Cumpleaños

   

Samarcanda

´64

´99

279

             

 

La noche empezó como algo inocente, manejable. Sólo eran un par de copas, cómplices entre la noche de Araceli BÍGARO, Pablo CIEGOS y yo: un extraño triángulo mental sin nada que ver con los cuerpos.

Se había formado un par de meses antes, cuando nos conocimos a principios del Primer curso de Filosofía. Vibrábamos en la misma onda y gracias a esa coincidencia compartíamos la lluvia. Recorríamos incansables las calles, deambulando entre la noche para rastrear vetas de metal precioso en aquella mina recién descubierta que para nosotros era la Samarcanda del ’85.

Una noche de esa incontable serie, esta vez con la excusa de mi cumpleaños, fuimos a tomar unas copas… ¿o fuimos a tomarlas y sólo después les dije que era mi onomástica? No lo recuerdo a ciencia cierta, pero resulta indiferente.

Casualmente aquel día se celebraba también el aniversario del Campo… Así que allí estábamos: con unas invitaciones a la segunda consumición en la mano. Ilustradas con una silueta humanoide semejante a mi perfil. Bailamos o al menos disfrutamos del ritmo, charlamos, bebimos, reímos… Recuerdo la música en el Campo, arropando nuestras charlas y confesiones. Seducidos todos por el saber y el arte, la literatura y la filosofía. Pero la noche se empeñaba en acabarse contra nuestra voluntad… se nos quedaba corta.

Fuimos prolongando las horas: estiramos las cervezas como si así los minutos pudieran multiplicarse. Nos resistíamos a la retirada. Peregrinamos por los bares de última hora, buscando los reductos más inverosímiles para conseguir un milagro que jugaba a ocultarse traviesamente. Hicimos también una parada técnica en la pensión donde vivía Araceli BÍGARO, por el asunto del dinero.

Cómplices en la creación de mundos alternativos, animados por la fuerza que imprime actuar en grupo. Sabiéndonos casi imparables gracias al combustible… finalmente arde como el alcohol que es, quemando a su paso todos los órganos (hígados y corazones). Aunque se estirase, aquella noche parecía irrompible: era elástica, por eso nos animamos los tres hasta convertirla en madrugada.

A pesar de que el nuevo día trajera de su mano las obligaciones académicas, que tampoco eran una barrera. Continuamos negándonos a la evidencia de que ya era noche cerrada por estarlo todos los bares… de alguna manera casi milagrosa, con charlas y paréntesis de tiempo, conseguimos llegar hasta la mágica hora del amanecer: cuando parece que todo vuelve a la vida.

Sacando fuerzas del desvelo fuimos hasta la Facultad en condiciones precarias… al menos de percepción objetiva. Con la finalidad de romper un ritmo que se nos antojaba excesivamente normal. Para celebrar el momento, desayunamos en el bar Manolo, junto a la Facultad de Filosofía. La conciencia extraña, cargada como un arma: con la intención de invitar a la fiesta a todos los compañeros de clase.

Sólo nos hizo falta añadir una dosis de arrojo a la euforia que llevábamos puesta… aunque estuviera un poco de bajada, justo es decirlo. Fuimos convenciendo uno por uno a todos los profesores de aquella mañana para celebrar la clase en el bar de la Facultad. Algunos de ellos se negaron y sólo condescendieron a beber entre nosotros allí, en el aula misma.

Poco antes de que empezara la primera clase de la mañana, que era de Sociología, ya habíamos convencido al grupo de hacer un paréntesis práctico: de Filosofía aplicada a las relaciones sociales y las costumbres etílicas. Así que cuando apareció SIMIENTE sólo hubo que convencerle para unirse a un grupo que ya estaba decidido a sustituir el aula por la cafetería, la clase por las relaciones sociales. Un poco a regañadientes por la temprana hora, pero empinó la botella que le ofrecimos.

