Brumario

Pub

 

Samarcanda

´85

´88

424

             

 

El de Brumario era un local con fecha de caducidad. Se respiraba en el ambiente sólo traspasando la puerta: el camarero homosexual, las paredes casi desconchadas y con una decoración como al descuido, cortinajes y pintura con aroma de Revolución Francesa… Una mesa de billar que, si en su día sirvió para jugar, había quedado relegada a la ingrata tarea de amontonar botellas vacías, unos baños cuyas puertas funcionaban de milagro y con los sanitarios rotos… y toda la zona aledaña, incluida la pista de baile, permanentemente encharcada por las pérdidas de sus tuberías.

Esto era el primer golpe de vista, pero enseguida empezaba a conquistarte el espíritu la buena música que generalmente inundaba Brumario. Con un poco de alcohol y la disposición positiva de todo aquél que vaya más allá de la superficie, rastreando el alma de las cosas… la noche ya estaba ganada. Conversaciones interesantes, gentes con inquietudes vitales y ganas de cambiar el mundo. Éste era sin duda el contenido real de Brumario, su principal activo… más allá de la pobre materia que lo habitaba: nosotros y nuestras circunstancias.

En su interior, sin duda, se planificaron infinidad de revoluciones para hacerle honor a tan pretencioso nombre: desde las que querían poner el mundo entero boca abajo o patas arriba… hasta quienes “sólo” querían cambiar su vida, añadiéndole algo de sal y pimienta a base de relaciones humanas.

Brumario fue una cantera, un disparadero de ideas a partir del que nacieron proyectos individuales y colectivos. En su espíritu podía masticarse el laboratorio humano que latía en el interior de su inmaterialidad, arropada por un local de copas al servicio de la inquieta juventud de los ’80.

Pero también tenía la capacidad receptiva de albergar a todo aquél que se viera necesitado de calor: durante las gélidas noches maracandesas. De ahí que pasara a ser una referencia obligada, un arquetipo de la fuerza que alberga cualquier generación nueva… tan contestataria como torpe en sus planteamientos, pero no por eso menos válida.

Entre sus paredes, una noche del ’86, descubrieron mi identidad de filósofo en potencia simplemente por dos datos: el foulard que llevaba al cuello mientras charlaba[1] y el contenido de la conversación, tan cercano al arte y la estética que delataba a distancia. La dualidad entre intuición y razón que llenaba los discursos de GUSARAPO, el catedrático.

Probablemente quien así me detectó fuera alguien del gremio de los psicólogos, que sublimaba de esa forma sus complejos de inferioridad al tiempo que se preparaba para su futuro trabajo de vivisección de almas, autopsia en vivo. Mirando el dedo, sin atender a la importancia de la luna: la estética o lo trascendental de un atuendo reivindicativo y comprometido.

Lejos de amilanarme, aquella anécdota me sirvió para comprender la lejanía que el común de los mortales ponía deliberadamente entre su mundo y la filosofía: sin duda era miedo a no llegar, la táctica pueril de descalificar aquello que te supera. En fin, era su problema… no el mío.

Como una metáfora de lo que sucedería en el futuro del mundo en general y de Samarcanda en particular… poco después cerró Brumario, desapareciendo definitivamente, diluida en la memoria colectiva. Pero quisieron los caprichos empresariales que de sus cenizas renaciera el mismo espíritu con otro nombre: aunque de diferente manera, también revolucionario. Dicha alma retomó reciclada y con el nombre de Acorazado la tarea de espolear conciencias. En su seno también hubo episodios metafóricos dignos de ser glosados.




[1] Según decían jocosamente, era un tópico generalizado para todos los universitarios. La broma irónica decía que nos lo regalaban al matricularnos en la Facultad de Filosofía.

 

 

Sonido

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