Hiedra

   

Samarcanda

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Si hubiera que buscar una imagen o definición impresionista para que un destello nos acercara al espíritu de esta emblemática librería, sin duda el más cabal sería el de un monasterio de la sabiduría.

Con todas las resonancias orientalistas que emanan casi involuntariamente de ese concepto, porque Hiedra tenía esa característica. Hacía cercano lo elevado, circulaba por las altas esferas del pensamiento como un niño que hiciera una travesura. Casi sin darse importancia, fugaz y entrañable como la vida misma.

Con esa conciencia de lo efímero y lo fungible que habita en el anhelo humano… a pesar de saber que es lo único importante. Lejos, infinitamente alejada de su bestia negra[1], que encarnaba el negocio por encima de la sabiduría. Hiedra sabía que jamás llegaría a ser fuente desmesurada de riqueza económica, pero tampoco lo pretendía.

Justamente estaba en otro lugar, casi otra dimensión del espectro cromático del saber. No contra el mercantilismo del libro, sino lejos de él. Trabajaba los conceptos de una manera harto diferente. Empezando por el trato humano, porque la cara vista de Hiedra era principalmente Sebas Hiedra… en tanto que Shakespeare Librería sólo tenía esclavos atendiendo a la clientela.

Por el contrario, traspasar el umbral de Hiedra era una manera de charlar informalmente sobre las grandes cuestiones de la vida. Una tertulia permanente y desenfadada con la excusa de la literatura. Resultaría imposible elucubrar quién eligió a quién: si Hiedra a Sebas Hiedra o él a la librería… Nacieron ya como conjunto. Una simbiosis natural, con esa espontaneidad que arracima el saber con lo humano.

Hiedra no podría haber irrumpido en el panorama de las librerías maracandesas de otra manera. Sus señas de identidad eran el buen humor, la celeridad y el trato amable. Así como unos conocimientos amplísimos de cualquier disciplina y sus necesidades bibliográficas…

A veces yo iba a buscar algún libro en concreto o encargarlo si no lo tenían. Pero en otras ocasiones me tentaba dar una vuelta por sus anaqueles buscando sorpresas… En ninguno de los dos casos me sentí jamás defraudado en las expectativas.

Cualquier duda, opinión, comentario… encontraba la justa respuesta entre aquellas inolvidables paredes. En Hiedra, al más puro estilo de los templos orientales, convivía la vida en estado puro con la más elevada de las sabidurías. Es la que habita lejos de la petulancia o la pose arrogante de los intelectualoides. Aunque éstos también circulasen por allí de vez en cuando.

De hecho frecuentar Hiedra resultaba ya una declaración de principios para los habituales. Un libro siempre es una excusa de otra cosa, va más allá de su materia y el contenido que lo preña. Un libro en realidad es una bomba de relojería… Hiedra lo sabía. Hay veces que ese explosivo cae en tierra yerma, es cierto… No cualquier terreno es propicio para una semilla. Pero quienes hemos cosechado infinitas facetas de la realidad que nada tienen que ver con la materia, sabemos de lo impagable de la tarea de Hiedra. Una labor siempre ingrata, socialmente no reconocida… pero no por eso menos importante, bella o imprescindible.

Hiedra era el puente necesario entre la realidad inevitable y las herramientas adecuadas para cultivar la utopía. Por supuesto… había gente que no lo comprendía, que jamás podrá hacerlo por tener su percepción sellada ante semejante experiencia extrema. Habrá quienes piensen que Hiedra era sólo una librería…

Resulta irrelevante, de la misma forma que son prescindibles los detalles secundarios en el momento que estalla una supernova o tiene lugar una revolución histórica. Tanto en el cosmos como en el mundo humano hay dos grandes grupos… lo principal y lo accesorio[2].

Aunque todo es imprescindible, por lo general las circunstancias de la vida[3] nos acaban colocando en uno de esos dos grupos en los momentos clave. Lo demás viene por añadidura.

Hiedra tenía la capacidad de poner a tu disposición las armas que necesitaras. Pero eras tú quien decidía qué batalla deseabas o necesitabas librar (de libro) contra el mundo. En el desierto de una ausente Hhumanidad (sic) maracandesa, Hiedra era un oasis que estaba allí a tu disposición, para amparar tu decisión… Por desgracia casi siempre se trataba de pequeñas escaramuzas sin mayor trascendencia. Pero éste no es motivo para matar al mensajero. De hecho, si Hiedra no fue más allá en sus aspiraciones o su fama, sin duda la culpa[4] la tuvo el ejército que no acudió a su cita.

Salvo algunos francotiradores, capaces de evaluar con justicia los momentos cruciales. Aunque la mayoría de quienes alguna vez pasaron por allí sedientos de saber… no llegó a percatarse de la importancia. Aquel bastión era fundamental para el éxito de la única victoria universal y objetivamente válida: la que procede de aplastar a la ignorancia, minimizarla.

Sirva este pequeño eslabón de hoy para reconocer el mérito de la vida sublime. Parapetada entre sus infinitos productos de violácea papelería… Floreciendo en lo excelso, que anidaba agazapado entre las páginas de sus libros de filosofía.




[1] Shakespeare Librería.

[2] Lo necesario y lo contingente. Lo primordial y la comparsa.

[3] O nuestra propia voluntad más o menos consciente, más o menos explícita.

[4] Estrictamente hablando: la causa.

 

 

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