noche ininterrumpidamente. Esto en nuestro caso obligaba al establecimiento de turnos[28]. En sucesivas ocasiones, cuando se celebraba en otras ciudades, la cosa fue distinta… ya pudimos comprobarlo.

        Entre gritos espontáneos para promocionar los productos[29] y las improvisaciones típicas de las gentes de la farándula[30] o de los mercaderes de otros tiempos… la fatiga se hacía llevadera, incluso resultaba un desgaste de lo más divertido.

        Un par de ejemplos para ilustrarlo: durante los tres días que duró aquel mercado, una de las ocasiones más celebradas fue cuando Felipe Anfetas pregonaba los productos que yo le iba sugiriendo. Para aprovechar la coyuntura, alguno de nosotros había realizado una plancha que representaba una figura medieval femenina con corona, yacente.

        En un rapto de inspiración, le propuse a Felipe Anfetas lo que debía gritar como reclamo para llamar la atención del público: “¡Grabados frescos de la princesa muerta!”. Así lo hizo en varias ocasiones, en velada referencia a Lady Di, fallecida la semana anterior.

        Pero enseguida me vino una inspiración añadida, una vuelta de tuerca. Se lo comuniqué y gritó nuevamente lo mismo, repetido dos veces. Pero a la tercera hizo un ligero cambio, siguiendo mis indicaciones, gritando a continuación: “¡Grabados muertos de la princesa…” dejando en suspenso la última vocal, que enseguida completó el público con una buena carcajada con la ocurrencia.

        Además tuvo lugar otro acontecimiento clarificador, simbólico: uno de los días, a primera hora de la tarde empezó a llover, por lo que de inmediato el público desapareció… quedándonos todos los mercaderes a resguardo del chaparrón en los toldos de los puestos mejor preparados, más resistentes.

        Mientras duraba el temporal, aquellas gentes inquietas e imaginativas que eran los paradistas no se dejaron arredrar por las circunstancias: enseguida, como por arte de magia, surgió de entre la pequeña multitud un individuo con unos bongos… y empezó a tocar con un ritmo contagioso, invitando a la participación. En muy poco tiempo, quienes allí estábamos para esperar ratos mejores climatológicamente hablando, fuimos animándonos a participar de aquella fiesta improvisada y espontánea que consistía simplemente en dejarse llevar por la alegría. Más allá de la lluvia, que continuaba, olvidando todo lo demás: una lección de vida en estado puro, de alegría sin más motivo que ella misma.

        El pasatiempo de la existencia iba sumando más y más elementos que marcaban el ritmo y convertían aquello en un auténtico jolgorio: cesó la lluvia, salió el sol… pero no nos deteníamos. Bailábamos, marcábamos el ritmo con improvisadas percusiones y cantábamos guturalmente como podía haberlo hecho cualquier indígena… casi medievalmente poseídos.

        Sólo la paulatina llegada de posibles clientes hizo que nos disolviéramos tan espontáneamente como nos habíamos agrupado… y en el momento de regresar a la parada, Lara Bellas Artes, que por casualidad había estado junto a mí en esos momentos, dijo con una clarividencia inolvidable: “Yo quiero vivir siempre así…” Quizá precisamente porque era tan imposible como atractivo.

        En fin, a partir de entonces me zambullí, todos los componentes de La Tapadera nos zambullimos en aquella empresa que poseía vida propia. Tenía la capacidad de arrastrar hacia un universo distinto, poseedor de una dimensión que va más allá de las cuatro clásicamente aceptadas y conocidas. Me facilitaba unos paisajes que sólo podrían explicarse comparándolos con los efectos de algún psicotrópico.

        Pero no era así, sólo se trataba de endorfinas, infinitas e inaprehensibles. Desde el ’94 mi droga favorita… y desde hace más de 15 años, la única que practico.

        Los catorce mercados medievales que sucedieron al de Samarcanda fueron de lo más variado en sus presentaciones y evoluciones, pero iguales en su esencia: a pesar de vender muy poco, solía(mos) ir porque los organizadores solían compensarnos económicamente, pues ofrecíamos un espectáculo diferente. Entre pitonisas y malabaristas… no sé, más intelectual si se quiere, pero participativo y colorista: plástico.

