Himalaya

Restaurante

 

Kagan

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La vista que podía contemplarse desde la terraza o el inmenso ventanal del Himalaya resultaba espectacular, por lo panorámico que ofrecía a los ojos: una inigualable sensación de libertad. Daba la sensación de que uno podría echar a volar en cualquier momento, alejarse de aquel infecto mundo que podía ser contemplado desde allí impunemente, como si al espíritu no le costara nada tener que lidiar con sus habitantes cada día. Es decir, lo aparente de aquella sensación de libertad contrastaba con lo cotidiano de aquella mentira: Kagan era una cárcel para el alma y todo el mundo allí lo sabía… pero si nadie lo decía ni actuaba en consecuencia, parecía que la prisión desaparecía.

El Himalaya estaba en las afueras, camino de El Pestiño: eso significaba que para llegar allí sólo estaba la posibilidad del vehículo… o la caminata. Pero como era un restaurante, lo de la caminata quedaba para la romería, esa costumbre ancestral gracias a la que el populacho circulaba por aquellas carreteras una vez al año. El resto del tiempo (hablo de los años ’60 y ’70) quedaba para la élite: quienes tenían coche y podían permitirse llegar hasta allí y comer en el mejor de los casos.

De niño estuve unas cuantas veces, pero jamás pude llegar a comprender cómo los adultos hablaban del Himalaya, refiriéndose a aquel local sin apenas alma, como si de un santuario se tratase. Supongo que respondía a ese principio tan de Kagan, según el cual a fuerza de darle importancia a algo que carece de ella en esencia, acaba adquiriéndola por aclamación popular: más que nada porque así, quienes se la otorgan, parecen a su vez importantes por poseer el poder de dársela.

En fin, aquellas energías circulantes por el mundo de la comprensión hipotética vinieron a materializarse el día de la comunión del hijo menor de unos amigos de mis padres, que fue celebrada en El Pestiño y cuyo ágape tuvo lugar en el Himalaya, claro. Yo no tendría más de 10 años y mis compañeros de mesa durante aquella comilona fueron Valentín Hermano y el hermano mayor del celebrante.

La jornada resultó soleada e invitaba a los excesos… pero como yo aún no bebía y mis compañeros de mesa tampoco, nos dimos a la comida. Nuestros tres pequeños estómagos devoraron sin piedad uno tras otro cuantos platos de calamares a la romana fueron apareciendo sobre nuestra mesa… creo recordar que el total ascendió a más de veinte: así que para los postres a duras penas me cupo la tarta.

Tanto es así, que los tres decidimos marcharnos del Himalaya caminando, para conseguir aligerar el trabajo de la digestión. Si aquélla era la cumbre de algo, no tenía nada que ver con superioridad de ningún tipo. Para mí el Himalaya quedó asociado al aprendizaje de la tontería que era el ritual de la comunión, el festejo artificial y la comida sin mesura.

Para terminar de arreglarlo, en nuestro descenso, al llegar a El Regato, se nos ocurrió acercarle un mechero a la pelusa de los chopos que como siempre lo invadía todo en primavera; para ver si era cierto que ardía, como decían… La carrera huyendo del desastre me hizo olvidar los calamares. No sé si ardería algo más aquel día, pero para mi memoria el Himalaya quedó asociado al desencanto, próximo al desastre.

Unos años más tarde volví por allí, ya adolescente o incluso después… de casualidad; aunque había cambiado su apariencia (tanto como lo habían hecho mis ojos, imagino), me seguía resultando apático, casi antipático.

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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