Anillos

Pub

 

Samarcanda

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Verdaderamente, entrar en el Anillos era trasladarse en el espaciotiempo: la magia del umbral no residía en una dimensión física, sino mental. Casi sin querer (evitarlo), con ese paso iniciático que te dejaba posar el pie sobre el suelo del Anillos, se abrían infinitas dimensiones que impedían el aburrimiento. No es sólo que ocurrieran cosas entretenidas, que a veces también pasaba. El suceso fundamental era que la cabeza empezaba a transitar paisajes novedosos.

Aunque alrededor la realidad física fuera la misma, tenía lugar una metamorfosis en las percepciones: por así decirlo, te trasladaban a una dimensión diferente que –aunque residiera en la misma materia– hasta ese momento había permanecido oculta, agazapada.

La decoración ayudaba, sin duda: en el interior del Anillos las columnas eran árboles hábilmente representados mediante dibujos y pinturas, que repartían generosamente sus ramas hasta llenar el techo de hojas y frutos. Era como penetrar en un bosque virtual, antes incluso de que esta palabra se empezara a incluir en el vocabulario habitual del vulgo. Quien aceptaba el desafío y penetraba en el Anillos, ya sabía que allí podía ocurrir cualquier cosa.

Para mí empezó siendo un complemento de la noche, que rompía un poco el monopolio del Plátanos, el que dominaba mis horas. Según decían, también en el Anillos solía recalar la misma peña, así que un poco por experimentar y otro poco por estirar las piernas, empecé a incluirlo en mi ruta habitual. Durante una buena temporada, los dos fueron cuarteles generales de mis actividades nocturnas, casi de forma exclusiva: quien quisiera encontrarme debía ir a uno o al otro y casi con toda seguridad lo conseguiría.

Esto cambió totalmente a raíz de la aparición de Facundo Plátanos en la barra del Plátanos: aquel tipo modificó totalmente el repertorio musical. Con los Hombres G dominando las noches, poco a poco terminé exiliándome definitivamente del Plátanos y abracé el Anillos como una tabla de salvación. Algunas noches había excepciones, claro, imprevisibles. Casualmente una de ellas coincidió con una de mis excursiones más sonadas.

EXCURSIÓN

Vinieron a buscarme a casa para salir a tomar algo. Yo no estaba por la labor, pero me dejé convencer y me uní a una troupe encabezada por Araceli BÍGARO y Jesús Manuel LAGO. La noche fue más propicia de lo previsto y, entre unas cosas y otras, se alargó hasta el amanecer: demasiada luz para volver a casa, así que dormí como bien pude, improvisadamente, en cualquier domicilio[1]. Recuerdo vagamente risas y buen rollo. Quizás estuviera también por allí Brenda VAYA… así como Heidi GEMIDO, Tina Fin de siglo y otros elementos típicos de aquellos pisos con peculiares ambientes… Pero fueron todo cosillas menores que perdieron entidad ante la llegada del sueño.

Para cuando me levanté ya casi era la hora de comer, así que me invitaron a una comida improvisada que acepté sin mayores problemas. La hora del café se alargó inmisericorde y llegó hasta la tarde-noche… así que sin más dilación nos pusimos en marcha otra vez para hacer la ruta nocturna habitual. En ella, la noche se presentó propicia y divertida… por eso duró mucho, hasta la madrugada siguiente: por otra parte, como suelen hacerlo todas las noches. Entonces sí que volví a dormir a mi habitación de siempre. Al levantarme para comer, mis padres me dijeron que la noche anterior, un poco preocupados por mi ausencia… habían bajado a dar una vuelta por la zona: incluso estuvieron en el Anillos y preguntaron por mí. “¡Suerte que no me encontraron!” –pensé entonces y sigo creyendo ahora… pero sólo fue mera casualidad.

TABACO

Los episodios más impensables tenían en el Anillos su residencia habitual: como el día que, sentado en uno de los bancos de la pared, a la derecha del bar, Heidi GEMIDO, Andrés GHANA y algún elemento más que no recuerdo… estábamos celebrando alegremente la noche. Heidi GEMIDO llevaba encima un cartón de tabaco, comprado aquella misma tarde. Dejarlo por allí era peligroso por si los chorizos, claro… por eso lo tenía en el interior de su cazadora puesta, semiabrochada. Al inclinarse para coger la cerveza de la mesa, se le cayó el cartón al suelo. “¡Oye, que se te ha caído el tabaco!” –dijo Andrés GHANA con una sonora carcajada y toda la naturalidad del mundo… parodiando la situación con la manida frase hecha, referida siempre a un paquete. Risas generales.

