El compadreo

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Samarcanda

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La vieja Samarcanda, de edificios tan antiguos como irregulares, alberga en sus entrañas paredes que podrían narrar las miles de historias que alguna vez arroparon.

Pero la materia inerte no habla, al menos no lo hace con el mismo lenguaje que nosotros. Sin embargo, posee una capacidad de comunicación que se intuye, que no se le escapa al ser humano. Aunque muchas veces pase racionalmente desapercibida, acaba integrándola en la vida normal sin saber muy bien por qué ni cómo. El compadreo era un buen ejemplo de esto: un edificio inmensamente viejo, en el corazón de la zona antigua. La puerta era tan tímida como normal. Unas maderas mantenían cerrada durante la noche su cristalera, pues el suyo era un cierre rústico y antiguo: no admitía persianas metálicas. Tras la humildad de esa entrada, una sala oscura y húmeda, sin ventanas… Con la ayuda de alguna tímida bombilla, albergaba en la izquierda la barra. Y detrás de ella siempre la sonrisa de Gabino Compadreo, que era el alma del bar: la auténtica iluminación del establecimiento.

Y es que Gabino Compadreo era el buen humor personificado tras un aspecto serio y un gesto adusto, al que enseguida se le escapaba una sonrisa. Podría decirse que era un cachondo disfrazado de camarero. Por eso Gabino Compadreo resultaba para El compadreo un ambientador del alma antes que un empleado.

Una vez en su campo gravitacional, en el ámbito de influencia de El compadreo, desaparecían los pequeños detalles materiales de la realidad. El olor rancio y húmedo del bar, su falta de ventilación, la luz obligatoriamente artificial, el frío reinante… pasaban a un segundo plano. Como si una voz inexistente susurrara al oído: “sí que es cierto lo inhóspito del mundo, pero ¿a quién le importa, cuando alrededor hay complicidad humana, que va más allá de la materia?”

Sólo era necesario jugar una partida de futbolín: con una cerveza en la mano, entre el aroma de tabaco y la luz amarillenta, para entrar en calor humano. Las figuras acompañantes, aunque fueran desconocidas, empezaban a dibujar su silueta entre risas. Al fin –pensabas– si son clientes de Gabino Compadreo, seguro que es buena gente. Y daba la impresión de que hasta ese mismo instante no habían sido más que energías inmateriales, ahora personificadas.

Como la amistad misma, El compadreo operaba una especie de magia sobre las presencias y sus carcajadas, sus gritos lúdicos, sus gestos… En ese segundo habitáculo al que se accedía a través de una pequeña puerta, angosta y lúgubre, que atravesaba un tabique de casi un metro de grosor: una sala destinada sólo para el futbolín y sus excesos, llenos de buen humor… Como todo en El compadreo, que parecía más un espacio mágico que un mero establecimiento.

Más tarde, terminada la velada de cervezas y buen rollo: venía otra vez la calle, como una desgracia que apareciese para privarnos nuevamente de El compadreo. El mensaje de fondo quizá fuera éste.

Probablemente por eso conocí a Gabino Compadreo y llegué a disfrutar de aquel oasis gracias a Vicente GAMA, que era amigo y cliente de Gabino Compadreo desde hacía tiempo. No sabría decir muy bien por qué, sin duda aquel ambiente resultaba el hábitat natural de ambos. Como si tras dar infinitos tumbos por el planeta, hubieran encontrado un rincón en el que se hacían inmensos sus respectivos yos… ese rincón llamado El compadreo que, como una piedra filosofal, había conseguido transformarles por completo.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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