Venta

 Mesón

 

 Kagan

 ´98

682 

             

El Venta era una tasca en las afueras de Kagan, en el camino que había hacia La Parra, finca que tenía en el campo Tino, el padre de Jacinta HUMOS y Agustina HUMOS: una especie de terreno al que salir a respirar para olvidarse del mero matiz urbano que pueda tener el pueblo. El caso es que Tino había ido haciendo sus pinitos: ahora una caseta, después convertida en una choza… así hasta tener un poco más tarde aquella construcción convertida en chalet proletario de dudosa legalidad. Al estilo de los pelotazos de los ricos, pero en miniatura.

En fin, aquello no hacía mal a nadie, así que un poco de vista gorda por parte de caducas instituciones y otro poco de buena voluntad económica por parte de Tino… a buen seguro ya habrán hecho del lugar algo digno de encomio. Levantado por un trabajador con sus propios esfuerzos… el de las manos y también el económico.

Pues en el camino hacia aquel oasis particular llamado La Parra por sus seguidores y correligionarios, había que pasar por la carretera que enseña la parte más fea de Kagan. Así, recorriendo aquel itinerario, parece un pueblo aún más desangelado que desde la perspectiva turística. Digamos que es la cara oculta de una luna vergonzosa que escondiera sus defectos. En realidad es una versión más cruda de la verdad, pero ésta suele tener en todas partes muy mala prensa. El Venta recogía sin duda una herencia ancestral de parada de postas al servicio de los viajeros más variopintos. De ahí su nombre, palabra con resonancias quijotescas y medievales para indicar lugar de paso con servicios hosteleros por antonomasia.

Sólo que el tiempo había ido pasando y el Venta era ya únicamente una tasca de planta baja, con una pequeña terraza repleta de sillas aguardando los culos que vinieran a llenarlas para contemplar las vergüenzas saharauis. Mientras degustaban alguna consumición para matar el tiempo y exclamar tópicos acerca del terruño.

Por allí recalaban obreros varios, alcohólicos a tiempo parcial, desterrados de su domicilio buscando un oasis que sólo estaba en su imaginación… en una palabra, lo más granado de la intelectualidad de la comarca. De ahí que fuera un lugar de paso. En el Venta no se aguantaba el ambiente más rato del que dura una cerveza. Es cierto que también había comidas caseras, pero sólo eran una forma de extender el tiempo de estancia en el lugar con la excusa gastronómica. No es que fueran malas, es que eran irrelevantes: jamás llegué a probarlas.

Como todos los lugares de paso, el Venta carecía de alma, de personalidad propia: para tenerla habría necesitado algo más que visitantes extemporáneos. Por ejemplo, gente que prestara su propia alma en el intento. Pero al estar en una encrucijada, también tenía algo de lugar diabólico. Se respiraba en el ambiente, sin que pudiera explicarse muy bien por qué, con el solo hecho de pasar ante su puerta con el coche. Era algo así como un diablo de andar por casa, pueblerino y chapucero, de ésos que se conforman con las palabras soeces. Sin llegar al comercio clásico de compra-venta de almas: como máximo, llegando al alquiler. Una chabacanería del comercio que recuerda lejanamente a términos sexuales en su versión menos erótica, más barriobajera[1].

Los lugareños le añadían un apodo que tenía su guasa, por evocar tiempos de la Reconquista en nombre de aquel Dios que ha quedado sólo para el recuerdo. Como las mitologías saharauis luchando contra los moros. El Venta era algo parecido a un traje de musgo asfixiando la esencia humana.




[1] Por ejemplo: calentorro.

 

 

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