Arturo

Pub

 

 Samarcanda

´88

´94

223

             

 

Según decían cuando se inauguró el Arturo, habían utilizado un antiguo convento para hacer un bar. Entre otras cosas se comentaba que engañando a los monjes con diferentes excusas, para conservar así lo más auténtico posible el ambiente que habían albergado aquellas piedras. Para que perdurase en la atmósfera del local ese rancio abolengo transmitido por las órdenes religiosas durante siglos, ahora reconvertido en una supuesta sede liberadora del espíritu… para dar pedigree a esta nueva religión que es la versión contemporánea de las relaciones humanas con otros valores[1]: pero conservando el esqueleto inmortal.

El Arturo encarnaba eso. Muy probablemente para revestirlo con otra indumentaria de cara al público, había adoptado un nombre medieval y aventurero, menos religioso: pero sólo era una cuestión de marketing. En todo caso, el local permitía infinitas posibilidades: era tan amplio como para albergar conciertos, espectáculos, convenciones… y además contaba con la ventaja de estar aislado de los lugares habitados de los que se rodeaba, con lo que la versatilidad devenía casi libertad de actuación.

Techos altos, inmensos… la sensación era de estar en plena calle, pero al abrigo de cualquier contingencia. La barra del Arturo era gigante, por eso resultaba fácil conseguir un lugar desde el que pedir la consumición… aunque a veces tardaran en servirte. El ambiente solía ser de extranjeros + la gente del país que suele acompañarles (buitres y demás), pero también albergaba en su seno alumn@s de inagotables Facultades y grupos de lo más variado: casi siempre de una extracción social media-alta. El Arturo era, por decirlo de manera simple, un poco pijo.

Aunque allí pasábamos casi todos desapercibidos… cuando conseguíamos entrar, claro. Porque los matones de la puerta hacían una especie de selección natural[2] de lo más artificial y arbitrario. Las indumentarias y las poses eran mayoritariamente de gentecillas estudiantes de Derecho y similares: dicho sea sin ánimo peyorativo.

Sin duda, si procedías de fuera de Samarcanda el Arturo era un lugar para el recuerdo. Pero viviendo en Samarcanda ya era otra cosa, significaba incluirlo en el viacrucis nuestro de cada noche[3]. Yo iba al Arturo cuando había camarero conocido… o cuando un concierto inevitable era más importante que el sitio en el que tuviera lugar. Así conseguí superar mi alergia natural a aquella fauna: sublimando su presencia gracias al brillo de algún astro sobre el escenario.

Éste fue el caso que para mí ha quedado ya asociado al Arturo en la memoria. Sería allá por el año ’90, yo estaba con la cabeza llena de tangos a todas horas por mi dedicación casi enfermiza a la tesina… y en uno de esos fines de semana, tan desquiciados como invernales y maracandeses… el Arturo se llenó con los tangos del grupo Chulapos, que tocó en directo.

La noche fue histórica, pero el concierto no tuvo lugar en el escenario: ése sólo era la fiesta formal, lo convencional y establecido. El concierto real tuvo lugar durante los descansos. Entonces los componentes del grupo bajaban del escenario y venían hasta el pasillo oculto para el público en el que nos encontrábamos nosotros, ya esperándoles: Joaquín Pilla Yeska y yo. No recuerdo cómo, Joaquín Pilla Yeska se había presentado ante ellos con cualquier excusa y después: chupitos entre bambalinas, tangos cantados a capela allí, entre todos, entre risas. Aquel túnel parecía estar poseído por el espíritu tanguero venido desde alguna otra encrucijada espacio-temporal. Chupitos y tangos, risas y charlas. Cuando el público se empezaba a impacientar de nuevo, Chulapos al escenario y nosotros a la barra. Pero al siguiente descanso, otra vez al túnel (del tiempo).

No sé cuánto duró la noche… horas o eternidades, sería difícil encontrar una unidad adecuada para medirla. El Arturo contento, quizás era lo que había estado esperando siempre. Entre maitines medievales aguardando otras épocas.

Lo cierto es que para mí aquella noche resume su espíritu a la perfección, junto con otra anécdota (quizá sólo casual, pero que conservo en la memoria): una noche cualquiera, charlas amigables, buen ambiente entre colegas, junto a la barra. La copa que estaba en mi mano, grande y llena de cerveza, recién servida, de repente estalló. Cristales por todas partes y mi mano empapada, aunque no herida. Me resultaba increíble, pero a mi alrededor nada parecía extraño, no había aparente motivo. Me tranquilizaron enseguida: “a veces pasa”, me dijeron, “es por los cambios de temperatura”. No supe interpretarlo entonces como símbolo y a duras penas lo consigo ahora. Se me ocurren tantas causas (sobre todo esotéricas), que sería difícil enumerarlas: por ejemplo, el Arturo mostrándome así su rechazo, o el espíritu vengativo de algún monje recordándome que era un intruso en su terreno…

Podéis creerlo o no, pero: durante una de sus excursiones por Samarcanda, Mesy se hizo una foto en el Arturo tiempo antes de conocernos. En ella celebra la noche entre alegrías y gentes ya desaparecidas (al menos, de su horizonte); es posible que al fondo, desenfocada, pueda verse la figura borrosa de un individuo asombrándose de semejante ruptura…




[1] O los mismos pero hábilmente disfrazados.

[2] Una noche lo oí en directo: el portero le explicaba a un pobre paleto ebrio que quería entrar… una teoría según la cual el matón era el evolucionismo de Darwin personificado. El aspirante no suponía una mejora en la especie de los clientes, motivo por el que objetivamente debía quedarse fuera.

[3] Aunque muchas veces no… pero acabó saliendo del listado endémico por su propio peso.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta