La caseta

 Bar

 

Samarcanda

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La caseta era un cuchitril al que recurrir, en el que refugiarse cuando la noche ya se daba por perdida, ni más ni menos… Por eso mismo resultaba indiferente lo cutre del lugar, la falta de decoración o su ventilación inadecuada.

A La caseta se llegaba ya casi a la desesperada, como pueda ir un náufrago a la deriva en plena mar encrespada… Un tablón al que aferrarse como a un clavo ardiendo, para no acabar hundido en la oscuridad de las noches procelosas.

En La caseta había música y cerveza, ¿qué más se podía pedir? Incluso durante una temporada hubo un futbolín, creo recordar… Pero ya digo que aquello era lo de menos, porque en según qué condiciones uno ya no le pedía al entorno más que lo mínimo para sobrevivir a la noche.

Sobre la barra de La caseta… más bien junto a ella, mantuve una interesante conversación durante la oscuridad de la madrugada. Mi contertulio era un tipo del que no recuerdo el nombre… con toda probabilidad le conocí esa noche y no volví a verle nunca más. Imagino que si él llegó a encontrarse conmigo en ocasiones posteriores, tampoco se daría a conocer.

Se trataba de un chaval que trabajaba de fontanero y mi conversación era del tipo “abogado del diablo” por el papel que yo representaba en la comedia.

Le explicaba la inutilidad de estudiar y me ponía como ejemplo. Para nada sirve un filósofo. En cambio hice apología de las virtudes que constituyen pertenecer a su gremio, el de los fontaneros. Él disentía (disentería) de mi opinión, utilizando los tópicos propios de quien jamás ha pasado por la Universidad. De alguien que tiene idealizado el asunto de los estudios superiores… por haber sido incapaz de llegar a cursarlos, por ser una faceta de la realidad que las circunstancias se han encargado de vetarle.

Mientras tanto yo iba argumentando con elementos de mi experiencia. Pretendidamente desmontaban su mito de las enseñanzas superiores. Principalmente porque son humanas, no están realizadas por dioses sino por personas tan corrientes como pudiera serlo él… quien desconfiaba de mis palabras. No daba crédito a lo que oía, pues para él significaba el desmoronamiento de un mito.

Llegada la conversación a esta vía muerta, pasé a ponerle un ejemplo práctico que decantara la balanza hacia su lado o el mío. El asunto del naufragio y la isla desierta fue determinante. Por pocos materiales disponibles, por pocas posibilidades de crear infraestructuras que hubiera… la fontanería tenía las de ganar en esa hipotética situación comparativa. Tuvo que avenirse a darme la razón y la noche acabó desembocando en mi pírrica victoria… Que en realidad venía a significar mi derrota. Allí acabó aquella desesperación de falsete que era mi declaración de inutilidad.

Después el tiempo se encargó de ponerme en mi sitio. Un par de años más tarde empecé a estudiar fontanería a distancia. Aunque nunca llegué a terminar dichos estudios, debido a las circunstancias de interinidades… que no por intención de abandonar…

No sólo eso. La caseta acabó siendo la planta baja del edificio en el que más tarde, allá por el ’98, viviría yo: en Conde Drácula. Ya clausurada, tapiada y llena de cucarachas. Aquello sí que resultaba clarificador de los cinco años transcurridos.

Finalmente mis ínfulas dialécticas estaban representadas por aquellos restos semejantes a los de una catástrofe nuclear… Había arrasado con toda la pretendida juventud que una vez estuvo materializada en la noche maracandesa. Mi juventud.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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