Ayunas

Bar

 

Samarcanda

´82

´99

 565

             

 

Si entre semana era agradable y acogedor, los fines de semana el Ayunas se volvía insoportable: no cabía un alfiler, parecía la boca del Metro en horas punta. Generalmente ponían buena música, algo que acompañado de la decoración cutre de los ’60[1] hacía del Ayunas un garito casi familiar. Acogedor por poco pretencioso, agradable por el conjunto: era casi como ir al bar que uno mismo tendría si fuese del gremio.

A veces en la planta baja encendían la chimenea y adoptaba un arrullador y confidencial carácter, casi familiar: entre semana, claro. Las horas se marchaban contra la voluntad de todo el mundo, como una ley de vida que se cumpliera inexorablemente para convertirnos a todos en viejos amables, poco a poco.

La planta de arriba, al final de las escaleras, era otra cosa: una barra de comidas y bebidas. Bocatas de todo tipo y un montón de asientos, incluso había futbolines… aquello estaba enfocado más bien a lo que entonces era el rollo adolescente de los fines de semana. Cervezas y bocadillos para ambientar las pandillas que se juntaban a la tarde, practicando el ligoteo con desenfado. En esta barra llegó a trabajar una temporada Eugenio LEJÍA: comentaba cómo aprendió a insoportar a los niñatos, cómo descubrió que los más pijos son los que menos dinero tienen. Como solía decir, tan interesado en el tema, aquello era una lección práctica de Antropología, pero que por desgracia desembocaba en misantropía.

Al llegar la noche el ambiente del Ayunas cambiaba por completo[2], para abrazar a los espíritus inquietos que, escapados de las Facultades, buscaban en ese rincón una isla: desierta de mezquindades, habitada sólo por espíritus afines con intereses compartidos.

Casi siempre estos intereses se agrupaban alrededor del Ayunas en un ritual amoroso propio de la juventud efervescente. Sin embargo, había algo más: una especie de plus difícilmente cuantificable y expresable. Podría resumirse como “el espíritu de la época”, porque agrupaba una suerte de factores inefables, inmarcesibles: el afán de cambiar un mundo caduco que no sólo parecía modificable, sino que además parecía estar pidiendo a gritos su reforma.

No sabíamos muy bien por qué ni cómo, pero con nuestra presencia en el Ayunas sentíamos en el interior que ése era nuestro papel en la obra: el de la ruptura generacional, que estábamos dispuestos a representar aunque sólo fuera para acabar con tanta chusma como la que llenaba por el día las calles maracandesas.

Una noche cualquiera me encontraba junto a la entrada, al principio de la barra. Cerca de la puerta, charlando con Agustina HUMOS y alguien más que no recuerdo… de repente se hizo el silencio: pero un silencio absoluto, sin música siquiera. Un silencio que terminó en pitido agudo agrediéndome el cerebro. Algún gracioso, que pasaba por la calle en ese momento, había tirado un petardo que explotó a mi lado.

Sin duda aquel episodio fue una metáfora del papel del Ayunas en el conjunto de mi vida.

 

 




[1] Según la estética de los bares de barrio, tan llenos de formica marrón oscuro.

[2] En el más puro estilo de la clásica dicotomía entre el Dr. Jekyll y Mr. Hide.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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