Valentín 

Padre 

     Samarcanda

´64

 ´99

 692 MP

 
             

 

Valentín Padre era un niño de la guerra, nacido entre odios. Una excepción de amor que enseguida se ocuparon de acallar, asesinando impunemente a su padre, Bienvenido Abuelo, cuando él sólo contaba 2 años de edad.

Después vino la postguerra. Estéril, yerma para cualquier fruto que no fuese la imposición de intereses… Lejos lo humano, a una distancia insalvable. Así creció Valentín Padre, entre unas malezas que le impidieron ver la luz durante toda su existencia. Ese pequeño destello que regala la vida, llamado juventud… en aquella época no daba más fruto que la oportunidad de buscar, construirse una madriguera. Un lugar lejos del mundo, en otra dimensión humana, pero que necesariamente debía rodearse de ese infierno. La solución era refugiarse en el interior del hogar, cerrar la puerta y tener un paraíso único. Pero a Valentín Padre no le enseñaron a hacerlo y por sí mismo no sabía.

Su ensayo fue el matrimonio: la única posibilidad que quedaba en los ’60 dentro de la legalidad y las imposiciones sociales para poder construirse una vida más amable. Pero a veces el intento era fallido, como es el caso. Entonces no había vuelta atrás ni segundas oportunidades, sólo buscar una fórmula que permitiese la supervivencia, olvidando las utopías del amor perfecto[1]. A esto le llamaban madurar: resignarse a una vida que el protagonista no quería. Valentín Padre aprendió un lenguaje de no agresión.

Como aprendió también dos refugios que pudieran compensar el hiriente vacío de un corazón en barbecho: el trabajo y los hijos. Con ambos consiguió ir sobreviviendo algunos años. Después, como en tantos hogares, el trabajo se fue a finales de los ’70… para no volver más que en apariencia; remedos laborales para esconder la miseria humana. Los hijos crecimos, escapándonos a una comprensión inexistente para Valentín Padre en su momento[2]. Era un mundo nuevo que él no sabía cómo administrar, carente de formación y bajo el yugo represivo de Paquita Madre, omniabarcante.

Quizá si el carácter de Valentín Padre hubiese sido distinto, las cosas habrían ido por otros derroteros. Pero los condicionantes que marcaron su infancia le habían convertido en un condenado al envejecimiento y la soledad: por eso buscó aliado en un compañero que no le pedía nada a cambio de su refugio. Así fue como Valentín Padre aprendió a convivir con el alcohol, como si fuera simplemente una parte inextricable de su personalidad. Por eso siempre negó ser alcohólico, aunque a su alrededor las evidencias más que objetivas se presentaran como indiscutiblemente acusadoras.

Un deterioro paulatino y casi compatible con la vida cotidiana: porque los episodios que jalonaban su día a día, aunque muy sintomáticos, no dejaban de ser extemporáneos. Así iban pasando los años… casi como si no pasara nada. Un poco por convicción y otro poco por arrinconamiento, Valentín Padre desembocó en un ostracismo autocomplaciente. Por impotencia intelectual[3] acabó acostumbrándose al estado de las cosas. Casi aceptó su Destino. Sus ingresos económicos provenían del paro y alguna chapucilla como oficinista en horas sueltas[4] o cobrador a domicilio de igualas de un médico.

Imagino que para su mentalidad patriarcal aquella situación era humillante, de una resignación sólo comparable a la soledad en la que se sentía en casa: con Paquita Madre ejerciendo de “madre ejemplar”, aglutinando alrededor a sus hijos y casi poniéndonos contra el padre. A Valentín Padre el tiempo le llevó a aceptar su papel decorativo con soledad y resignación. Hacía la compra y pequeñas chapucillas domésticas, al servicio de los caprichos de Paquita Madre. En realidad no podría haber hecho otra cosa: sin formación, sin trabajo, sin amigos, sin dinero, sin familiares, sin recursos mentales… continuó con nosotros[5], pero no viviendo sino dejándose morir.

Para Valentín Padre la vida ya era sólo un callejón sin salida. Las circunstancias le habían ido conduciendo hasta allí con una complicidad cruel: la de Paquita Madre, que siempre vio en Valentín Padre a un enemigo, sólo por no comulgar con sus ideales. Así nos lo transmitió, implícitamente, durante muchos años a nosotros, los hijos.