CARTELES

El Anillos era un sitio comprometido políticamente: en su repertorio sonoro abundaba la música de rock radical, amén de otras formaciones críticas con la realidad política de los ’80. De hecho, solía haber carteles reivindicativos de los colectivos más dispares.

Entre ellos estuvo durante mucho tiempo un cartel de la película Los intocables de Elliot Ness, pero modificado con la plana mayor de los GAL sustituyendo a los mafiosos de la película original.

Otro de los carteles que pasó a la pequeña historia del Anillos fue uno del colectivo feminista que decía: “La mujer que quiere parecerse a los hombres es poco ambiciosa”. Haciendo alarde de un sentido del humor que iba más allá de la ortografía, alguien tachó de manera ostensible la sílaba “am”, con lo que cambió radicalmente el sentido del mensaje. Quedó por la pared durante muchos días, como muestra de un humor que no estaba reñido con el compromiso social o político: más bien resultaba un guiño al Segundo Wittgenstein.

FAUNA

Entre risas y cerveza, las noches del Anillos se esfumaban en un vuelo cuando se trataba de charlar. Por ejemplo las que nos sorprendieron discutiendo a Pedro el Facha[2] y a mí: en unas cuantas ocasiones, entre risas y camaradería, estuvimos argumentando políticamente durante horas por el mero placer de discutir… pues ya sabíamos cada uno del inmovilismo del otro.

Sirva esto como ejemplo para ilustrar brevemente cómo en el Anillos se permitía el paso a cualquiera, se toleraba la disidencia a pesar del plantel de camareros y su indiscutible perfil izquierdoso, cuando no radical[3]. Que estuviera vacío era una auténtica excepción, pero a veces ocurría: por ejemplo durante unas vacaciones, como sucedió cuando tuvo lugar el episodio de la Chica Wittgenstein[4]. En esas ocasiones la noche se prestaba a otras ocurrencias, sin duda.

Pero por lo general había un mapa más o menos fijo: esto incluía a Yoni jugando al Tetris, que se violentaba porque se le dijera, simplemente, que iba a enhebrar una pieza. Mirada asesina y afirmación tajante y seca: “–No me gusta la palabra enhebrar”.

“–Bueno, pues la retiro”. Y a otra cosa. Con su cara de enajenado y su uniforme de punk, cualquiera se atrevía a discutir…

Salvador MAÑO y su cuadrilla, que incluía a Javi Flautista, también eran de los habituales en aquel contexto: risas garantizadas, complicidad filosófica. Como la de Beni Filosofía y Cecilio Lógica, antecesores de la Facultad pero también del Anillos: allí estaban en su salsa, en el mejor de los humos posibles[5].

PIROMANÍAS Y LUDOPATÍA

Una noche inspirada de euforia binguera: contagio directo de la ludopatía temporal que sufría Joaquín Pilla Yeska[6], una dolencia pasajera para la que ideó el remedio perfecto desde su lucidez de pirómano. Estábamos en la barra del Anillos tomando una cerveza. Me pidió el deneí[7] y cuando lo tuvo en sus manos, le prendió fuego. Al parecer su idea era que así no podríamos entrar en el Bingo. Le pareció perfecto: él ya había renunciado hacía tiempo a tener documentación para evitar la tentación… pero la medida no sirvió de nada, porque a partir de entonces fuimos con mi pasaporte.

Ése fue uno de los episodios de su etapa pirómana, pero no el único: otra noche[8] se quitó un calcetín y le pegó fuego allí mismo, mientras charlábamos en la barra del Anillos con una cerveza o un segoviano en la mano. Al rato, mientras yo le daba la espalda, Vicente GAMA[9] me advirtió de la amenaza: Joaquín Pilla Yeska se había transformado en un psicópata que, mechero en mano, pretendía pegarle fuego al foulard que yo llevaba puesto.

