Paquita

Madre

 Samarcanda

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Durante muchos años Paquita Madre estuvo fingiendo, representando ante sí misma un papel del que se había autoconvencido previamente. Había adquirido la habilidad de interpretarlo y lo había construido a su medida. Para sus propios ojos, Paquita Madre era la madre ideal[1]. Modernizada y tolerante para lo necesario, pero intransigente para lo imprescindible. Construyó un papel a su medida, cortado como patrón bajo una ideología autoritaria. Para ejercer como tal necesitaba un marido complaciente o sumiso y unos cachorros confiados.

Con respecto a lo primero, Valentín Padre había mantenido durante algunos años la compostura. Pero cuando llegó la época en la que perdió su trabajo la cosa cambió radicalmente. Yo tendría más o menos 12 años cuando Valentín Padre pasó a formar parte de ese contingente social que constituyó la generación perdida laboralmente hablando, tras la dictadura. A falta de formación adecuada o estudios de ningún tipo, quedó encallado en una pinza laboral que le abocó al fracaso. Y fue parado de larga duración… de hecho, hasta la jubilación.

Aquella situación fue el momento ideal para desarrollar la planificación más o menos premeditada que tenía Paquita Madre. Desde aquel instante ejerció el papel de cabeza de familia, gracias a economías tan domésticas como sumergidas. Extranjeros a pensión completa compartiendo el domicilio con nosotros y distribución casera de productos a domicilio (belleza y limpieza[2]) fueron las claves del nuevo orden familiar. Esto dejaba a Valentín Padre en una situación tan cómoda laboralmente hablando como incómoda familiar y socialmente.

Ni más ni menos fue un golpe de estado a nivel de familia nuclear. Para Valentín Padre quedaron: el refugio de trabajillos en negro a tiempo parcial[3]… y la salida de la desconexión por la vía del alcoholismo[4].

Bajo esta perspectiva Paquita Madre era quien realmente llevaba el peso del hogar, mientras que Valentín Padre poco a poco arrinconado, sin voz ni voto… pasó a ser un estorbo imprescindible. Con su consentimiento implícito y resignado.

Era la época en la que Paquita Madre lo hacía todo. Su gran obra se había convertido en ser la cabeza visible de la familia. Por tanto su criterio era el válido, saliendo así a relucir la herencia autoritaria que había recogido de su madre, Anastasia Abuela. Pero además, al ser incontestable económicamente hablando, se había arrogado una validez vital que en realidad no tenía base. Era una artificialidad traída por los pelos. Paquita Madre para sí misma representaba la perfección en el curso de la vida cotidiana, capaz de hacerlo todo y además bien[5]. Acabó forjándose la idea de que el mundo era ideal por ser obra suya. Si algo chirriaba en todo esto, era porque el mundo se equivocaba al no reconocer nuestra valía… por otra parte un dogma, corolario de autosatisfacción con su obra. En definitiva: nuestra incapacidad para la supervivencia normal en el entorno no era en absoluto responsabilidad suya, sino que el mundo estaba equivocado.

Así, durante un tiempo que fue eterno, Paquita Madre llevaba el hecho de ser cabeza de familia con más satisfacción que sacrificio, casi con orgullo… Valentín Padre no tenía fuerzas ni argumentos para contradecirla… y los hijos estábamos bajo la complacida influencia de este síndrome de Estocolmo. Ni siquiera nos considerábamos secuestrados; muy en la línea del consejo de Paquita Madre, quien siempre nos había aleccionado con la frase “No te signifiques” como forma de supervivencia… pasar desapercibidos, permanecer en el gris anonimato. Más bien creíamos ser una familia feliz en la que el padre mea fuera del tiesto. Con disfraz de confidencia, Paquita Madre iba tejiendo la conspiración… contra Valentín Padre, con nosotros.

Resulta evidente que en estas condiciones una familia puede sobrevivir. Simplemente dejando de lado como imposible el problema de un padre ninguneado, que sólo sale a relucir durante las veladas navideñas. Como suele ser tradición en las familias mal avenidas. También parece indiscutible que obviar los problemas no contribuye a resolverlos, sino que los posterga sine die.

Así, en una situación definitivamente provisional, parece que es necesario tolerar todos los defectos que confluyen en el hogar. Sobre todo para no romper un equilibrio tan precario como aparente: un castillo de naipes.

En definitiva, la gran obra de Paquita Madre fue ésta. Arrebatarle a Valentín Padre las riendas de la familia y dirigirla como ella quería[6]. Siempre se ha sentido orgullosa de ello, ser la salvadora del núcleo familiar. El tiempo ha venido a demostrar su incapacidad para soportar otros puntos de vista, otras maneras de entender la vida que no sean la suya. Cuando me marché del paraguas de protección envenenada que para mí significaba Samarcanda, le resultó imposible soportarlo y me condenó al exilio: a la libertad. Aunque pasaron años antes de que la situación se aclarase[7], finalmente escapé de aquella cárcel que durante tantos años se había fraguado para mi condena.

Paquita Madre no se imponía cortapisas ni siquiera a la hora de mostrar sus preferencias sobre mi futuro. Para ella éste sería perfecto si estaba unido al de Dolores BABÁ[8]. En fin, decir simplemente que en aquel papel que Paquita Madre se había construido para la representación de la comedia cotidiana, todo encajaba a la perfección. Cuanto no podía evitar en mi comportamiento, acababa tolerándolo para evitar enfrentarse conmigo. Dando así como resultado una carencia educativa indescriptible, inclasificable.

Bajo la aparente tolerancia se escondía la impotencia, disfrazada de respeto por la diferencia. Anteponer el buen ambiente a la justicia en la educación, el desentendimiento a la conciencia crítica. Éstos eran los dos grandes secretos de Paquita Madre para la paz en la familia.

El panorama descrito llevaba de cabeza a una convivencia de cartón-piedra. Pacífica sólo en apariencia, pero con una infinidad de conflictos en su seno. Imposibles de ser resueltos bajo este planteamiento. De ahí que el paso de los años sólo sirviera para ir haciendo paulatinamente más irreconciliables las posturas, enquistadas cada una en la suposición de su propia validez.

El único diálogo posible era el más vacío, aquél que dice que cada uno tiene su opinión… sin ir más allá, sin contrastar ni discutir criterios. ¿Acaso es diálogo o solipsismo disfrazado? La convivencia ¿tiene que partir de la validez universal de todos los puntos de vista? Si así fuera desaparecería el progreso, el avance, la mejoría. Se trataría de una instantánea tan perfecta como inmóvil.

En el imaginario de Paquita Madre ése sería el ideal, porque no habría conflicto. Así no tendría que dar su brazo a torcer, pero renunciaría a la posibilidad de perfeccionarse. Estática como el insecto atrapado en el ámbar.




[1] La que ella nunca había tenido.

[2] Paquita Madre era representante de cremas de belleza. No sé cómo podían comprárselas estando yo en casa: la prueba científica de su ineficacia.

[3] Como oficinista… y además, con un primo de Paquita Madre.

[4] De vino barato por bares de barrio.

[5] Para su propia vista, claro. Ausencia de autocrítica e imperio del pragmatismo.

[6] Imagino que si las circunstancias hubieran sido distintas, el conflicto entre Valentín Padre y Paquita Madre habría estado servido.

[7] Y sólo lo hizo por el imperativo ineludible de circunstancias concretas, nunca por afán de clarificación.

[8] Para Paquita Madre ¡claro! era la perfección conyugal con la que siempre había soñado emparejarme: alguien con quien ampliar la red de su poder.

 

 

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