Zimiar

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Más que de un bar, el caso del Zimiar se trataba de un alma atormentada que había elegido la forma de bar para poder intentar ese ritual equívoco. Ese proceso catártico de quienes se notan existiendo en el lado equivocado de la realidad, pero no pueden sustraerse ni escapar de ello. Dicho proceso consiste ante todo en buscar comprensión, intentar hacer partícipe al mundo blanco de la maldición que1 se ha apoderado de ese ser.

Para esta llamada desesperada a menudo invierte su proceso: una vez que le ha hecho comprender a alguien en qué consiste, el espíritu oscuro transforma al receptor en cómplice, arrastrándole sin remedio hasta el agujero negro en el que vive.

Una especie de síndrome de Estocolmo se apodera entonces de ese alma nueva, que pasa así a formar parte del universo equívoco que cabalga entre el mundo material y las energías motivadoras de todo movimiento en el mundo real. Al estilo de Empédocles, las dos fuerzas en constante conflicto siguen desarrollando su eterna tarea, la batalla infinita.

El Zimiar era un poco esto. La embajada entre los humanos de unas fuerzas siempre presentes2 que no por inevitables son deseables. En el interior del Zimiar, como en el de las madrigueras, habitaban personajes, rituales, costumbres, ideas y prejuicios que nada tienen de extraordinarios. Si acaso estadísticamente, pero no por poseer una esencia digna de admiración.

Hablar de algunas cosas que puedan sonar a tópicos, como el tráfico de estupefacientes o los rituales satánicos, sólo revestiría al Zimiar y sus acólitos de una pátina de malditismo que a buen seguro complacería a sus integrantes. Más que nada porque serviría como punto atractivo para los extraños, habida cuenta de lo devaluados que se encuentran los activos de la vida cotidiana. Cabe reflexionar acerca de si quienes rigen los destinos de nuestra existencia normal3 no serán auténticos embajadores de esas tinieblas, disfrazados de capitostes. Pero ésta es otra historia, sólo tangencialmente interesante para hablar del Zimiar.

Un sitio en el que, al final de las escaleras descendentes que eran su entrada física, con frecuencia se realizaban rituales tan inofensivos como pretendidamente transgresores. Música satánica, bebidas con fuego… para animar aquella sucursal en la que se daban cita mil demonios para expandir sus negras auras sin cortapisas.

Las ocasiones en las que disfruté de aquel espectáculo, tan semejante a las películas al uso que corren por el mundo del cine y sus pirateos, tuve la impresión de estar asistiendo a un aquelarre. No sólo por la decoración del Zimiar, que incluía un pentagrama4, dibujos alusivos a la demonología y una iluminación que escasamente dejaba entrever pinturas rojas, negras y verdes5. También por la ambientación, en la que además de música al más puro estilo Marylin Manson primaba un olor a medio camino entre el azufre y los porros.

Sin duda Zimiar era el maestro de ceremonias. Un tipo de pelo blanco, que tendría alrededor de 50 años. El mundillo que movía a su alrededor incluía a los pobres satélites, dóciles como el ganado que saca agua en una noria. Decoraban “humanamente” el garito. Entre ellos estaba su propio hijo.

El Zimiar ya es Historia, pero a saber dónde se encarnan a día de hoy aquellas fuerzas oscuras, inmortales.

 

1 Sin pretenderlo o sin saber cómo evitarlo.

2 En espacio, tiempo y persona.

3 Por el poder que ostentan, no por nuestro beneplácito.

4 Estrella de cinco puntas: un clásico del mundo satánico.

5 Variante fauvista del infierno.

 

 

 

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