SAMARCANDA

SA - 1.1.

Generalidades

maracandesas

familia

1973

079

 

 

REFLEXIÓN PREVIA

La familia heredada: si no nuclear, al menos radiactiva. ¿Trampolín o lastre? Indiscutiblemente, condición necesaria de posibilidad para la existencia. Pero hacer de la necesidad biológica un troquel educacional, un molde casi inevitable por los condicionantes que comporta ¿no es ya una maldición?

Para pasar del lastre al trampolín, en su condición de marco la familia nuclear tiene que ser un elemento que voluntariamente se aparte de la vida del individuo: por necesidad de supervivencia. Sin esperar a que sea éste quien tome la iniciativa: por comodidad o vagancia, por mínimo esfuerzo… muchas veces no lo hará. Conocemos casos a cientos, anclados por lo general en criterios de comodidad económica o necesidad provisional. Sin embargo, resulta tan absurdo como perpetuar en el tiempo lo que ya ha perdido sentido cronológico por motivo del devenir.

Muchas veces estará cargado de nostalgia y lo disfrazaremos con la belleza de un vintage atemporal… pero en el fondo es como conservar la costumbre del retrete en el patio, ahora que los inodoros ya son parte del domicilio.

Por incómodo que parezca, la separación de la familia heredada resulta imprescindible para las dos generaciones que coinciden en el tiempo: en caso contrario se anquilosan costumbres, se enquistan repeticiones, se abandonan iniciativas… redundando con ello en perjuicio de todos los implicados, porque de no separarse pasarán a convertirse en una instantánea proyectada constantemente. La contradicción de un dinamismo sólo aparente: 24 imágenes por segundo… cuando las 24 son la misma.

Aguantarme a mí tiene mérito, pero aguantar a mi antigua familia… no se paga con dinero.

FAMILIA NUCLEAR

¿Acaso debo agradeceros que me hayáis alimentado, si era comida envenenada, si estaba rellena de un plomo que me impedía levantar el vuelo? Perpetuar artificialmente, antinaturalmente una situación por comodidad o egoísmo, haciendo caso omiso y oídos sordos a los cuatro vientos que giran locos entre cuatro paredes… ¿acaso es perdonable?

Nos recuerda inconscientemente la atracción de los tentáculos con los que el pulpo acerca la presa hasta el agujero negro de su boca… Hay quienes a eso lo llaman una familia unida “como una piña”: pero sólo es la versión extrauterina del feto que transcurrido el tiempo natural de gestación… continúa en el interior de las entrañas maternas.

Redefinir el Universo desde una axiomática simple: quienes no compartan el punto de vista monolítico, de familia nuclear, quedan fuera… simplemente no existen. No se trata de “estar conmigo” o “estar contra mí” como disyuntiva exclusiva. Más simple: si no estás conmigo, dejas de existir.

Así era el planteamiento familiar de aquel núcleo con dispositivo de relojería: al menos para mí[1] resultaba así… sólo que se vendía de forma amable, disfrazado con la máscara del cariño.

Podrá parecer muy tierno, pero acaba devorado por sí mismo, fagocitado por el organismo: en lugar de crecer, a partir de un determinado instante empieza a consumirse, autodevorarse. Paradójica y alegóricamente así fue mi nacimiento biológico: en palabras de Paquita Madre, fui concebido a finales de enero, pero no nací hasta principios de diciembre.

Salir de la familia en la que uno nace es empezar a formar otra: aunque sea unipersonal. Invertir este proceso raya la patología… esperar a tener alguien con quien compartir ese proyecto, ya está contaminando y condicionando sobremanera el futuro.

He sido pobre sin darle importancia al dinero… ¿acaso no es éste el secreto para llegar a ser rico?

La heredada y la elegida… ¿por qué las dos se llaman familia, si son tan distintas? Una impuesta, la otra libre: incluso los hijos son elegidos, como los labios que dibujan la mano de Cortázar en el capítulo 7 de Rayuela.