        Y aquello otorgaba cierto pedigree a los mercados en los que figuraba La Tapadera. Pero de lo que aquí se trata: económicamente aquello resultó también una ruina. Desde el punto de vista empresarial no compensaba… a pesar de que incluimos los libros entre nuestra oferta. Decididamente, tampoco se encontraba allí el filón, la veta que me permitiría replantearme la vida de otra manera… como en el Teatro mágico de El lobo estepario de Hesse, aquel laberinto tenía infinitas puertas: cada mercado medieval era un mundo, con sus habitantes irrepetibles… pero ninguno a mi medida.




        1997
        13/9 a 15/9 I Mercado Medieval Samarcanda
        1997 5/10 Torneo y Festín Medieval Urganch
        1998 30/4 a 3/5 II Mercado Medieval Ghuzor
        1998 10/6 a 12/6 Mercado Medieval Gullston
        1998 18/7 a 19/7 Mercado Medieval Jondor
        1998 25/7 a 26/7 Mercado Medieval Mûynoq
        1998 1/8 a 2/8 Mercado Medieval Kagan
        1998 7/8 a 9/8 Mercado Medieval Chimbay
        1998 15/8 a 16/8 Mercado Medieval Bukhara
        1998 29/8 a 30/8 Mercau Tûrtkûl
        1998 13/9 a 14/9 II Mercado Medieval Mûynoq
        1998 3/10 a 4/10 Mercado Medieval Mûynoq
        1999 17/7 a 18/7 II Mercado Medieval Mûynoq
        1999 31/7 a 1/8 Mercado Medieval Ghuzor
        1999 7/8 a 8/8 Mercau Tûrtkûl
               

         

        10. Año ’98: Revista sin nombre (Cuchillo de palo, según mi propuesta).

        De todas las actividades que se realizaban en La Tapadera, por muy vanguardistas que fueran, se podía decir sin temor a equivocarse que eran de lo más ortodoxo… esto me provocaba un resquemor, un prurito intelectual que no conseguía quitarme de encima. Algo así como una pústula que me imponía mi autoexigencia, un afán de superación inconcreto pero cierto.

        No sé muy bien cómo surgió la idea: probablemente en alguna conversación espontánea que brotara entre pastas y cafés… o entre paellas y camaradería. Pero una vez hubo brotado fue alimentándose poco a poco hasta convertirse en un reto lo suficientemente descabellado y suicida como para no poder sustraerse a su influjo.

        Hacer una publicación nacida del hervidero de ideas que pululaban cada día por aquel espacio tan múltiple como diverso: una revista más o menos periódica que fuera un escaparate de cerebros, con la calidad suficiente como para merecer ser repartidas por el Universo, igual que lo hacen los aspersores con el agua. Buscando de alguna forma césped mental que pudiera crecer gracias a ese alimento, a las vitaminas intelectuales.

        Una variedad de la promiscuidad de las letras en su verdadera esencia: tan inaprehensibles como ansiosas de aire nuevo. En resumen era eso. Un poco alentada la iniciativa por la experiencia extrema que en su día supuso Andijon ’95… y otro poco porque con la cantidad de gente y su variedad de visiones del mundo, resultaba relativamente fácil conseguir materiales suficientes para elaborarla.

        Simplemente hacía falta un consejo editorial que hiciera una criba. Para dejar fuera del proyecto a los pajilleros con afán de genios que circulaban por La Tapadera, que había muchos.

        La idea inicial era simplemente ésa: recopilar materiales suficientemente interesantes y de calidad como para elaborar una publicación. Para ello recogí una buena cantidad de direcciones postales y me dirigí a autores de más o menos fama y renombre, invitándoles a participar.

        Una simple carta explicando la idea inicial, como invitación a integrarse en el asunto: en el listado figuraban personas de lo más variopinto, de las que de alguna manera alguien de La Tapadera había conseguido su dirección real o alguna forma de contactar con ellas.

        Una labor ímproba, porque los buscadores de Internet estaban en pañales y además sólo figuraban datos mínimos… no como ahora.

        Allí figuraban nombres dispares: por ejemplo, estaba el antropólogo Carmelo Lisón Tolosana[31] o también Camilo José Cela (no recuerdo si llegué a enviarle la carta). Muchos autores más, de los que la mayoría no contestó. Otros aportaron materiales[32] que aún esperan ser publicados… porque aquello se desinfló: un poco por falta de tiempo y otro poco por falta de presupuesto, mas no de ideas.