SIMIENTE era por su propia naturaleza, de ecologista izquierdoso y contestatario, proclive a saltarse las normas… así que aquello le pareció tan rompedor como divertido. No hubo que insistirle en demasía.

Sin duda la primera hora era la más difícil de lidiar aquella mañana, pero no la única. Así que cuando llegó la segunda subimos hasta el aula tres o cuatro emisarios: con la finalidad de comunicarle al siguiente profesor… que la clase se impartiría ese día en la cafetería[1]. El docente de turno era COPAGO, un hombre tan peculiar como entrañable y bien humorado.

Sin pensárselo dos veces se unió a un jolgorio descaradamente creciente, que invadía ya por completo el establecimiento sin sonrojo ni inhibiciones. Durante aquella hora, entre improvisadas tertulias sobre la Filosofía griega clásica, fuimos recaudando algo de dinero entre los concurrentes. Las intenciones eran estudiar la viabilidad para continuar esa fiesta más allá de media mañana. Resultó todo un éxito recaudatorio… por lo tanto sólo faltaba adherir al siguiente docente del horario a nuestra peregrinación incipiente. Ya era necesaria la salida al mundo exterior, buscando aire libre.

Y MEJORO no se echó atrás, sino todo lo contrario. Yo le esperaba en el aula para dirigirle a los infiernos de la Facultad de Filosofía, el sótano en el que se encontraba la cafetería. Antes de que llegara, una alumna –la Niña oscura– intentaba convencerme de que aquello no era buena idea, sino una salida de tono. Se negaba al jolgorio, mientras yo saltaba entre las mesas… Su argumento era puramente intelectual: la pobre estudiaba simultáneamente Psicología y Filosofía. Convencida como estaba de que lo importante era estudiar y no la vida… nuestro diálogo sólo era una variante de la incomunicación. Hablábamos mientras yo seguía desafiando la ley de la gravedad: los pupitres eran inclinados y mis condiciones sólo me permitían un equilibrio precario.

Finalmente llegó MEJORO y ambos fuimos raudos hacia la cafetería: la Niña oscura se quedó allí, ordenando apuntes, estudiando… Jamás volví a verla, probablemente no fuera más que una prosopopeya de mi conciencia.

Cuando llegamos a la cafetería, el asunto ya iba sobre ruedas: al poco rato abandonamos todos el lugar. Con el cargamento de un entusiasmo compartido… el de abandonar la Facultad de Filosofía, el centro académico, aunque sólo fuera momentáneamente. A continuación fuimos recorriendo los bares que aparecían a nuestro paso, sin planificación alguna. A salto de mata, como si se tratase de una carrera de obstáculos: casi siempre eran bares de barrio, que invadíamos sin sonrojo con nuestra artillería de charla amistosa. Cargados de objetivos compartidos, por supuesto relacionados con el mundo de la Filosofía o la sabiduría.

Entre tascas y baretos fuimos consumiendo las horas de aquella mañana receptiva, convertida casi en mediodía. Mientras poco a poco las huestes de aquel improvisado y vocacional ejército iban cayendo por el camino: pero aún quedaban fondos para encarar alguna batalla más… La guerra continuaba, sin duda: cargada de humano entusiasmo. Para entonces éramos ya una pandilla indiferente a la comida.

Perdí la pista de Pablo CIEGOS y Araceli BÍGARO. En realidad perdí todas las pistas… No sé qué mecanismo inconsciente se activó en mi cerebro, imagino que encaminado a la supervivencia. Sucedió un hecho ciertamente llamativo… digno de ser glosado.

Repentinamente abrí los ojos porque había recibido un golpe en la cabeza. El impacto de mi cuerpo contra una columna de la gran avenida… ésa era la causa de que los hubiera abierto. Por alguna extraña razón se había activado en mi mente el mecanismo del “piloto automático”… y me estaba dirigiendo a casa de mis padres, a mi domicilio.

