Genio

Cafetería

 

Samarcanda

´83

´87

143

             

 

Pretendía ser una cafetería de parejitas y a veces lo conseguía. Con esa rentabilidad empresarial escasa pero habitual que otorga una clientela tan fiel como celosa de su intimidad y escasa de recursos.

Mesitas de mimbre y cristal, juegos de mesa, música tranquila y camarero amable. Lo justo para dejar desfilar las horas a su ritmo, a su antojo: entre arrumacos. Barra de madera con tejadillo, pantalla grande de televisión (aunque no gigante) y ambiente acogedor. Éstos eran los valores con los que contaba el Genio.

Pero su localización y ambiente lo hacían receptivo también para otro tipo de público menos estandarizado y también menos previsible. Por comodidad, costumbre o casualidad, allá por el ’83 se empezó a convertir en un sitio propicio para lo que ahora se denomina quedadas[1].

Quizá por amable y neutro, el Genio resultaba un terreno idóneo para el inicio de una relación de las denominadas cita a ciegas. Por entonces, sin Internet ni móviles, eran casi patrimonio exclusivo de la radioafición: y si era pirata, mejor.

Además el Genio contaba con la característica de estar cerca de la casa de Jesús Onza. Así que éste lo utilizaba para intentar llevar a cabo sus tácticas envolventes (supuestamente exitosas) con las que conseguir ligarse a alguna churri de vez en cuando. Muy a su pesar la realidad[2] se empeñaba en que el Genio fuera lugar de charla con los amigos y a la vez testigo de sus frustraciones donjuanescas.

El Genio estaba también cerca de los sucesivos domicilios de Seco Moco. Esto a la larga acabó convirtiendo al lugar en una especie de cuartel general en el que planificar actividades y estrategias de radiopitas solteros, así como hacer mesas redondas ante el café.

Alguna que otra vez nos vio tomando copas, pero excepcionalmente. Entre sus mesas conocimos a Remedios Pirata, una guapa estudiante de Psicología que pretendía hacernos creer que sus vitaminas y los comprimidos de levadura de cerveza eran anfetaminas… Imagino que el entorno era propicio y mis escasos 20 años lo pedían a gritos. Pero aquellas píldoras resultaron en realidad ser ruedas de molino con las que jamás llegué a comulgar.

En ocasiones el Genio era coquetón y acogedor. Comprensivo con ese tiempo que pasa sin quedarse y que termina siendo la mayor parte de la vida. Generalmente se ponía así de tontorrón en otoño, cuando la melancolía inunda las calles maracandesas. Pero el verano era diferente: puertas abiertas, corazones deseando arder, aventuras de todo tipo esperando en cualquier canal de la emisora de radio[3], en cualquier esquina.

Lo cierto es que con todo y con eso, el Genio era un lugar al que yo iba extemporáneamente, pero con cierta convicción. Uno de esos bares en los que cuando uno está, tiene la sensación de haber estado siempre. Al contrario de esos otros en los que uno siente estar por casualidad y poco rato, con la sensación de no volver nunca.

Nunca fui un habitual del Genio, que era más el territorio de Seco Moco y Jesús Onza. El lugar al que llevaban a sus posibles víctimas. Su tela de araña para intentar el lucro sexual al que eran tan proclives. El primero con mayor éxito, sin duda. En todo caso jamás presencié el ritual. Para mí el Genio, aunque oliera a feromonas, sólo fue un lugar de aprendizaje humano. Más antropológico que erótico. Bien es cierto que saqué provecho de presenciar lecciones ajenas… como si un genio hubiera salido de la lámpara para enseñármelas.



[1] Encuentros en vertical (físicamente, según el argot) de los radioaficionados cuando éstos pasaban de las ondas al mundo real.

[2] Tozuda desde su interesado punto de vista.

[3] El ladrillo.

 

 

Sonido

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