Por fortuna conseguimos evitarlo, pero la época era ciertamente peligrosa: los tiempos en los que el chiste favorito de Joaquín Pilla Yeska era el del tipo que va a confesarse y le dice al cura: “Padre, me acuso de que soy un pirómano”. A lo que el cura, mientras se sacude la sotana ardiendo, le responde a gritos: “Tú lo que eres… ¡¡¡es un hijoputa!!!”

Lo problemático del caso eran las múltiples vertientes de aquello. Entre otras, el asunto del tabaco: como forma de prenderle fuego a las cosas, fumar resultaba un mal menor, desde luego. Pero no era inofensivo, ni mucho menos: porque otra noche decidió[10] que todos los cigarrillos que se encendieran eran pocos. Sólo por este motivo sacamos allí mismo, en la máquina del Anillos, unos cuantos paquetes y repartimos alegremente los cigarrillos entre toda la clientela.

Nos lo agradecían sorprendidos y fumaban gratis. Joaquín Pilla Yeska, entusiasmado, les daba fuego. Uno de los fumadores me preguntó, quizá desconfiando de algún artículo de broma oculto en los cigarrillos que regalábamos, cómo es que yo no fumaba. “¡Claro!” –le dije, mientras me ponía un Camel en los labios. “Pero eso es poco, ¿no?” –replicó desafiante. Entre todos convinimos que sí… así que lo acompañé con alguno de sus hermanitos. Resultado: me fumé siete cigarrillos a la vez. Completos, claro, estableciendo un récord tan nuevo como absurdo.

Pero el afán pirómano de Joaquín Pilla Yeska no se veía satisfecho con tan pequeñas escaramuzas: otro día, que había salido de copas con el coche nuevo[11] quiso quemar un contenedor de basura… Yo, inconsciente y sin disuadirle, le hacía los coros: él llevaba la iniciativa y yo le secundaba en lugar de poner un poco de cordura. Así que elegimos uno que estaba a la vuelta del Anillos, le puso un papel colgante ardiendo, a modo de mecha; bajamos la tapa y nos marchamos… a dar una vuelta a la manzana, esperando verlo arder un par de minutos después.

Alguien con un poco más de conocimiento que nosotros debió de verlo y apagarlo[12], porque cuando volvimos no había fuego. En ese mismo momento hicimos un segundo intento repitiendo el esquema, con resultado por fortuna igual de negativo. Decidimos marcharnos para probar fortuna en otros lares…

EXCESO Y DEFECTO

El Anillos se prestaba a los excesos, era un bar con vocación de extremos: otra noche[13] decidí no beber. La pasé allí casi por completo, entre tónicas y tabaco: quinina y nicotina, divertido gracias a la música y la charla con amigos… pero excepcionalmente sereno. Me resultó sorprendente la forma de experimentar todas las sensaciones[14]. Tan amplia que pude comprobar los efectos de la noche sobre mi cuerpo… pero, ese día sí, con pleno conocimiento. Una gran lección, sin duda, que me ayudó a comprender la verdadera dimensión de la noche consciente: tanto es así que a partir de entonces bebí siempre, para combatir la maldición de un excesivo conocimiento.

En uno de los infinitos momentos clarividentes, buceando entre la música, el humo, los vapores alcohólicos… y rodeado por un espíritu común que compartía el conjunto de los clientes que por allí circulaban… la noche me inspiró para realizar un ritual improvisado, emulando las fraternidades deportivas de otros horizontes.

Un chaval que había por allí y llevaba puesta una camiseta de un color azul electrizante con motivos marineros serigrafiados en blanco fue la excusa. Le propuse intercambiarnos la camiseta… no se me pregunte cuál era el motivo ni qué camiseta llevaba yo: no lo recuerdo.

Allí mismo, en medio de la vorágine arrolladora del Anillos en sus mejores momentos, consumamos el intercambio. Ni sé quién era ni volví a verle jamás. Por mi parte resultaba una especie de “homenaje al juerguista desconocido”.

Al día siguiente, cuando me desperté… pude comprobar la peste a sudor que desprendía la prenda: evidentemente no era mío. Pensé en lavarla para darle usos al menos diplomáticos o nostálgicos… en cuanto la examiné con detalle desistí. Tenía una buena colección de agujeros procedentes de brasas de cigarrillos torpemente fumados. El resultado fue la basura, sin más remordimientos que la cara de imbécil que se me debió de quedar por semejantes filantropías.