Me negué rotundamente, di media vuelta y regresé sobre mis pasos al bar en el que estaban todos… ¿cómo supe cuál era? Imagino que gracias al “piloto automático” a la inversa. Pero el suceso me resultó toque de atención suficiente para no volverme a despegar del grupo. Continuando aquella procesión improvisada que aún estaba lejos de terminar… Con las tapas íbamos trampeando el asunto de la comida.

Mucha gente ya se había ido quedando descolgada por el camino… Al rato recalamos en casa de JR para intentar comer algo, reponer fuerzas. No sé cuántos éramos los supervivientes de aquella prueba de resistencia que nos habíamos impuesto a nosotros mismos… Mientras JR generosamente preparaba unas viandas en la cocina, yo permanecía en una habitación adyacente: contemplando la luz amarillenta que penetraba a través de la ventana.

A mi lado, tumbado sobre un catre casi carcelario, MEJORO intentaba sobrevivir. Finalmente vomitó en el suelo… una pota pequeñita, casi parecía una consequentia miriabilis. Le pregunté: “¿Quieres que avisemos a tu mujer por teléfono de que no irás a comer?” Y él: “No, pasa… pasa…”

El día seguía creciendo en la calle, inmisericorde. Nos acogió de nuevo entre sus brazos. Mientras tanto yo continuaba trampeando obstáculos, aunque no sé exactamente con qué objetivo. Por mi lado fueron desfilando innumerables personajes durante la infinidad de paisajes que los bares iban regalando a mi paso.

Ya en retirada, serían sobre las 6 o las 7 de la tarde, tomaba un café con leche reconstituyente en un bareto cercano a mi casa: apareció Fami con alguien más… llevaban en la mano una botella de sidra, continuaban por su cuenta con la celebración. Pero yo ya me había rendido. En una suerte de Apocalipsis difícil de comprender para un cerebro en estado normal (como el tuyo).

No obstante, por solidaridad, apuré un buen trago de la sidra que llevaban, con el temor de que aquella mezcla en mi estómago se convirtiera en una bomba de relojería. En previsión de que así fuera, decidí que había llegado la hora de la retirada: me dirigí a casa, arropado por el gris de aquella tarde plana del 6 de diciembre.

Ya en el domicilio familiar, mientras intentaba regularizar un poco mi situación física antes de caer en los brazos de un Morfeo al que echaba de menos… me entregaron el regalo correspondiente a mi cumpleaños. Era un libro: El sonido y la furia, de William Faulkner. A menudo me he preguntado después de aquel día qué mensaje simbólico encerraba ese libro en mis manos precisamente esa tarde ya languidecida… En la contraportada del ejemplar se recordaba la metáfora shakespeariana de que “la vida es un cuento contado por un idiota”.

De alguna manera aquello plasmaba a la perfección mis sensaciones de aquella tarde. Sin embargo me sentía incapaz de dilucidar cuál era mi papel en la metáfora: si yo era el narrador, la historia o el idiota.

‘88

Recordar aquel cumpleaños es como depilarme las mejillas: un pequeño dolor puramente estético. Quizás porque era precisamente el mío. La idealización de un recuerdo que nunca tuve: imaginar el grupo de amigos poniéndose de acuerdo para venir hasta mi casa, agasajándome por sorpresa en mi onomástica. El suyo era un regalo azul, por entregas: Oh, melancolía, en aquellos días lo último de Silvio Rodríguez (en cassette, claro).

Aquel día ¡excepción de las excepciones! les obsequié con un encendedor a cada uno de ellos: les dejé elegir entre mi colección de encendedores aquél que mas les gustara. Por entonces eran unos dos mil: robados, regalados y encontrados, ninguno comprado.

El apoyo de la troupe aquel día quizás sólo pretendía conjurar mi suicidio. Pero hoy viene hasta mí como recuerdo… quizás la muerte de alguno de los entonces presentes me lo haya traído.

En los cumpleaños suelo sentirme fuera de lugar: entre músicas, risas y aplausos como traídos por los pelos.




[1] Todos estábamos esperándole para ello.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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