Continuar infinitamente la cadena de la vida es reconocer las propias limitaciones. Algo que resulta desafecto a las mentalidades pacatas: aquéllas que, creyendo en omnipotencias ajenas… acaban pensándose omnipotentes ellas mismas.

FOTOMATÓN DE UNA FAMILIA NUCLEAR (HEREDADA):
LA MÍA

Uno por uno, aquí va el retrato de mis cuatro compañeros de camarote durante la travesía de mi niñez, que[2] compartimos en su día.

Ellos, ignorando deliberadamente cualquier sanidad mental, continúan a bordo: alguno ya ha fallecido, pero no por eso deja de ocupar la nave… El resto se empeña en velar artificialmente un espíritu que como es lógico y natural hace muchos años que ya se ha ido… bastante antes de morir.

Retrato de familia

Valentín Padre Paquita Madre Valentín Hermano Marilín Hermana
Virtudes: Virtudes: Virtudes: Virtudes:
-Tolerancia. -Espíritu de sacrificio. -Versatilidad. -Jovialidad.
-Capacidad de trabajo. -Capacidad de trabajo. -Sensibilidad. -Cariñosa.
-Libertad. -Generosidad. -Firmeza. -Vitalista.
-Refuerzo positivo. -Comprensión. -Compañerismo. -Positividad.
-Respeto. -Vitalismo.  
Defectos: Defectos: Defectos: Defectos:
-Introversión. -Irrealidad. -Incapacidad vital. -Superficialidad.
-Humor cambiante. -Disfrutar el momento. -No hace caso al resto. -Materialismo.
-Incomprensión. -Egoísmo. -Egolatría. -Gregarismo.
-Incomunicación. -Ansias de aparentar. -Desajuste realidad. -Exceso de sentimentalismo.
-Pasotismo. -Desmesura. -Fatalismo. -Impotencia.
-Prodigalidad.        -Irascible, colérica.

PINCELADAS

Unas pinceladas, amables para la vista: sin llegar a pintar un fresco absoluto, hiperrealista[3], aquí van unas ligeras pistas que no pretenden ser exhaustivas, sino sugerentes. Para que la intuición del espectador construya el contenido del mensaje… su propia y particular imagen mental a partir de los indicios.

Primera

No recuerdo exactamente cuántos años tenía yo entonces… alrededor de 10, con toda probabilidad. Durante un fin de semana estuve ayudando a Valentín Padre en una tarea tan metafórica como significativa.

Por aquel entonces trabajaba como representante comercial de alimentación y bebidas, recorriendo infinidad de tiendas que gracias a su trabajo podían cursar los pedidos. No sé qué circunstancia llevó a que llegara a manos de Valentín Padre una oportunidad fácil de ganar dinero extra: sólo tenía que cambiar el precio de unas chocolatinas para venderlas un poco más caras y obtener así el beneficio.

Ir sacando de la caja una a una las chocolatinas Sanchito, cuyo envoltorio plateado tenía por fuera otro, de color rosa decorado con un Sancho Panza simpático, a lomos de un rucio.

Junto al dibujo estaba puesto con un sello de caucho, en color morado, el precio (creo que era el equivalente a 2 céntimos de euro). Se trataba de ocultarlo y para eso teníamos otro sello: éste como una especie de sol. También había que impregnarlo en la misma tinta morada del anterior, para que no se viese el precio antiguo y a continuación poner el precio nuevo: 3 céntimos.

Nada extraordinario en lo que se refiere al monto total del negocio… como tampoco a la tarea que había que realizar. Tan sencillo como eso: para mi aprendizaje del funcionamiento del mundo del comercio al detalle, aquella experiencia fue determinante. Durante ese fin de semana ayudé a Valentín Padre, pero también aprendí algo que el paso de los años vendría a corroborar de mil maneras distintas. Lo inmediato de la vida, lo superficial y fungible, lo relativo del día a día.

Segunda

Serían aproximadamente 12 los años que yo tenía… por aquel entonces era muy aficionado a jugar al fútbol, me pasaba horas (mañana o tarde) en el patio de los Franciscanos dándole patadas al balón, hasta llegar a casa sudando y hambriento.