BRONCAS

Pero una de las más significativas noches fue allá por el ’91, en plena crisis de la Guerra del Golfo: con aquella psicosis colectiva de conflicto global. Eugenio LEJÍA y yo tomábamos cervezas al fondo del Anillos, charlando de todas las filosofías posibles e improbables. Él con su disfraz de punk y yo con indumentaria desapercibida. En aquellos días su frase favorita era: “Saddam Hussein not dies”. Sólo por llevarle la contraria al Imperio, no por defender al impresentable.

Lo cierto es que, no sé cómo, aquello se convirtió en la excusa para una discusión posterior cuyo origen se pierde en mi memoria… con un tío totalmente desconocido. Juraba que me iba a romper “esas gafas tan caras que tienes”. Finalmente la cosa no fue a mayores: alguien nos separó y se diluyó la bronca.

Pero al rato, cuando fui a la barra para buscar otra cerveza, allí estaba aquel espécimen con perilla y aire decimonónicos: al estilo de Johnny Deep en Piratas del caribe. Al verle, le pregunté con retintín: “Bueno, ¿dónde está esa hostia que me ibas a dar?” La respuesta no fue verbal, sino su puño estrellándose contra mi boca mientras yo, anestesiado por el alcohol, caía al suelo descojonándome de lo simple y previsible que era el pavo. Le sacaron del bar y se lo llevaron: creo que fue Vicente GAMA quien vino a mi rescate, compungido, sin saber la historia completa.

Unos cuantos días reflexionando sobre mi forma de hacer el imbécil aquella noche y vuelta al ritmo de siempre.

Lo cierto es que Eugenio LEJÍA, quizá por el disfraz de punki, tenía cierta atracción magnética para las broncas. Porque otro día, también en el Anillos, apareció una pareja de la policía buscando a algún delincuente o controlando que se cumplieran los horarios. Abucheada general por parte de la clientela, con algunos gritos un poco más combativos, como el de Eugenio LEJÍA: “¡La madera al fuego!”… en aquella época los miembros de la policía vestían de marrón, se les llamaba los maderos. No les hizo mucha gracia aquel alegato y se lo llevaron al cuartelillo. Los días siguientes Joaquín Pilla Yeska, en petit comité, repetía: “¡La madera al fuego! … y Eugenio, al talego”.

Todo esto da una idea de que el Anillos era un sitio en el que podía pasar de todo… como de hecho ocurría en realidad.

MISCELÁNEA

·                    Sería por el ’87 cuando una noche, no recuerdo muy bien cómo, acabé charlando con una pareja de desconocidos, cuya portavoz era una chica que me explicaba la bisexualidad de su novio… buscaban alguien que quisiera jugar con ellos en la intimidad. Les dije que no contaran conmigo y allí acabó la cosa: una anécdota más entre los árboles de la noche.

·                    Justo a la puerta, entre los arcos metálicos que de día servían como protección para el mercado que se celebraba en aquella plaza regularmente… Una noche Javi Pelotas hizo una de sus demostraciones de hombría: colgándose boca abajo en uno de los travesaños horizontales, al estilo murciélago, empezó a bajarse los pantalones para hacer honor a su apodo y enseñar sus barrios bajos.

La intención, además de exhibicionista, era buena y ocurrente… pero antes de poder llevarla a cabo se le escurrieron los pies y cayó de cabeza al suelo, con lo que la empresa se fue al traste.

Sin embargo Javi Pelotas no desfallecía por eso: otra noche fue dentro del Anillos mismo, mientras tomábamos una cerveza junto a la barra. Sin tapujos ni sonrojo, se abrió la bragueta mientras me explicaba las múltiples virtudes de sus pelotas. “¡Mira! ¡¡Pero mira!!” –me decía. Yo no aparté la vista de sus ojos, perplejo ante tamaño despropósito: intentando indagar en su mirada el motivo de aquella tontería. Durante los dos minutos que duró su hazaña. Harto de que no se las mirase, volvió a guardar las pelotas. Pensé y sigo pensando que no era una actitud apropiada para un oriundo de Khiva como él, que compatibilizaba los estudios de Filosofía en la UdeS con los de Filología Bíblica Trilingüe en la Universidad Fanática.