        Aunque no llegó a tener nombre, ya estaba decidido el formato: sería un conjunto de folios formando un rollo[33] que iría dentro de una lata de conservas metálica, cerrada. Una vez abierto no podría volver a cerrarse: lo estrambótico de la idea habla directamente de la cabeza que la había concebido, la de Valentín Hermano. Quizás por lo difícil de la puesta en práctica, jamás llegó a salir del ámbito de la mera especulación… entre mis papeles más o menos eternos[34] se encuentra una carpeta rebosante de materiales que esperaban ver la luz y se quedaron en el túnel de mis documentos para el recuerdo.

        Desde el punto de vista económico no llegó a ser una ruina, pues no pasó del mundo de la teoría. Pero supuso un desperdicio de energías difícilmente cuantificables: reuniones, apuntes, decisiones, diálogos, intercambios intelectuales… los hubo en cantidades ingentes. Paulatinamente fueron llegando sucesos más o menos urgentes que la sepultaron entre el sedimento del recuerdo. Era la revista en lata-padera.

         

        11. Un listado de oposiciones a las que me fui presentando: para ser docente algunas veces… otras, aspirante a funcionario de trinchera. Es probablemente que no fueran más de diez veces las que mi cuerpo acabó desembocando en esa situación absurda en la que uno, sin remedio, se detiene a reflexionar ante el papel en blanco: sobre la condición humana, mayormente.



        [1] Según se denominaba en la jerga, en el argot propio de los iniciados.

        [2] Por motivos técnicos.

        [3] Por ejemplo, en lo relacionado con mi Tesina y las noches de copas.

        [4] Además de ser más farragoso y requerir más atención.

        [5] La inversión inicial era de Joaquín Pilla YeskaTete Ref. Joaquín Pilla Yeska.

        [7] Uno de los cuales era Alejandro Marcelino BOFE.

        [8] Entre ellos, Joaquín Pilla Yeska.

        [9] Yo mismo y Valentín Hermano mientras estaba en Samarcanda, porque durante la semana estudiaba en Tashkent.

        [10] Módulos, tamaños y precios de la publicidad ya estaban fijados… pero la gente se resistía a aflojar la mosca.

        [11] Que llegó a publicar una reseña sobre nuestro libro de cuentos en su contraportada.

        [12] Timofónica, en el argot de los críticos con los monopolios de entonces.

        [13] Que no sé cómo acabó añadiéndose al mejunje, aunque creo que él sí cobraba.

        [14] Capaz de sacarle punta a un iceberg.

        [15] Que incluían los avicáncanos perreños, como llamaba cachondamente Seco Moco a los tornillos de cabeza grande.

        [16] Acabar con la competencia aún a costa de reducir beneficios.

        [17] Ya he dicho que no llegué a ver un duro.

        [18] Que había elaborado con ayuda de Guti FÍA, un amigo argentino de Tashkent.

        [19] De puro estable y garantizado, como funcionario vitalicio.

        [20] Entonces aún no había Internet.

        [21] Al menos, una noche en La caseta con un chaval y otra en el Beatriz con Virginia Ref. Josema.

        [22] Anticipaba un futuro prometedor que iría perfilándose con el paso de los años.

        [23] La última no cuenta, porque resultó coja y descafeinada, al declararse desierto el premio.

        [24] Allí vio la luz, por ejemplo mi segundo libro de cuentos.

        [25] Yo no soy uno de ellos, ya ha podido comprobarse hasta el hartazgo.

        [26] Gracias a la generosidad de Mina ESCABECHE y socorridos retales que brotaron por ahí.

        [27] Grabados que habían sido estampados en La Tapadera.

        [28] En aquella ocasión fácil de resolver porque éramos muchos y todos vivíamos en Samarcanda.

        [29] Algo que les daba un toque folklórico de lo más desenfadado.

        [30] Que también las había.

        [31] Quien amablemente declinó la invitación.

        [32] Por ejemplo, algún relato procedente de Cuba.

        [33] Encuadernado o no, eso no llegó a decidirse nunca.

        [34] Que atesoran episodios irrepetibles del pasado.

         

         

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