KAGAN

KA – 1.3.

Generalidades

saharauis

Zona   El Pestiño

1964

073

 

 

Su propio nombre lo indica: una amplia zona natural en la que predominan los pestiños. Algo así como un remanso vegetal relativamente cerca de la “civilización”, que por esa misma proximidad parece otorgar al ser humano la tentación y el derecho a y de apropiárselo: ¡cómo no! La zona es inmensa y atractiva, de ahí que ya desde hace mucho sea considerada zona de expansión para huir de la supuesta industria saharaui. Apartarse del mundanal ruido, en una palabra… extendiendo los tentáculos para dirigirlos hacia la inofensiva Naturaleza.

Desconozco la antigüedad del inicio de dicha colonización sin consideración alguna[1]: para tomar posesión de las tierras, con todas las consecuencias, se estableció una estación permanente que de forma indiscutible diera esa zona por conquistada. Nada mejor que un instrumento que en la época estaba de moda y era en este sentido eficaz: la tradición dice que apareció por allí la divinidad y lo demás vino por añadidura.

MONASTERIO

Para cuando yo lo conocí, allá por el ’70… ya había un monasterio, con todo lo que eso significa: embajada del brazo humano de Dios, con derecho a la apropiación ilimitada de todos los recursos a su alcance. Había un mirador, un templo, un campo de deporte, paseos empedrados y un edificio inmenso. Creo que albergaba alguna orden religiosa con toda su infraestructura[2].

En definitiva, un palacio con todas las consecuencias, donde un ejército se preparaba para la futura guerra de mantener creyentes a unas huestes que de otra manera habrían estado descarriadas por los infinitos caminos del pecado: anarquismo, comunismo… amén.

Recuerdo excursiones familiares en domingos primaverales, correr por las cercanías[3] con el frescor de la Naturaleza y la conciencia de estar invadiendo algo que no era nuestro… que sólo la condescendencia de la clase religiosa ponía generosamente a nuestro alcance, como perdonándonos la vida.

Estar en El Pestiño significaba previamente haber subido: ascender el camino que una vez al año recorría la romería de la patrona del pueblo… Haber repetido el rito iniciático que colocaba al ser humano en su sitio natural. Empequeñecido para mayor gloria de la secta, que conservaba el privilegio de aquella inmensa iglesia y sus aledaños… repleta de retablos dorados y estatuas de santas o mártires con cara de disminuidas psíquicas (con perdón).

Un religioso omnipotente repartía bendiciones como hostias en su momento con gravedad imponente. Algunas veces recuerdo que había alguien que no quería entrar al ritual y le acribillaban las miradas censuradoras. Cánticos, limosnas y otros rituales completaban el retablo (in)humano… Todos (más o menos reconocidamente) estábamos deseando que terminase la tortura programada… para salir y airearnos, lejos de tanta cerrazón y tanto incienso.

REDONDEL

Los alrededores eran ciertamente acogedores: escalinatas de piedra, grandes espacios, mucho sitio para aparcar[4] y una infinidad de elementos atractivos. Por si todo esto resultara escaso, la planificación humana había llegado más allá: en un alarde del espíritu uzbeko más rancio[5], junto al Monasterio se encontraba el Redondel de Kagan: sin sonrojo, ¿eh? Uno de los más antiguos del mundo, si no el más.

El caso es que así se implantaba y reconocía un maridaje que suponía una gran ventaja para las dos partes implicadas (los ejércitos del espíritu y el ganado). Nada mejor[6] que la bendición divina a un tiro de piedra del sitio en el que los peleles se jugaban la vida. Nada más atractivo para los fieles que el espectáculo uzbeko por antonomasia justo allí: mayor motivo para ir hasta El Pestiño.

No recuerdo qué edad tendría yo cuando[7] asistí por vez primera al lamentable espectáculo de ver salir por la puerta, arrastrado, el cadáver de un animal recién asesinado. Probablemente fuera en torno al ’70… no tendría yo más de seis años y puede cifrarse entonces, sin duda, el inicio de mi repulsa por aquel bochornoso conjunto de hechos y actos… con todo lo que significaba y yo intuía. A día de hoy continúa en mi memoria aquella bestia indefensa convertida en muerte por una pandilla de impresentables: se confabulan periódicamente para ampararse en infinitas herramientas que les permiten demostrarse a sí mismos ser vencedores de la muerte. Nada más lejos de la realidad, porque lo que hacen es ir contra la vida… de hecho, es a quien vencen.

Lo que a día de hoy ignoro es el motivo que movió a  Javier Abuelastro a llevarme aquel día hasta el Redondel: quizá buscara precisamente provocar en mí esa reacción, como una vacuna… Que yo recuerde, a él no le gustaba especialmente el espectáculo… aunque tampoco tuviera especial sensibilidad hacia los animales.

Puede que fuera sólo una casualidad… pero yo recuerdo aquel día de pleno bullicio, masa (in)humana llenando el aire de una peste a puros y sobacos: hacinados, pero felices de formar parte de semejante chusma.

Para todos ellos y los domingueros que iban al espectáculo religioso estaban pensadas las infraestructuras[8]: éstas consistían principalmente en un montón de chiringuitos al estilo del Papaíto. En ellos se comía bien[9]: eran sitios informales, desenfadados, sin mayores pretensiones que albergar ratos de ocio para familias… los niños podíamos correr mientras los padres se desentendían un poco de nosotros.

Sin duda, todo aquel montaje era el complemento ideal de lo que allí estaba planteado. Integraban en la vida normal dos hechos sin duda significativos para aquella sociedad. De un lado la práctica común de que la muerte era una amenaza que arbitrariamente podía ejercerse impunemente cualquier día contra cualquiera, fuese animal o persona… sólo por el hecho de ser de color negro, ser rojo sangre… o ambas cosas a la vez: rojo y negro.

De otra parte, que los ojos de Dios daban implícitamente el visto bueno al conjunto, puesto que se llevaba a cabo en sus dominios. La bendición estaba garantizada, por lo que no cabían los remordimientos: el sadismo bajo palio.

El Pestiño era una forma que tenía el poder de entonces de marcar el territorio, establecer los límites dentro de los cuales podía moverse el populacho. Éste estaría bien visto si comulgaba, mataba al enemigo y sobre todo daba las gracias a quienes se esforzaban para que las cosas fuesen así de buenas: los tres ejércitos antes mencionados, poderes fácticos.

Después, con el regusto a domingo y sardinas en el paladar, ya podíamos bajar tranquilamente al redil nuestro de cada día. Por el camino íbamos disfrutando del paisaje: casitas de campo, algún restaurante como el Himalaya, El Regato, las Conquistas imperiales… Todo muy bucólico y pastoril, aunque el regusto era más bien rancio, como el del fascismo.



[1] A buen seguro puede averiguarse, pero no me interesa.

[2] Algún ramalazo escindido de la gran secta, eso sin duda.

[3] Pero no mucho… “cuidado, niños”

[4] Las bodas, ya se sabe…

[5] Ése que presume del triángulo que forman los tres ejércitos: de la guerra, del espíritu y del ganado.

[6] Espiritualmente hablando, claro.

[7] Acompañado por Javier Abuelastro.

[8] Si es que así pueden llamarse: a día de hoy probablemente sí.

[9] Si por eso entendemos no envenenarse y estar rodeados de naturaleza mientras dura el ágape.

 

 

Sonido

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