Murillo

Bar

 

Samarcanda

´79

´99

681 

             

 

El Murillo era uno de esos baretos con dos puertas, para mayor sinceridad de sus intenciones. Era tan importante que entraras como que salieras, porque allí ibas a cubrir el expediente. Consumir, pagar y a otra cosa. Ventajas de estar en una esquina. Entrabas por una calle y salías por la otra, si querías… aunque también estaba la opción de entrar y salir por la misma, dependiendo del afán aventurero del protagonista y su ansia de buscar mundos nuevos (aunque sólo fueran espejismos de taberna).

El Murillo habría sido un bar de barrio, sin aspiraciones. Era su verdadera vocación, se le notaba. Pero durante los ’80 cayó dentro del itinerario de la zona de Van Damme. Así que se vio obligado a reinventarse, más o menos a regañadientes, un poco cosmopolita… con lo que esto tiene de abandonar la miopía del terruño y aprender de universos lejanos.

La especialidad del Murillo consistía en agasajar a las visitas para que quisieran volver. Que en su memoria quedaran los apretones y la incomodidad de la masificación humana como algo secundario, mucho menos importante que los placeres del paladar. La ensaladilla, las albóndigas o alguna otra especialidad que se escapa a mi memoria… no sé, quizá los callos. Detrás de semejante contradicción aparente[1], latía un sentimiento tan gregario como inconsciente. El del ser humano que busca sentirse arropado por los miembros de su especie. Ése mismo que tantas veces nos hace sorprendernos de la forma de actuar de algunas personas en determinadas ocasiones.

Por ejemplo, cuando uno se encuentra en la única mesa ocupada de un restaurante y unos comensales desconocidos que llegan justo después se colocan en la mesa contigua, a pesar de tener todo el local a su disposición. ¿A quién no le ha ocurrido alguna vez?

Pues el Murillo era un ejemplo. Con la excusa de que sólo sería un rato, el conjunto de los alternadores o alternantes de la zona… iba de cabeza a una masa informe. A sufrir empujones y apreturas, porque no había espacio posible para la convivencia.

A pesar de que la televisión estaba permanentemente encendida, resultaba imposible escucharla entre la jarana de aquel rebaño de imposible conciliación. Tras salir del Murillo, ya con un poco más de tranquilidad, la gente comentaría sin pudor cómo estaba de animado un local que más parecía un campo de concentración. Pero el personal asistía voluntariamente… ¡y además pagando! ¿Tiene algún sentido? Racionalmente no lo parece, pero esto pasa a un segundo plano (¿no?) cuando la gente hace alarde de un sufrimiento libremente elegido.

No deja de resultar misterioso el proceso mental, el razonamiento encadenado que puede llevar al ser humano a semejantes demostraciones de masoquismo gregario. No es de extrañar que el Murillo fuera más una muestra de antropología paradójica que un bareto de barrio. Probablemente alguna doctrina partidaria de establecer torturas y magnicidios encontrara en el Murillo una prueba irrefutable de su absoluta validez.




[1] La de zambullirse en una masa objetivamente incómoda.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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