Manolo

Bar

 

Samarcanda

´85

´89

528

             

 

Como buen lugar de paso, el Manolo albergaba en su seno el espíritu de todos sus efímeros habitantes. Y como establecimiento con cierta solera, su historial recogía el espíritu de los tiempos que habían ido pasando por él, casi sin darse cuenta.

Como respuesta a las necesidades de los años ’60, seguramente la fecha de su nacimiento… ni tenía espíritu estético en su decoración, ni falta que le hacía o preocupación que le causaba. Como negocio al mando de gentes humildes y trabajadoras, su única aspiración era la supervivencia con un mínimo de beneficios.

En otras palabras, el Manolo era una tasca de barrio, más bien cutre. Moderna al estilo de los ’70. Regentada por un hombre campechano y desdentado. La especialidad de su gastronomía era el morro de cerdo frito, para lo que resultaba indiferente la incultura manifiesta de Manolo o la buena de su mujer, que lo cocinaba.

En el seno del Manolo convivían las dos Samarcandas. Por las mañanas de lunes a viernes, estudiantes de Filosofía y Pedagogía[1]. Por la tarde y fines de semana: lugareños de la meseta jugando la partida entre lacónicas copas de anís o brandy. Enmascarando alcoholismos mesetarios. La personalidad del bar Manolo pretendía hacer compatibles esos dos mundos antagónicos, intención de la cual emanaba la esquizofrenia de Manolo y su mujer.

Alrededor del bar Manolo se fraguaban las horas de asueto entre los cerebros privilegiados de la Facultad adyacente. Allí degustaban jetas los sesudos aprendices de intelectual que en los ratos imprescindibles llenaban las aulas de la Facultad.

¡Qué contraste! En ésta, el edificio académicamente correcto: arquitectura repensada, tiempo bajo estricto programa según-las-normas y actividades que giraban alrededor del pensamiento como planetas en semejante sistema solar… Sin embargo, la vida estaba fuera, en el bar Manolo: planta baja de una casucha triste[2] en cuyo seno las horas discurrían a otro ritmo. Allí las charlas informales suponían la puesta a punto como personas de los proyectos de filósofo. Lo lúdico con su disfraz de naipe se mezclaba sin sonrojo ayuntándose orgiásticamente con los juegos de palabras.

Manolo y su mujer eran amables con nosotros, pero con el ambiente maracandés estaban entre los suyos. Los alumnos de la Facultad representábamos aquello que ellos no habían podido y jamás llegarían a ser. De alguna manera se les notaba orgullosos de ser una generación que con su sacrificio había logrado que la nuestra fuera, en este sentido, intelectualmente superior a la suya.

El interior del Manolo era una mezcla de verde y ocre, de humo de tabaco y olor a fritangas. Acogedor, sin duda, pero lejos del ideal que persigue el alma cuando sale por el mundo a investigar paisajes nuevos.

Por no hablar ya de los chistes y su directa relación con el erotismo. Más de una pareja se fraguó entre las paredes regentadas por Manolo y su estricta incultura. Su dentadura proverbial y la maestría gastronómica de su esposa, siempre en la sombra de la cocina.

El bar Manolo era ni más ni menos un sitio provisional. De ésos que tras los años se recuerdan como una parte de la decoración de la juventud. Además supuso un incomparable territorio de convivencia sobre el que dirimir las inefables batallas entre las distintas facciones de la Facultad. Sobre sus humildes mesas improvisamos infinidad de tertulias efímeras. Contempló sin sonrojo los ambientes callejeros durante las movilizaciones del ’87 y sus encierros reivindicativos.

Tras una de aquellas noches en vela, durmiendo escasamente y con afanes revolucionarios de una pacotilla sólo comprensible para los jóvenes… recuerdo entre risas una conversación ocurrente y divertida, charlando con pedagogas tan dulces como inofensivas. Las primeras horas de la mañana resultaban todo un símbolo, con ese sol que hiere dulcemente las pupilas tras el placer nocturnal de la locura indómita…

Muchos días el Manolo fue abrigo para desconsuelos académicos. También albergó más de un encuentro sentimentalmente relevante… pero ninguno mío.

Sin embargo, sobre el aprendizaje y las lecciones que nos da la vida… resulta tardío el balance. A pesar de eso, conservo en la memoria veladas inolvidables en el Manolo, en un ambiente presuntamente hostil. Tan ordinario como cotidiano. Sin embargo depositaron en mi bagaje un poso de sabiduría de otra manera nunca experimentable.

Aunque bien podría haber sido únicamente un lugar “de relleno”, el Manolo… por su comprensión adquirió un rinconcito tierno en ese corazón que nos queda tras los años, como un bizcocho casero.




[1] A la sazón la Facultad era de ambas licenciaturas. Según el plan de estudios vigente entonces, condenadas a entenderse, en un simpar maridaje de Pedagogía y Filosofía. El bar Manolo y se encontraba al otro lado del paseo en el que habitaba la Facultad.

[2] Herencia de los años ’60.

 

 

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