La salina Bar    Samarcanda   ´88     441

             

 

¿Qué pintaba La salina en medio del universo nocturno y maracandés? Su existencia parecía casi una provocación. Encarnaba todo lo indeseable para mi constelación. Si aquello hubiera sido una guerra, La salina era el enemigo de mis antros favoritos.

Antítesis del Plátanos o el Anillos, sin lugar a dudas. A mi entender había dos ejes fundamentales a la hora de comprender el Cosmos, de enfocar el tiempo de ocio en la noche maracandesa. Uno de ellos giraba alrededor de los valores en los que yo creía: el diálogo, el pluralismo, la tolerancia, el razonamiento, la trascendencia, la ausencia de materialismo… En último término, si se quiere decir así, era un mundo del ocio construido alrededor de esa escala de valores enfocada a cambiar el mundo. Una forma de revolución no sangrienta, a base de sentimientos y ocio compartido, que llevaría a la armonía universal sin mayor problema.

En el otro extremo, el universo representado por La salina: gentes superficiales, intrascendentes. No sólo eso, también enemigas del compromiso social y la transformación de las estructuras. Simplemente, pequeños burgueses conservadores por inacción. Sólo buscaban la noche fácil, de alcohol sin más intención que pretender ligar y divertirse. Así de simple, así de fruslería era la vida en el interior de sus cerebros anquilosados, enemigos de cualquier movimiento.

La repulsión, por lo tanto, era recíproca. Casi podríamos decir que se trataba de dos bandos en permanente conflicto ideológico, aunque sin batallas reales. Cada forma de ver el mundo tenía sus territorios y las dos Samarcandas convivían en la misma ciudad material, con un reparto equitativo del terreno. Se respetaban por completo, como respondiendo a un pacto implícito de no agresión. Aunque los motivos del respeto eran bien distintos. Si nosotros no íbamos a su terreno era porque lo considerábamos esfuerzo vano, tiempo perdido. Estaban tan encasillados, casi encastillados en su cerrazón… que resultaría imposible hacerles la luz, salvarles. Los dejábamos por imposible… y había algo de compasión en esta actitud, casi condescendiente.

En cambio ellos nos tenían por cerebritos lavados al servicio de una idea que nos enajenaba. Nos daban por perdidos y esclavos de los revolucionarios de pacotilla con los que nos identificábamos.

Si hubiese habido un diálogo, habría sido de sordos. Así, cada mundo funcionaba según sus parámetros. Sabiendo de la existencia del otro, pero considerándolo como un mal inevitable. En todo caso, siempre estaba bien que hubiera una antítesis a la que recurrir el día en que hipotéticamente uno pudiera cansarse de su paradigma.

En los tiempos muertos, de desplazamientos entre bares, solíamos coincidir por las calles… pero nos ignorábamos respectiva, despectiva y recíprocamente. No era extraño cruzarse con el enemigo, pero sin cruzar palabras ni miradas. Simplemente se trataba de dos grupos invisibles entre sí. Había un cielo y un infierno, pero para cada colectivo se definían a la inversa. Algo similar a la política de bloques que en el mundo real iba dictando la Guerra Fría, pero en un terreno más pacífico y etílico.

En el fondo sólo eran dos formas distintas de divertirse que jugaban a ser bandos irreconciliables. De hecho, existían elementos a caballo entre ambos mundos. Un ejemplo era Richar BICHO, un compañero de clase que jugaba a las dos barajas con frecuencia… como si se tratara de un agente doble. Su indumentaria era indefinida y pasaba las noches repartiendo los ratos entre los dos territorios enemistados.

De hecho a Richar BICHO le tentaban y atraían ambos mundos por desigual… se daba a experimentar consigo mismo sin quedarse en un bando abandonando al otro. Le gustaba ligar con pijas, pero le encandilaba el bullicio ideológico que se ventilaba entre las guarras. Porque en el fondo ésta era la división drástica: nosotros considerábamos pijos a los efectivos del enemigo y ellos a nosotros, simplemente guarros. Tanto una palabra como la otra, con todo el simbolismo que lleva aparejado.

Alguna noche Richar BICHO me arrastró hasta La salina quitándole importancia al asunto. Para él no había problema, claro, con su disfraz de comodín. Pero lo mío era distinto. Yo llevaba el uniforme de combate puesto. Las pintas y el foulard sin lugar a dudas me delataban. Si alguien tenía el más mínimo resquicio de interpretación de estos datos, bastaba con mirarme a las manos y comprobar que llevaba un mitón[1], lo que me colocaba ya en el punto de mira.

Richar BICHO, siempre amigo del escándalo y los retos, me conocía lo suficiente para saber que yo no me amilanaría. Así, una noche en hora punta, con la excusa real o ficticia de ir a buscar amigos, me arrastró a La salina.

No se conformó con llegar hasta la puerta, sino que entramos en el local. Soportando con dificultad la infumable música que infestaba el aire, a la que Richar BICHO le quitó importancia. Como el Metro en hora punta, recorrimos el interior entre codazos y miradas reprobatorias. Pero ningún problema más allá del hacinamiento humano. Desde allí nos fuimos hasta el Anillos[2] para remojar el gaznate tras haber sobrevivido yo a la hazaña.

Para Richar BICHO, que como Caronte vivía entre dos mundos[3], resultó una minucia. Para mí, en cambio, una prueba de paciencia, casi una hazaña de supervivencia. Sin embargo pude comprobar in situ que quienes llenaban aquel garito que teníamos por el infierno eran personas como nosotros.

Justo lo que decía Anastasia Abuela cuando alguien le preguntaba si era racista: “¿Racista yo? No, hijo. Si los negros son personas como nosotros…”




[1] Para más inri, sólo uno.

[2] Con o sin sus amigos, esto ya no lo recuerdo.

[3] Uno infra, pero ¿cuál?

 

 

Sonido

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