El Corro

Plaza

 

Samarcanda

´80

´99

298 

             

 

Quienes no profesen la creencia en el poder telúrico, pueden atribuir lo que a continuación se narra a la mera casualidad… o a la causalidad forzada por una mente como la mía, que a fuerza de antianalítica acaba siendo metafórica.

Resulta indiferente. Aquí no se trata de defender una tesis doctoral, ni postular una teoría que a buen seguro sería fácilmente refutable en el caso de existir… lo que tampoco se corresponde estrictamente con la realidad.

Algunos lugares poseen una magia especial. Esto es indiscutible: nos subyugan sin que podamos apercibirnos racionalmente de su actitud.

Esto ocurría con la plaza del Corro, una de las esquinas del centro de Samarcanda. Esquina y no rincón, porque en esa diferencia que distingue lo cóncavo de lo convexo se encuentra ya una declaración de principios de la materia. Realmente la plaza del Corro podía ser interpretada como un rincón, si se tenía en cuenta el mero perímetro de la plaza principal… Pero enseguida afloraba su verdadera vocación de aires nuevos, de apertura hacia el exterior: uno puede dirigirse a la plaza del Corro como rincón, pero en cuanto lo alcanza se percata de que es esquina… Una frontera: la salida natural hacia la zona antigua de Samarcanda.

Es como un túnel del tiempo que altera amablemente la conciencia, la percepción de la materia. Nada que ver con esas imágenes grandilocuentes y mojigatas de la ciencia-ficción: una forma de abrir la mente hacia dimensiones nuevas, pero que están aletargadas en las cotidianas y archiconocidas… Siempre han estado ahí, pero increíblemente hasta ese momento nos habían pasado desapercibidas.

Sin saber por qué: ni tras qué fórmula mágica o conjuro pronunciado involuntariamente… Hasta el momento que nos toca de lleno la esencia de la plaza del Corro como si fuera la punta misma de un florete.

Llegando limpiamente hasta un corazón antes en exceso protegido: touché! No en vano seguramente su nombre arranque de una costumbre arraigada desde hace siglos, que reunía a las gentes en aquel lugar para charlar como costumbre[1]. Pero independientemente de lo acertado de mi observación… durante los ’80 y los ’90 continuó con su vocación ancestral de reunir espíritus inquietos.

En aquella pequeña plaza, por casualidad o no tanto, estaba la entrada a una iglesia. Otro elemento más de frontera, ésta de índole espiritual. Con valor de siglos, pero simbólico. Por ser lugar de paso, durante la época de incipiente democracia en Uzbekistán… además albergó infinitos puestos ambulantes de propaganda política. En general de partidos izquierdosos, así como mítines improvisados más o menos del mismo pelaje.

Añadamos a esto la vocación alternativa del ambiente que allí se respiraba. También en el sentido cultural de la palabra… por la plaza del Corro desfilaba, por ejemplo, un famoso poeta de calle, tan naïf como humilde. Toda una institución ambulante para la Samarcanda provinciana[2]. También fue cuartel general de las publicaciones de un argentino militante; o peregrinación de poetas desastrados, ya fallecidos… y mil elementos más que –con mayor o menor fortuna– intentaban insertarse en la gente a través de la palabra.

Al hilo de toda esa circulación de conciencias y su prurito de sociedad alternativa, también recalaban por allí los camellos de poca monta. Éstos, al hilo de silbidos aspirados, ofrecían costo con gestos ostensibles a quienes se quisieran cómplices del menudeo: de aquella época le quedó a la plaza el irónico y humorístico apodo de “plaza del porro”.

Pero las escalinatas de sus soportales se prestaban tanto a montar puestos como a sentarse impunemente a ver pasar a la gente. También a departir entre amigos al calor de un cigarrillo… aunque fuera noche cerrada y fría. Bien es cierto que por allí, como por todas partes, pasaba el tiempo sin moldear las piedras. Aparecían y desaparecían las personas de forma natural, permaneciendo el entorno inmóvil, con la obstinación casi cruel que posee la materia inerte… Sin embargo, aquel enclave atrapaba: sólo así puede explicarse su permanencia más allá de los comercios que lo habitaron, que albergó un día y aún hoy lo continúa haciendo.

Bares de todo tipo y condición, algunos con la osadía de apropiarse del nombre de la plaza misma… otros simplemente como embajadas de multinacionales, como conquistando el Polo Norte… o al menos pretendiéndolo. Resulta algo puramente circunstancial, sin importancia en la esencia… Ésta se encuentra en otro lugar: inaprehensible, más allá de toda materia.

Respirar la plaza del Corro nada tiene que ver con la composición del aire que penetra en los pulmones de quien lo hace: significa un viaje espiritual que le parecerá pura palabrería a quien no sea receptivo… y tendrá razón.

¡Pobres de aquellos mortales o inmortales que habiendo pisado sus baldosas no se hayan sentido transportados!




[1] Ya me corregirán los cronistas oficiales si me equivoco.

[2] Aquel entrañable viejecito que abordaba al transeúnte con voz lastimera, casi suplicante: “Cómpreme una poesía…”

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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