Tanto es así que incluso algunos fines de semana iba con mis compañeros de colegio a jugar contra rivales escolares de nuestra misma categoría. En una de esas ocasiones, un sábado por la tarde estábamos convocados para jugar contra otro colegio en el campo que había en la carretera que más tarde sería la que llevaba hasta el chiringuito Ka[4]: no más de media hora caminando, pero a esa edad aquélla parecía una distancia prohibitiva. En todo caso, recorrerla en grupo no resultaba tan aburrido: charlas y entretenimientos no faltaban…

No sé qué ocurrió, pero llegué tarde a los Franciscanos y el grupo ya se había ido, sin esperarme. Para mi desencanto, estaba solo y no me atrevía a ir hasta aquel lejano paraje: no desconocido, pero tampoco familiar. No sabía a ciencia cierta si podría encontrarlo solo… así que finalmente no fui, me quedé en el patio de los Franciscanos, jugando y enredando el tiempo: matándolo.

Cuando hubo transcurrido el suficiente para hacer verosímil que el partido ya había acabado… entonces, mientras estaba oscureciendo, me volví para casa sin contar lo sucedido. Mientras me daba el baño ritual de cada sábado, Paquita Madre me preguntó por el partido. Le contesté que muy bien, que habíamos empatado a 3… “¡Bueno, no está tan mal!” –me dijo.

Aquello era la prueba de fuego para mi trola y la había superado sin dificultad. Ahí terminó la anécdota, aunque no del todo… el lunes, cuando volví al colegio, me enteré de que el resultado real fue que habíamos (habían) ganado 5-0. Nunca mejor dicho, una victoria pírrica… al menos para mí, porque jamás pude llegar a contárselo a Paquita Madre: para eso tendría que haberme confesado mentiroso.

Tercera

“La hora de la depresión” la llamaba cuando adolescente, recién amanecido a una juventud de incomprensión. El día había pasado sin pena ni gloria: amorfo y amenazante en una recurrencia, la suya, tan gris como vacía. Las 9 de la noche: antes de cenar y aceptar oficialmente la derrota de puertas adentro, crónica de una vida insulsa… vacío en esencia e impotencia.

Cuarta

Más adelante en la saeta temporal, sumido en el abrazo de experimentos vitales ajenos a la familia. Aquellos días enteros en la cama, pasando la resaca como quien pasa una gripe… ¿eran tiempo perdido o invertido? En todo caso, la inserción de un mundo exterior a ese núcleo… constatar que sí, efectivamente, el mundo exterior existía.

Esto dotaba al conjunto de un carácter ciertamente esquizofrénico, como un espejo roto. Conjugar las dos vidas resultaba de todo punto imposible… al menos en el mismo plano de la conciencia. Y la distancia entre mentalidades generacionales hacía de todo aquello una bomba de relojería. Sólo siguiendo[5] la onda expansiva, siendo la metralla arrojada al exterior por la explosión que era simplemente la plasmación de la imprescindible fuerza centrífuga… sólo así podía tener solución aquella irresoluble cuestión.

Finalmente, con el paso de los años… las cosas adquirieron su lugar natural, lejos de cualquier débito psicológico pretendidamente cohesionador de un núcleo. Si la mía era familia nuclear, sin duda era debido al estallido, no a su centro.

AUTOPSIA

¿Casualidad? ¿Predestinación? ¿Prueba divina? ¿Capricho de un devenir incognoscible? En realidad el motivo resulta secundario al hecho, el motivo o la causa quedan ensombrecidos por las consecuencias de algo tan objetivo como inevitable, como determinante de mi existencia. Nací en una familia de cojos, con todo lo que esto significa.

Cualquiera que a lo largo de su vida haya encontrado a personas con esta característica, sabrá sobradamente que en general se caracterizan por tener un carácter hosco: si no en lo exterior, como mínimo en su fuero interno. Poseen un resentimiento hacia la realidad completa. El poso último que late en los hechos o motivaciones tiene esa huella casi indeleble que marca todos sus actos con una especie de firma oscura, negativa, como buscando un equilibrio que la realidad les ha negado: una justicia que sólo está en su imaginación.