Probablemente la distancia haya hecho que yo pueda evaluar con justicia y equidad el conjunto de tantos años. Quizá si continuara en la guarida que Paquita Madre había construido a su medida… pensaría de otra forma, mediatizado por ese Síndrome de Estocolmo.

Ahora, con el paso del tiempo y un criterio objetivo, hago ejercicios para ver el mundo con los ojos de Valentín Padre, para contemplarlo tal cual él debió de hacerlo. Esto me sume en una sensación difícilmente soportable. En la inacción que fue mi actitud en su día, latía el germen de un futuro que a buen seguro Valentín Padre no merecía. Apartado del mundo por su propia mujer, marginado dentro de su propia familia, condenado implícitamente a la peor de las soledades: la incomprensión, rodeado de gente. Exiliado, en fin, de la vida, pero dentro de su propia casa.

Valentín Padre no era perfecto, ni mucho menos. Pero tenía derecho a ser él, haberlo sido. Algo que Paquita Madre siempre le negó, amparada por nuestra complicidad inconsciente, proveniente de una mal entendida ruptura generacional.

¿Cuándo dejé de admirar a Valentín Padre? Probablemente con sus injusticias, aunque fueran puntuales:

1)          faltar a una cita es más que una informalidad cuando se trata de las ilusiones de un hijo pequeño

2)          enfadarse con un hijo (porque descubre tus fallos) y despreciar la Naturaleza, todo en un acto, nos dice que a veces mostrarse humano, con ser una imperfección, nos hace cercanos y dignos de ser admirados

3)          a los 20 años, una bofetada ya no sirve para imponer autoridad a un hijo. Sólo para alejarle de manera infinita.

Si rebusco al azar entre mi memoria infantil, aparecen algunos significativos

RECUERDOS DE MI PADRE

–Sus estridentes estornudos, su trompeta al sonarse.

–El olor ¡tan diferente! de su mierda, que me invitaba a no entrar en el mundo de los adultos.

–Un diálogo desenfadado para recordarnos la obligación de la higiene personal era: “Hay café… hay café… ¡hay que afeitarse!”[6]

–Su gesto supuestamente grave y trascendente durante las ceremonias (casi siempre religiosas).

–El rictus al fumar y/o beber guiñando un ojo con gesto agrio, de desagrado. Contraste ¡quizá por temperatura! con el placer que teóricamente degustaba.

Son tan anecdóticos como simbólicos. Preludio, germen de un tiempo que a Valentín Padre se le escapó entre las manos a pesar de su voluntad, de su deseo de que la vida fuera otra cosa. Generalmente crecer es ir aprendiendo un idioma. Si a esto añadimos que a nuestro alrededor también crecen otras personas y que no hay dos idiomas iguales, la comunicación acaba siendo una herramienta del tipo de las quimeras.

Vamos por el mundo, pasamos por la vida dando por supuesto que los demás nos entienden y les entendemos. Incluso que cada uno se entiende a sí mismo. Pero no es más que un espejismo.

A pesar de que Valentín Padre nunca contaba batallitas de la mili, Valentín Hermano y yo nos hicimos objetores de conciencia. Sólo alguna vez, extemporáneamente, nos regalaba retazos de su juventud: por ejemplo, “chapitú de baratillo”[7].



[1] Si es que alguna vez existieron como algo más que un espejismo: si no era perfecto, ya no sería amor.

[2] Mis padres: entre la ignorancia y el esmero. Yo, como niño, una chapuza.

[3] Falta de formación y una inteligencia que se había diluido en la normalidad.

[4] Con un primo de Paquita Madre.

[5] No entre nosotros. Ya se había ido construyendo su mundo particular, alternativo.

[6] En cierta ocasión, uno de los pupilos que hubo en casa, cuando le aplicó la misma fórmula, le contestó con una vuelta de tuerca ciertamente ocurrente. El diálogo quedó como sigue:

–Hay café. –¿En qué bar? –¡Hay café… itarse! –¿En qué bar… bería?

[7] Un juego de palabras obsceno, colocando las sílabas a la inversa. Lo que en Argentina se denomina “vesre”.

 

 

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