Jaimito

Bar

 

 Angren

´94

´96

219

             

 

A primera vista el Jaimito sólo era una tasca preparada para acoger turistas en el momento álgido de su generosidad. Cuando deslumbrados por los destellos de lo ajeno, de la vida envidiable… éstos olvidan la importancia del dinero y se aprestan a derrocharlo generosamente. En un oasis que sólo ven como excepción para su vida, grisácea por definición.

A primera vista Jaimito, el paisano con bigote y cara de pillastre fuera de edad, sólo era un indígena amable. Con singular habilidad para cortar y presentar educadamente las tablas de embutidos y quesos, exquisitas especialidades de la zona.

Esto era así por un reparto de papeles que la vida había ido adjudicando. Un poco por capricho y otro poco como consecuencia lógica de los hechos, los actos y los acontecimientos (por no hablar de los sucesos).

El Jaimito era un establecimiento que hacía esquina en una calle de Angren. De esas tan impersonales que en realidad son caminos, carreteras. No estaba muy claro si el establecimiento daba nombre al dueño o era al revés. Hasta tal punto estaban identificados ambos en la cotidianidad del pueblo, alejada de la civilización. En las costumbres y el acervo popular.

En cualquier caso, Jaimito[1] era toda una institución en el Valle de Angren. Quizá por su don de gentes, por la cercanía que proyectaba de forma natural en el trato humano. Jaimito se había convertido ya en un personaje considerado casi de dominio público. A él le hacía feliz esto, porque su manera de ser[2] resultaba abierta y cercana, sin que se detectara en ello ningún interés o afán de artificiosidad.

El Jaimito era un lugar amarillento y rojizo que servía como lugar de reunión con la excusa gastronómica. Pero al poco de permanecer en él se volvía amistoso gracias a los fermentados y los destilados. Así era el proceso natural: daba lugar a la integración del colectivo de profesores en el pueblo. Entre ellos me contaba yo aquel curso ’94-’95. Zambullido en la comunidad, porque en definitiva nos regíamos por su mismo calendario… a pesar de ser de fuera.

También a nosotros nos estorbaban los turistas. Con la diferencia de que a Angren le proporcionaban ingresos. De ahí que en cuanto nuestro calendario docente lo permitía, nos marchábamos raudos a otras geografías.

Jaimito no. Se quedaba allí jugando con los peligros del alcohol. Utilizándolos como diversión para una existencia que de otra manera quizá le habría resultado insoportable. Por eso muchas tardes, entre los aromas de quesos y embutidos… intercambiaba en el aire alguna mirada cómplice. Tras ella se adivinaban los escarceos compartidos con Jaimito durante los fines de semana en el grupo de bares nocturnos llamados Los túneles.

Las risas con vapores etílicos nos iban conquistando. Con el tiempo ya no se hablaba en singular, sino que se hablaba de Los Jaimitos. A pesar de ser Jaimito el centro de aquel sabroso universo de colegas, poco a poco el concepto se fue ampliando al resto de su familia. Con los respectivos establecimientos al uso. El de los Jaimitos ya era todo un imperio, dicho sea con sana admiración hacia quienes saben meterse a la gente en el bolsillo.

Jaimito era ante todo un compañero de copas, una institución humana. También tenía su vertiente empresarial, pero en el fondo eso parecía lo de menos. Incluso legítimo, porque resultaba un placer ver cómo ganaba dinero. Regalando alegría a su alrededor. Tanto el Jaimito como Jaimito eran sin duda una filosofía de vida. ¿Pero qué hizo el Jaimito, qué hacía? Nada extraordinario. Salvo vivir, que no es poco cuando el ambiente tiene de propicio sólo la supervivencia. Poseía una sabiduría lejana por completo del academicismo o las instituciones.

Puede que el ser humano en general posea algún tipo de detector inconsciente que se activa cuando alguien como Jaimito está cerca. Quizá por eso la forma torpe que encontraban los turistas era de jolgorio monetario. Como invirtiendo en un activo que vendría, con la cadencia de las mareas, a presentarse antes o después en las paredes desnudas de una oficina de cualquier capital de provincia.

La sonrisa de Jaimito, tan sincera como irónica, nos presenta[3] el rostro que tendríamos si fuéramos capaces de hacernos con las riendas de nuestra vida. Superando livianamente las mil obligaciones que nos impiden vivir cada día.




[1] Designando con ello un doble ser: persona y establecimiento.

[2] Lejos de lo que se atribuía de hosco al carácter de los indígenas.

[3] Al igual que lo haría un espejo, sin malicia.

 

 

Sonido

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