2900 Bar Andijon ´95 701

Acabé recalando en el 2900 como se llega a cualquier garito en el que uno desemboca por casualidad o carambola, que viene siendo lo mismo a efectos de balance vital. Los acontecimientos te llevan de manera encadenada por derroteros inesperados, hasta que la conciencia en un instante determinado… te hace consciente de lo aislado del momento y del lugar. Es entonces cuando se hace la luz en la conciencia, pero una luz tan oscura que lo pone todo patas arriba, como en el cuadro de Magritte: una luz que es sombra, una sombra que proyecta luz.

Así me vi yo una noche en medio de la estepa de Andijon: el 2900 era un tugurio alejado que se encontraba en un barrio de las afueras… o céntrico, no lo sé. El caso es que estaba solitario y aislado, aunque aquella noche se encontraba superpoblado por elementos discordantes: quienes asistíamos al encuentro de editores independientes y ediciones alternativas.

Perros verdes: un cúmulo de inclasificables y aislados que compartíamos en aquel entonces (año ’94) una enfermiza afición, casi una epidemia… escribir y querer dar a conocer nuestros productos. Y el 2900 se dejaba hacer, era una especie de continente dúctil y maleable que lo toleraba todo en su interior. La excusa de aquella noche era un concierto de fados, pero por desgracia éstos quedaron ocultos bajo el resplandor de todos los egos que allí se dieron cita, incapaces de dejar de brillar para que pudiera oírse la música.

El 2900 lo aguantaba todo: su misión era simplemente tolerar. Incluso lo intolerable, como bien tuve ocasión de comprobar aquel día, durante esa noche. Aparte de aquella invasión extemporánea, también adquirí elementos de juicio para poder evaluar su alma, cosa que tampoco lo dejó muy bien parado.

Como guía turístico por el interior de los pasillos del 2900 tuve a un chaval que a la sazón era camarero del lugar. Casualidades de la vida o predestinación por afinidad espiritual, no podría decir exactamente a qué respondió aquel (des)encuentro; el caso es que a los pocos minutos de charla, el individuo empezó a bombardear mi intelecto con las ventajas del falangismo: según su punto de vista, ideología incomprendida y tergiversada, históricamente denostada por infinitos intereses políticos.

A mí aquello me pareció imposible de tratar con seriedad, pues había que empezar por conseguir que aquel chaval tomara conciencia de la realidad real, no de la que él tenía por tal en la cabeza. Una tarea titánica para mi conciencia y las condiciones en las que me encontraba aquella noche, aquel día, aquellos días, en aquella época de mi vida… en aquella vida, en fin. Preferí decirle mi opinión sin más: que le tenían engañado o se engañaba a sí mismo, que investigase más sobre la Historia y lo que había ocurrido durante los últimos 100 años en Uzbekistán.

Le abandoné a su suerte, convencido como yo estaba, de que aquel pobre hombre se aferraba a lo maldito para poder sentirse diferente; buscarse y bucear en el marasmo del fin de siglo: aquél que era capaz de diluir cualquier personalidad, devorándola sin piedad.

De esto último nada le dije, porque también me quedaba en el fondo la duda de si no me ocurriría a mí con la literatura lo mismo que a él le pasaba con la política.

¿Acaso no era yo un incomprendido aferrándome a una idea equívoca del arte? Quizás el 2900 sólo era eso: un cajón de sastre, un desastre en el que acababan desembocando incomprensiones… el club de los desencajados.

 

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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