La tasca de las almas

 Bar

 

Bukhara

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La tasca de las almas era un reducto oscuro y frío, escondido en el corazón de un callejón. Tan inhóspito como invitador a otras realidades. Algo así como un refugio para los veteranos de una guerra sin identidad. No se sabía muy bien a qué obedecía el nombre, si las almas estaban por ahí, flotando entre las estanterías del bar… o éramos nosotros mismos, sólo pobres almas que recalaban en aquel puerto dominado por la penumbra.

La tasca de las almas venía a significar un lugar de reunión. De quienes vivían en Bukhara de forma permanente con quienes íbamos extemporáneamente. Algo así como el mítico puente donde intercambiaban espías durante la Guerra Fría.

Si llegué a ese paisaje tan atípico para mí, fue por invitación de Nini Resús. Durante algún tiempo se autoimpuso la tarea de abrirme los ojos hacia aquel mundo. Nuevo en mis perspectivas, tanto como ancestral en esencia.

Mi edad por entonces debía de ser algo así como la frontera de los 20. Inexperiencia absoluta en casi todos los temas, lógicamente. Entrar en La tasca de las almas significaba para mí un rito iniciático, porque me colocaba entre dos aguas. Un territorio resbaladizo: el del pipiolo que era y pretendía pasar desapercibido, no llamar en exceso la atención para evitar burlas y mofas. El otro territorio, más resbaladizo aún si cabe: ser una esponja que aprendiera y aprehendiera, para abandonar la ignorancia antropológica que me caracterizaba.

Lo cierto es que La tasca de las almas, con sus techos inmensos, sus estanterías repletas de botellas, la animación que siempre reinaba en su interior… era para mí[1] una referencia obligada en Bukhara. Una manera de romper el hielo en aquel universo aterido.

Algo tan sencillo como elegir entre dos vinos, el tinto de Sirdaryo o el blanco de Chirchiq, resultaba un rito iniciático que iba mucho más allá de las asperezas del paladar. También estaba su relación directa con eso que han dado en llamar hacerse hombre. Es cierto, La tasca de las almas era casi un almacén de muertos vivientes que se animaban entre ellos a seguir en la brecha. Llenando con jolgorios y animaciones algo que probablemente sólo era un teatro social disfrazado de materia.

Mi pobre cuerpo inexperto circulaba entre aquellos paisajes casi oníricos fascinado por la flora y la fauna. Alguna vez Chiruca, la casquivana del pueblo, cogió mi brazo entre el frío. Casi prometiendo un abismo de sensaciones para mi cabeza… tan descolocada como llena de miedos. La tasca de las almas también tenía un pequeño balcón, pero sólo subimos a él alguna mañana soleada para dominar un poco el pueblo. Con la vista encajonada entre piedras ¡qué dominio! Si al menos aquel balcón hubiera tenido paisaje… es probable que para mi memoria ahora estuviera asociado a colores. Pero no: La tasca de las almas, en su esencia, estaba repleta de maderas oscuras y brillantes, quizá de féretro. Las que me regalaban los reflejos amarillentos entre ese negro acharolado. Probablemente entre esos pasillos invernales de Santa Compaña siguen bebiendo inconscientes los espíritus que alguna vez fuimos y quedaron por allí, abandonados a su suerte, lejos ya del tiempo y otros inventos humanos.

Seguramente a la noche brindan entre risas y sombras, suspendidos en un tiempo que quizá nunca existió más que como mera posibilidad.




[1] Al menos al principio.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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