Mariano

MAMÓN

Samarcanda

´83

876

             
               

 

Así era la caspa elevada a categoría ontológica: en Samarcanda Mariano MAMÓN era considerado un prohombre, de ésos que hacen progresar la sociedad. Visto así, en frío, suena a broma pesada; pero es que aquello era algo que llevaba en caliente mucho, pero mucho tiempo: más de 40 años.

La figura de Mariano MAMÓN no era más que un símbolo, una herramienta de cómo desde una élite, la del poder, puede llegar a ser sojuzgada toda una sociedad con sus millones de habitantes. Mariano MAMÓN era un empresario, nada más… podría aducirse. La primera parte de la frase es cierta, pero la segunda, ése “nada más”, lleva de contrabando un colaboracionismo que muchas veces por omisión resulta para los indefensos ser más perjudicial incluso que la dictadura militante, ejercida abierta y descaradamente.

Con su complejo compuesto por hotel, camping y piscina, Mariano MAMÓN resultaba ser un emperador de las finanzas: porque cualquiera que pretendiera pasar por Samarcanda para negocios o placer, encontraba en todas partes la referencia de aquel hotel, con las estrellitas correspondientes. Además era el lugar obligado de suficiente alcurnia para quienes vivían en la ciudad y pretendieran demostrar su clase sin posible discusión, su nivel de vida.

Por todo esto Mariano MAMÓN era mucho más que un jefecillo deambulando por su imperio: resultaba ser la personificación de una manera de entender la vida… o lo que viene siendo lo mismo, la prosopopeya de la tiranía. Complacido además en realizar aquella tarea que se había autoimpuesto: la de vigilar constantemente a los empleados que de él dependían. Haciéndolo como si de esclavos se tratase; bien sabían todas las partes implicadas que una palabra suya, de Mariano MAMÓN, bastaría para condenarles al despido.

Sin remisión, aunque se tratara de arbitrariedad o injusticia, como ya había ocurrido muchas veces y era de dominio público; porque los tribunales correspondientes que habrían de resolver en caso de conflicto laboral, de recurso por parte del muerto de hambre de turno… pues estaban compuestos por togas que a la hora de comer, con frecuencia estaban colgadas en los percheros de aquel restaurante. Recalaban así en aquel lugar de universal renombre y archiconocidas exquisiteces.

Por eso Mariano MAMÓN paseaba cotidianamente, orgulloso de tenerlo todo bajo control, atado y bien atado, jugando a ser detective a la búsqueda de criminales que atentaran contra sus intereses: los únicos que él consideraba legítimos. Los años iban haciendo mella en su cuerpo… por eso Mariano MAMÓN, armado de una paciencia propia de profesor a la vez que padre, había ido aleccionando a sus vástagos: para que pudiesen dar continuidad al imperio. Éste, así, perduraría en el tiempo y la memoria colectiva… ¡un sueño propio de alguien como Mariano MAMÓN, orgulloso de su obra! Aunque no lo parecía, porque el gesto avinagrado y cascarrabias lo ocultaban con pericia; a fuerza de representar aquel papel, había acabado convirtiéndose en un auténtico ogro… si no es que ya lo era antes de manera vocacional. Aquel desfile previsible de imprevisible itinerario: el del cuerpo de Mariano MAMÓN arrastrándose por las mazmorras del castillo de sus posesiones… para los empleados era como un gato gordo, torpe y viejo, a la búsqueda de ratones que devorar. Yo me encontraba en la plantilla durante aquel verano del ’83, así que pude experimentar en propias carnes cuanto narro.

Contemplar in situ a los empleados avisándose entre ellos de la cercanía de Mariano MAMÓN, utilizando señas como puedan hacerlo los jugadores de mus, recordaba entrañablemente la mítica solidaridad entre quienes comparten el incierto destino de ser compañeros en un campo de concentración.

 

 

 

 

Sonido

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