Aniceto LOOR     ´91 ´93  731
             

 

Con mi subjetivo y partidista criterio, a sabiendas de la invalidez con la que efectúo la afirmación, no me duelen prendas en decir lapidariamente que así deberían ser todos los jefes, como Aniceto LOOR. No se trata sólo de que ejerciera como tal desde una comprensión rayana en la empatía: además lo hacía como algo natural, con un don de gentes que hacía de Aniceto LOOR la pieza clave de lo que entonces, a finales de los ’80, empezaba a denominarse Recursos Humanos.

En otras palabras, Aniceto LOOR era el jefe de personal en el Ministerio de Educación cuando entré yo a trabajar en la Dirección Provincial de Samarcanda en el ’91. Por tanto era mi segundo jefe en jerarquía, tras la inmediata Victoria Jefa –que reinaba en el negociado de Nóminas– y antes del Ilmo. Sr. Director provincial, que era el monigote de turno: colaboracionista puesto a dedo por los políticos. Por lo mismo, Aniceto LOOR formaba parte de todo ese contingente imprescindible y típico de la época de la Transición: nacidos en los ’40 y con vocación de servir a una empresa titánica, en la que creían tanto como desconfiaban; es decir, mucho.

Y Aniceto LOOR era tan competente en lo suyo como camarada hombro con hombro en la plantilla de choque (a la que pertenecía yo por oposiciones). En el día a día normal, digamos de cotidianidad aburrida que habita la mayoría de los ministerios durante casi la totalidad del tiempo… a última hora de la mañana, cuando ya el ritmo de trabajo se relaja adivinando el final de la jornada laboral (al igual que han ido haciéndolo paulatinamente los esfínteres con mayor o menor urgencia): Aniceto LOOR pasaba por los negociados a pulsar la opinión y tomar buena cuenta del ritmo de la jornada que acababa, de cómo había ido todo. No sé si recalaba en todos y cada uno de los negociados, pero en el nuestro se detenía largo rato: fumábase un cigarrillo (entonces aún se podía) y charlaba amigablemente, como una persona normal, como nosotr@s… sin ínfulas de jefe, de ésas que suelen habitar cabezas rancias y voluntades mediocres.

Con Aniceto LOOR hablábamos de todo: trabajo, política, dinero, inquietudes, fantasmas… era un rato de tertulia que nos reconciliaba respectiva y recíprocamente como seres humanos. Para mí lo más humano y divertido de aquel trabajo, sin duda: un rato de risas entre Aniceto LOOR y mis compañeras de negociado. Y era aleccionador hablar con él, porque se trataba de un tipo con las ideas claras y muy acertadas; de sus muchos años tratando al personal docente había llegado a la curiosa e interesante conclusión de que podía hablarse de cualquier tema con l@s licenciad@s en Exactas y/o en Filosofía. No así con l@s demás titulad@s, cuyas especialidades se encontraban lastradas por una cerrazón mental genérica que les impedía salir del bucle de sus conocimientos.

Tras oírselo decir por vez primera, me dediqué a observar si mi experiencia lo corroboraba: pude concluir que sí, Aniceto LOOR tenía toda la razón… no lo decía para dorarme la píldora, por supuesto; más bien habría tenido que ser al revés, ¿no?

Aniceto LOOR me vaticinaba sin pudor, sonrojo ni falsa modestia que algún día yo llegaría a ser profesor de Secundaria: no se equivocó; cuando le comenté que lo sería de Plástica, algo que no era mi especialidad académica, me respondió: “Tú ve allí y hazte fuerte en la nota que has sacado en el examen: te da derecho a trabajar. Cumples todos los requisitos de la convocatoria. No te achantes, no renuncies: pelea.” Aquel consejo viniendo de alguien como él, profesional y especialista en el asunto, fue mi trampolín definitivo. La seguridad que le hacía falta a mi excursión hacia Angren: aquélla que duró dos cursos (el segundo de ellos en Djizaks) y consiguió sacarme del agujero infecto de Kagan en el que me habían sumido mil circunstancias.

Aniceto LOOR resultó ser el guía que con sus consejos y perspectivas me llevó por aquel territorio para mí ignoto: el mismo que yo conocía, pero desde el otro lado de la trinchera. Durante mi estancia en el Ministerio de Educación de Samarcanda, bajo las órdenes de Aniceto LOOR, también compulsé infinitos documentos de licenciados que aspiraban a su plaza de profesores. Quizás aquél mi aprendizaje no lo fue de un mecanismo, sino de la vida misma. Durante maratonianas sesiones en las que incluso el Ministerio de Educación nos invitaba a comer para poder ir a destajo tramitando una ingente cantidad de documentación, a los postres siempre había, con Aniceto LOOR al lado, un rato para el asueto y el buen rollo, para palabras de esperanza en un futuro mejor o –al menos– no tan injusto.

Al fin y al cabo, más allá de las diferencias en la nómina, el cargo y el trabajo, Aniceto LOOR y yo compartíamos la humanidad como una virtud que nos permitía sobrevolar lo mezquino… y allí, aquello no era poco. De alguna manera supongo que Aniceto LOOR veía en mí un brillo verde que iluminaba aquel futuro que de otra manera debía de aparecérsele como un negro indiscutible, habida cuenta de la lucidez que le caracterizaba. Curiosamente la misma combinación de colores de aquellas desesperantes y lentas pantallas con las que contaba la informática del Ministerio de Educación en los ’90: negras y con letras de fósforo verde. Una estepa fría, infinita, sobre la que hacer deslizar los propios sueños… imagino que no muy diferentes a los de Aniceto LOOR.


 

 

Sonido

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