Golazo Bar

   

Kagan

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El Golazo era un bareto de lo más cutre que vivía en las afueras de Kagan. No le faltaban pretensiones para pasar a formar parte de los sitios clásicos, frecuentados por los pueblerinos habitantes; algo que le había otorgado el espejismo de una alcurnia de la cual realmente carecía.

Lo más fácil era recordar su nombre, Golazo, porque estaba cerca del campo de fútbol: algo de dominio público en los lugares que rinden pleitesía a tan notoria religión. Pero claro, depender de los fieles de dicha secta como clientela condenaba al Golazo a sobrevivir con dificultad durante toda la semana, esperando con ansiedad el día de la liturgia y la consiguiente peregrinación de todos los fanáticos.

Es que en realidad el Golazo caía a trasmano de todos los sitios, hasta el punto de que a diario probablemente sólo era frecuentado por los habitantes del cuartel cercano… Alguna mañana soleada coincidió que caí por allí, al hilo de excursión matinal propuesta por Maika GRECA y sus acólitos; ignoro por qué motivo el Golazo les resultaba simpático.

Era la planta baja de un edificio cutre y sin personalidad alguna, sin duda diseñado por un arquitecto aburrido y depresivo. Lo mismo que un bar, podría haber sido otra cosa: oficina, tienda, escuela… ¡yo qué sé! hasta iglesia barata, como otras que había por el barrio.

La pretensión de quien regentaba el Golazo era compensar todos estos defectos y carencias con una oferta gastronómica tentadora: embutidos, quesos y tapas de cocina elaboradas con la intención de despertar a los estómagos más dormidos y los bolsillos más perezosos. Lo conseguía a duras penas, porque la calidad era mediocre y la habilidad de quien cocinara, escasa.

Pero entre la clientela del Golazo se practicaba ese deporte equívoco que  consiste en darle a lo que se practica más pábulo del que realmente merece, creando así una especie de mitología falsificada que va agrandando la mentira por inercia: algo así como “el traje nuevo del emperador”, pero en versión baretos. Resulta ser éste un deporte muy practicado en Kagan, lugar propicio a magnificar lo mediocre… pues en caso contrario el enclave se diluiría como un poco de azúcar en el agua.

Y la decoración del Golazo invitaba al aburrimiento, algo amarillento como pueda serlo el tocino que acompaña al jamón rancio; mucha formica con pretensiones de amaderar el ambiente. Todo ello inspirado por el mal gusto… o mejor aún: todo aquello demostraba inequívocamente la ausencia de inspiración y de gusto.

Parecía ser sólo un mero trámite con el que practicar la vida social, una excusa con la que llenar las vidas vacías que allí se daban cita: gentes que iban al Golazo para poder decir después sin caer en el engaño “he estado en el Golazo”. Se mentían a sí mismos que vivían para así tener una prueba científica de que lo hacían; pírrica, sin más, evidentemente.

Mientras tanto, devoraban chorizos o ensaladilla en medio de un griterío que (en los mejores momentos del Golazo, cuando el local estaba atestado) llenaba el bar de esa apariencia de vida que tanto les gustaba a sus clientes. Solían correr con frecuencia rumores nunca confirmados de que el Golazo cerraría cualquier día: pero desconozco si tan sólo era una táctica para que el personal aprovechase con el fin de hacer una visita que podría ser la última… y así ganar clientela.

 

 

Sonido

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