Pues bien: nací en una familia mala. Pero no por tener maldad, es decir, capacidad o determinación para hacer el mal. Seguramente les habría gustado, pero carecían de semejante “virtud”. Era y es –en cambio– una familia mala, pero mala por provocar malicia. Determinación de realizar actos encaminados a distribuir el mal, pero en la mayor parte de los casos por ignorancia.

Incapacidad de medir el alcance, las consecuencias o los resultados de una actitud negativa que ellos consideran justa. Que responde al mismo criterio de la justicia que podría tener un cojo: pensar que sólo haciendo coja a la Humanidad entera, las cosas en el Universo recuperarían el sitio que les corresponde.

Es cierto que he sido lento de reflejos para apercibirme de tan importante y grave circunstancia, que he tardado muchos años en descubrir cómo encaja todo en mi pasado cuando se le aplica este parámetro: así los hechos se clarifican por sí mismos.

Entre mis recuerdos familiares, cuando niño, destaca sobre todo la cojera de Lucas Tío: voluntaria, decididamente elegida como forma de enmascarar la cobardía. El egoísmo, la decisión de su interés por encima de todo. En fin, un cojo voluntario que decidió cortarle las alas a su vida, buscar la comodidad de ser una carga para los suyos.

Otro de los recuerdos familiares es el de Martín Tío. Desconozco el origen y motivos de su cojera, pero recuerdo perfectamente las consecuencias de la misma: era sumiso, dependiente y aparentaba siempre buen humor, quizás para esconder la amargura de su frustración vital.

El tercero y más cercano, el más vívido de todos, es el de Anastasia Abuela. Era tuerta, lo que significa ni más ni menos ser coja de la vista. Su presencia en mi vida fue intermitente hasta el ‘75, año en que murió Merlín Abuelo y ella vino a vivir a casa de mis padres.

Hasta mis 11 años para mí sólo era una referencia veraniega; más tarde, durante una temporada, siguió viviendo sola en Kagan, pero posteriormente Lucas Tío dejó de relacionarse con ella y con Paquita Madre. Tras esa temporada Anastasia Abuela vino a vivir definitivamente con mis padres, aunque algún verano yo iba con ella a pasarlo en Kagan.

Después, más o menos a partir del ’80 y hasta su muerte, la presencia de Anastasia Abuela fue constante en mi vida. Ahora reflexiono y se me aparece inverosímil no haberme dado cuenta de su influencia sobre Paquita Madre y por tanto sobre la vida que llevaba la que a la sazón era mi familia.

Su carácter, sus alas “protectoras” sin duda fueron determinantes sobre mi núcleo familiar. Los valores que encarnaba eran todos lejanos de la empatía. Un caparazón enfermizo aislaba aquella casa del resto de la Humanidad.

Quienes lo contemplaban desde fuera hacían una interpretación benévola, como si se tratase de una piña tradicional de protección absoluta, como si fuera una familia al estilo clásico: indestructible, sin fisuras… o encarnara de manera amable la educación enseñando la diferencia entre “hacer la cama” y “apañarla”. Pero la realidad era bien distinta: el comportamiento era similar al de una secta.

Aceptar sus normas de funcionamiento, los valores imperantes en aquella casa… era la condición indispensable para poder ser admitido en ella. Sólo el paso del tiempo me ha permitido comprender objetivamente los hechos. Sólo a partir de acontecimientos clarificadores he podido sustraerme al poder inhumano y arrasador de semejante malicia.

Incapaces, en fin, de evaluar las consecuencias de sus actos, pero no por ello menos causantes. Incapaces de sentir el dolor que provocaban en los demás, pero no por ello menos culpables. Ni siquiera jurídicamente se verían atenuados, porque su intencionalidad permanecía intacta: con ello pensaban que contribuían a devolver la realidad a un estado de justicia que en esencia sólo era SU justicia, una forma de venganza. Una justicia coja.

