Ricardo

 

Místico

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Ricardo Místico era rubio y desastrado. Reía diáfanamente desde sus ojos oscuros, como compartiendo de forma generosa sus vivencias a través de un jersey azul marino cuyas mangas le ocultaban los brazos y las manos por completo.

Siempre que nos veíamos hablábamos de esto: Ricardo Místico era un castillo inmenso y sombrío habitado por los infinitos fantasmas de la mística, la filosofía, la locura y la poesía. No sé cuántas veces llegamos a coincidir… alguna, las suficientes como para descubrir que Ricardo Místico era un tipo interesante.

Una tarde, en un cruce de caminos urbanos, me habló con su voz transparente: “La locura es una cosa que se te rompe aquí dentro” –decía señalándose la cabeza. “Hace ¡crac! y se acabó”.

Vi la verdad en sus ojos, en su voz, en sus carcajadas resonando en lo que fue en su día la sala de alumnos de la Facultad. Aquellas paredes que vieron tantas cosas.

Ricardo Místico fue una suerte de místico agnóstico cuyas bases eran casi surrealistas. Después alguien me habló de él y su ostracismo en el manicomio de Sirdaryo. Nunca he sabido si fue cierto, pero jamás he vuelto a tener noticias suyas. Ricardo Místico charlaba con entusiasmo, como dejándose llevar por unas fuerzas que le desbordaban, pero a las que no ponía cortapisas. Casi siempre o siempre hablaba de sus fantasmas, de las fuerzas interiores que le torturaban con la esencia de la vida… o le hacían gozar exprimiendo la vida con el corazón[1].

Ricardo Místico era del curso siguiente, de una promoción posterior a la mía, pero su carácter afable y cercano le convertía en uno de esos alumnos que pertenecen a la Facultad, más que a un curso concreto. Fascinado por la mística en general, interesante como un niño rubio de dos metros. Energético sin mesura y sobre todo fiel a sí mismo, Ricardo Místico era un habitante más del Primer curso de la Facultad, siempre eterno en la memoria… inmutable en su esencia. Con el paso del tiempo, Primero es un continente que van llenando personas como él.

Ricardo Místico hablaba de sus inquietudes vitales y filosóficas con una cercanía amistosa, sincera. Se declaraba poseído por fuerzas que estaban más allá de su control, pero esto no le inquietaba. Sentía su ser cercano al universo delimitado por la mística y sus aledaños. No puedo decir con seguridad que hubiera nacido en Jizzakh, pero se encontraba muy cercano a dicha constelación espiritual.

Muchas veces Ricardo Místico me contaba que sentía la necesidad de escribir casi como un imperativo de vida o muerte. Entonces sobre el papel que tuviera más a mano empezaba a garabatear letras que enseguida escapaban de su voluntad y su conciencia. A veces me enseñó aquellos escritos.

Sus experimentos de escritura automática le llevaban a poner los ojos en blanco, según su propia narración. La baba en el papel y el éxtasis en su ser. Después la caligrafía retornaba temblorosa, ilegible. La letra poco a poco se iba haciendo más grande, desgarbada, menos legible. Hasta que finalmente se convertía en dibujos, boligrafías abstractas impregnadas de una carga sobrenatural. La que en aquellos momentos poseía su cuerpo, mientras Ricardo Místico se dejaba llevar.

Yo he visto con mis propias gafas[2] un texto autógrafo de Ricardo Místico, aquella alma atormentada cuyas pasiones llegaban a hacerle temblar el pulso.

Sobre la calidad literaria de aquellas obras nada puedo decir: no eran evaluables o criticables. Se encontraban en este mundo como pudiera estarlo un extraterrestre. ¿Quiénes somos nosotros, los pobres mortales que habitamos este planeta, para juzgar cosas que se nos escapan?

Definitivamente los momentos de charla con Ricardo Místico eran tan inaprehensibles como el lugar donde vivía en Samarcanda: una fonda ya desaparecida. Lugar mítico y emblemático, curiosamente cercano a un convento. Un lugar que hoy ya sólo es recuerdo. Es historia, restaurada hasta perder su esencia, como la ciudad misma. En aquel tiempo, tapizada en su patio interior[3] por vergeles tan salvajes como seductores. Habitada entonces por Ricardo Místico, las ruinas y alguna rata… pero con el encanto y la carga de esos líquenes ancestrales que van poblando las tejas. Nunca llegué a entrar. Sólo contemplé su interior desde la calle.

Aquel claustro profano que era el patio interior de la vivienda parecía una traducción a la materia del alma del mismo Ricardo Místico. Allí se cumplía esa máxima que mimetiza al hombre con el lugar en el que vive. La habitación es como el alma. Quizá allí perdió la razón Ricardo Místico, quizá siga teniendo razón. Era un jersey azul relleno de fascinación casi infantil, envidiable. Como su mundo.

Probablemente algún especialista acabó atrapándole con alguna red o algún cepo como los que Psicología y Psiquiatría utilizan para víctimas tan inocentes como indefensas. El caso de Ricardo Místico era uno de ellos. Todo el arsenal bibliográfico de paralíticos mentales que no ven más allá de su ignorancia, sublimando la impotencia… acabó cayendo sobre el cuerpo de Ricardo Místico. Sencillamente desapareció del horizonte de la Facultad. A partir de un buen día ya no volví a verle. Después vinieron los comentarios para justificar su ausencia, como una coartada. Los rumores de que había sido ingresado en un sanatorio.

Allí terminó su biografía a los efectos que desde aquí y ahora puedo rastrear. Convertido ya en un colosal elemento que escapa a toda clasificación o taxonomía. Sólo puedo añadir que cualquiera de aquellos versos que Ricardo Místico escribía en los momentos cumbre vale infinitas veces más que cualquier sesudo tratado de Psiquiatría o Psicología que pueda encontrarse[4].

No por un motivo científico, sino de calidad humana. De autenticidad que escapa a las lupas miopes de todos esos especialistas que pretenden reducir el mundo, la realidad o la vida a unas cuantas paginitas. Únicamente consiguen glosar su propia incapacidad, cuando lo que pretenden es capturar un ámbito de luz de otro planeta para meterlo en sus frasquitos de tamaño impotencia.



[1] En el fondo ambas cosas eran lo mismo.

[2] Y Alejandro Marcelino BOFE lo conservaba en su colección de manuscritos, tan enfermizos como él.

[3] El que se adivinaba desde la verja de entrada.

[4] Siempre en estanterías.

 

 

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