Elodia

Bar 

 

Samarcanda

´88

´89

156

             

 

Se trataba de una cafetería azulada, de esos locales inofensivos y blanditos que pueblan las tardes adolescentes. Como una excursión por ciénagas de pega, buscando besos. Lugares idóneos para las citas de cosquilleos, descubrimientos de personas más o menos afines que quizá puedan convertirse en horizontes de futuro.

La atmósfera agradable del Elodia arropaba a quienes se dejaban querer por un proyecto de vida que, aunque sólo intuida, prometía futuro. Sin embargo, a pesar del aroma a infusiones[1], la música suave y el almibarado ambiente… ninguno de éstos era el motivo que a mí me llevó hasta aquel sótano llamado Elodia durante una temporada.

Si yo iba se debía principalmente a que tras la barra estaba Pancho el Abuelo, que había empezado así una aventura empresarial tras varios años asalariado en el Plátanos. Cuando yo bajaba las escaleras del Elodia no era para acabar al fondo, en las mesas. Al contrario, me quedaba junto a las escaleras, en la barra: allí charlaba con Pancho el Abuelo, tomaba algo sabroso y pedía un poco de música. Generalmente tangos, aunque alguna que otra vez también hice intenciones de Silvio Rodríguez.

Allí, con la barra de por medio, Pancho el Abuelo y yo arreglábamos el mundo como sólo se puede hacer en los bares: con las herramientas adecuadas y en la atmósfera de la pura especulación, sin entrar al mundo real… que contamina cuanto toca. Gatos negros decorando paredes azules, charlas amables y proyectos tan ambiciosos como irreales… El Elodia era un bar acogedor: quizás una burbuja en medio de la inhóspita realidad de una Samarcanda siempre incomprensiva, de un modo de vida que siempre se resistía a ser cambiado.

Como tantos otros lugares que merecían mejor suerte, el Elodia fue devorado por las infinitas trampas políticas y económicas que acechan a los espíritus inmaterialistas. Terminó así aquella aventura de lirismo junto a la plaza del Corro, dando lugar con el tiempo a otro proyecto bien distinto. En aquel mismo local habitó después, durante una buena temporada, un emblemático refugio para conciencias inquietas: el Ucronía. Éste quizá recogió un relevo menos lírico y más militante, intentando así plantarle cara a un mundo hostil para todo cuanto sea alternativo a la planicie maracandesa.

El Elodia, por tanto, desapareció como si de un hechizo se tratara… pero dejó su impronta en el alma azul de los espíritus gatunos. Siempre dispuestos a caer de pie, como sólo pueden hacerlo quienes saben utilizar las almohadillas más allá del sueño.




[1] Tan delicioso como tentador.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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