·                    Una noche de mayo del ’91 coincidí en el rincón del fondo con Maika GRECA y una pandilla de acompañantes: aunque mis condiciones físico-químicas dejaban mucho que desear, lejanas como estaban de un mínimo rendimiento… quiso la Fortuna o la casualidad que encontrara la horma de mi zapato en versión femenina. Conocí a Dolores BABÁ en aquellas circunstancias. Las consecuencias de aquella presentación recíproca fueron una relación de pareja que duró aproximadamente siete años.

·                    Pero si hay algo que resuma todos aquellos años llenos de noches en el Anillos es la cercanía, el buen rollo, la amistad, la camaradería: resultaba un lugar siempre amable para acoger almas en pena… que no era otra cosa nuestra peregrinación nocturna al estilo de la Santa Compaña que antes o después acababa desembocando, recalando en el Anillos.

·                    Por ejemplo, una noche encontré un poco más arriba, en una angelical plaza, a Pablo SUECO… y le llevé al Anillos con nosotros. Allí le invité a unas cervezas, después le perdimos la pista…

EXTERIORES

Como puede verse, el Anillos no era sólo el local: también estaban los exteriores. Además de aquella placita, la calle impracticable en sus horarios nocturnos y atestados. Simplemente cruzarla para ir hasta el Así mismo o el Ayunas, tan cercanos, resultaba toda una hazaña: empujones con desconocidos, encuentros con conocidos, aventuras de todo tipo… Allí mismo, a la puerta del Anillos: por motivo de la superpoblación muchas veces transcurría buena parte de la noche, aunque hiciera frío.

Una noche casualmente me sorprendió allí cuando me tiraron una cerveza por encima: Conrado RASPA o alguno de sus allegados. Al día siguiente, en casa, yo miraba alucinado el tornasol que la cerveza había dejado en mis gafas: un arco iris seco.

Otra noche, junto a la puerta, vi a Eugenio LEJÍA con sus amigos punkis celebrando rituales: con cristales de botella rota, Eugenio LEJÍA se hacía cortes en la barriga. Les vi de lejos, sin llamar su atención… tan absortos en lo suyo que ni me vieron. Unas horas más tarde Eugenio LEJÍA me contaba en algún otro lugar que había sufrido episodios violentos de tribus urbanas. Para demostrarme lo que estaba explicándome se subió la camiseta y me enseñó sus “marcas de guerra”. Eran las mismas que se practicaba un rato antes él mismo. Le miré escéptico y apenado, sin decirle nada.

MORALEJA

Es posible que el Anillos naciera como un intento de emular o de homenajear a El Señor de los Anillos, que allá por los ’80 empezaba a ser una saga famosa de novelas… pero enseguida abandonó sus orígenes para dar lugar, en la Samarcanda de entonces, a esa otra mitología: la de una época inexplicable, albergada ahora entre los algodones de un pasado imposible de alterar ya para la materia.

No así para el espíritu de quienes alguna vez vivimos apreciando en todo su esplendor aquellos árboles de cielo raso, gris y encantador: eran el paraíso del Anillos. Su tiempo pasó, es cierto: pero ha quedado, impregnando algo más que un cielo caduco y nublado. Durante las infinitas noches que aún le quedan a Samarcanda, se oyen entrecortados los gritos entusiastas de la juventud que fue y una vez quiso un mundo: diferente de aquél, pero también de éste.




[1] Muy probablemente el domicilio de ambos en aquella época.

[2] Un amigo de Nadia Ref. Joaquín Pilla Yeska.

[3] Cecilia la Pro-Qûnghirot, Pedro Sopas (de un pueblo de Ghuzor), José Heavy, Vicente GAMA y un sinfín más de equipo dispuesto para servir convenientemente a la inmensidad de clientela que abarrotaba cada noche el Anillos.

[4] Véase 255

[5] El de los porros fumados por ellos mismos, expertos ambos en el tema.

[6] A la que yo le acompañaba extemporáneamente.

[7] Se lo entregué, pensando que se trataba de alguna comprobación de fechas.

[8] O quizás aquella misma, imposible saberlo ahora…

[9] Que se encontraba haciendo su turno de camarero, dentro de la barra.

[10] Y yo le acompañé de buena gana, eufórico.

[11] Porque no le gustaba caminar ni para eso.

[12] La calle estaba atestada de gente.

[13] Inopinadamente larga.

[14] Aunque me eran familiares, puesto que no cambié más costumbre que la del alcohol.

 

 

Sonido

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