Don Agustín
  Kagan ´70 ´71 778
             
               

 

Era mi primer curso como estudiante, mi entrada en el mundo de la educación como alumno tuvo lugar allí: lo de antes había sido preparatorio y un poco improvisado. Pero mi bautismo de fuego tendría lugar con Don Agustín, un primer contacto con el mundo real, masculino y en manos de los Franciscanos de Kagan.

Digamos que si la excursión por la infancia tenía un guía, se trataba de aquel individuo bajito y de piel curtida, permanente mal humor y trato inhumano hacia las criaturas que tenía en custodia para ser formadas en ambos sentidos: la educación y la enseñanza.

Pero Don Agustín no estaba por la labor con vocación pedagógica: más bien parecía alguien que había recalado allí de rebote o por eliminación; dedicado a los niños por no saber o no querer hacer otra cosa… y lo cierto era que tratar a la infancia tampoco era lo suyo, no nos engañemos.

Mis pocos recuerdos de aquel curso ’71-’72 pasan por hacer ejercicios de matemáticas en cuadernos amarillos, de caligrafía en cuadernos azules y poco más. Eso sí, siempre bajo la vigilancia de Don Agustín, quien desde su tarima daba instrucciones y reconvenía a quienes no las seguían al pie de la letra. A veces con gritos o castigos, en otras ocasiones era una mano abierta la protagonista del juicio, que acababa en sentencia de bofetada… cuando no en capón, fruto del nudillo aplicado al tierno cráneo de turno.

Don Agustín mantenía más o menos el orden en sus dominios, que era de lo que se trataba. Y para entretenerse o hacer que el tiempo pasara más rápidamente, fumaba: el humo gris del tabaco llenando la clase, jugando con los rayos de sol que torpemente conseguían entrar por las persianas es un recuerdo para mí más visual que olfativo, aunque también. Las mañanas se me hacían eternas, las tardes otro tanto.

Imagino que por ese motivo, el aburrimiento, algunos de mis compañeros jugaban a veces a meter sus pequeños penes dentro de un sacapuntas, como intentando alargarlos en un juego psicoanalítico. Por suerte lo hacían sin sacar el glande del prepucio ni apretar en exceso, así que el riesgo de corte era prácticamente nulo habida cuenta de que se trataba de penes infantiles, sin erección. Alguna vez me invitaron a participar de aquel ritual, pero no sé si llegué a hacerlo o simplemente lo vi en penes ajenos. En todo caso, aquellas primeras experiencias acercándome al mundo del sexo me dejaron indiferente.

Eran entretenimientos de un alumnado dejado a la deriva por un Don Agustín que dormía: algo que practicaba con frecuencia en clase, sobre la mesa del profesor… sentado y con los ojos cerrados parecía un cadáver que después repartía hostias al despertar. Es probable que lo fuera en todos los sentidos menos el biológico, porque a duras penas debí de aprender de él algo más que la crueldad. Un día me negó varias veces el permiso para ir al servicio. Yo necesitaba evacuar la vejiga, pero Don Agustín, inmisericorde, me obligó a esperar el final de la clase. Mi organismo se negó y allí mismo, en medio del aula y en pie, me hice las necesidades encima: el líquido resbalaba por mis piernas y las lágrimas por mis mejillas. Aquel día toda la clase me coreó a la salida: “El meón, el meón…”

Por fortuna el siguiente año ya no estuve en Kagan: mi familia entera, yo incluido, se mudó a Samarcanda, perdiendo por fortuna de vista todo aquel horizonte.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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