Seguramente ellos querían construir un refugio, pero les salió una cárcel. Es posible que los añejos barrotes pervirtieran su función hasta la asfixia. ¿Involuntario o inconsciente? Menudencias, porque el paso del tiempo, el cambio de circunstancias trajo una verdad mayúscula: no querían ver su error y eso mismo lo magnificaba. Cuanto más pretendían protegerme, más me encarcelaban. El resultado final sólo podía ser la fuga, propiciada por una distancia que me otorga además perspectiva. Ellos se empecinaban en una rancia visión intolerante: llegaron incluso a declarar la guerra desde su verdad, para ellos incontrovertible. Estaban enfermos, lo que en absoluto les disculpa. Poner tierra de por medio era finalmente el único modo de evitar el contagio.

Como familia heredada que me tocó en la lotería del árbol genealógico, puede decirse sin lugar a dudas que es una familia con cojera metafísica, por llamarlo de una forma inteligible para el común de los mortales. Además de eso, de forma infatigable ha pretendido extender sus tentáculos enfermizos hasta mi familia real, la elegida y construida por el esfuerzo conjunto de quienes la formamos: en primer lugar mi mujer y –cronológicamente en segundo– mi hijo.

Por este motivo, en el ’99 termina mi vida tal como la había conocido hasta entonces: impregnada como estaba sin duda por unas sustancias tóxicas[6] que me habían provocado un malestar sólo comparable a la asfixia, pero de las que finalmente me libré… Como también del síndrome de Estocolmo: gracias a mi nueva vida, en realidad un salvavidas. Desde el ’99 amanece una vida como proyecto, un proyecto como vida.

El de reinventar, reconstruir la realidad completa a partir de los escombros heredados. A pesar de todo, dejando abierta la puerta para posibles rectificaciones que de hecho jamás se han producido. Esto sólo viene a demostrar dos cosas: primera, que jamás caerán del burro quienes ni siquiera saben dónde se encuentra éste; segunda, que ha sido un tiempo absolutamente perdido. Lo que soy no es “gracias a” sino “a pesar de” su influencia en mi vida. Familia heredada, cárcel garantizada.

Desconfiad de quien ostente cosas inmutables, porque este mismo consejo no lo es: la paradoja del intocable. Por lo general se tratará de cosas preexistentes, que han sido intocables mucho tiempo. Por eso mismo, no puestas en cuestión.

Una de las paradigmáticas es la familia. Pocas cosas hay más escondedoras, más capaces de disfrazar o manipular impunemente los valores y los hechos hasta convertirlos en su contrario. La familia, como el clan, la patria, la raza… son el germen de todos los conflictos, porque chocan ante cualquier aspereza: incluso la de cada uno buscándose a sí mismo. La única forma que conocen de autoafirmarse es negando todas las alternativas. Aunque sean pacíficas, las convertirán en conflictos sólo por alcanzar el objetivo de vencerlas.

En pocos lugares como en la familia se cumple mejor la foucaultiana de que toda relación humana es una relación de poder o al menos la esconde. La familia, como cualquier otro de los conceptos citados, hay que ponerlo en cuestión. No negarlo, sino someterlo a juicio. Para ello nada mejor que la comparativa, la relatividad con la que evaluar el conjunto de la realidad toda.

Quien no abandona esa fácil y blanda herencia, quien no es capaz de volar sin lastre hasta alcanzar la suficiente perspectiva para replanteárselo todo, se decide por la inmadurez: esa situación que a fuerza de ser siempre provisional acaba convirtiéndose en definitiva, se enquista en la existencia hasta que sólo queda el recurso de la amputación.



[1] Ahora lo sé, puesto que puedo interpretarlo objetivamente… no entonces, contaminado por un idioma excluyente que se identificaba con la realidad misma de forma interesada y partidista. Dejaba fuera del horizonte cuanto no encajara en su paisaje autoritario.

[2] Prolongada más de lo deseable y natural.

[3] Más propio de otras épocas de la Historia del arte, que partían de la incapacidad del espectador para construirse la realidad a partir de unas pinceladas.

[4] En aquellos tiempos aún no existía.

[5] Aunque pausada e inconscientemente.

[6] Al menos metafísicamente.

 

 

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