Partido

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Samarcanda

´85

´86

625

             

 

El Partido era un garito principalmente marrón y oscuro. A pesar de estar a nivel del suelo y en un lugar céntrico, en la personalidad del Partido confluían una serie de factores que lo convertían en algo hasta cierto punto maldito.

Cuando estuvo abierto[1] existía una clientela propia de los bares de su estilo. Cercanos al movimiento punk y toda la liturgia que llevaba asociada. De ahí, seguramente, la vocación oscurantista del Partido. Buscando una forma contestataria que lo convirtiera en una excepción entre la luz, en el agujero negro capaz de trastocar las dimensiones habituales aun a costa de su propia existencia.

Porque la desaparición del Partido era casi un requisito de su nacimiento, un suicidio anunciado. Como si haber permanecido o haberse perpetuado hubiese resultado contradictorio con su pedigree de alternativo.

Asomar la nariz por la puerta del Partido[2] transmitía la sensación de haber entrado en una película yankee, de ésas en las que aparece un bar de culto en el que todos se conocen y se odian lo justo para poder sobrevivir. En el que una cara desconocida atrae todas las miradas hacia uno, pero con un plus inquisitorial y amenazador… con cara de pocos amigos.

La barra inmensa, la decoración desangelada, la música hostil, el ambiente frío… todo invitaba a no volver al Partido, al menos a mí. Supongo que a mucha gente le pasaría igual, porque el negocio se fue al garete al poco tiempo.

Haber estado en el Partido tomando algo le dejaba a uno cierta percepción contradictoria. Por un lado, la sensación de haber perdido el tiempo haciendo algo que no merecía la pena. Pero por otro… el inexplicable orgullo de haber sobrevivido a la osadía de adentrarse en ese anticipo del infierno… o al menos de un campo enemigo que se concibe así, como amenaza abstracta.

Ya simplemente la fachada del Partido, revestida con una plancha metálica ondulada en ángulos rectos, era repulsiva. A esto se añadía el esfuerzo de subir un escalón para acceder al interior: excesivamente alto, que incomodaba al entrar. Estos dos elementos eran suficientes para que psicológicamente uno se sintiera rechazado en aquella frontera. Si a esto añadimos todo lo dicho hasta ahora de su interior, queda claro que el Partido era un garito abocado al fracaso.

Aunque desapareció por completo físicamente, su espíritu quedó pululando un tiempo por la zona… hasta que pudo o supo reencarnarse en otro local cercano, llamado Zimiar. La zona no era mala, ni mucho menos. Con el tiempo se fue poblando de bares casi siempre más amables, como El chaval ligur… prestos al buen rollo sin mayores complicaciones.

El Partido en su día fue y era un sitio que pedía el público… No se sabía muy bien por qué, es muy posible que ni siquiera lo supiera el público que lo pedía. Probablemente ese mismo colectivo se encontraba más a gusto en otros lugares apartados y con mayor oscuridad, como La fragua, que terminó recogiendo el testigo y la herencia. En todo caso, a pesar de todo lo dicho el Partido fue un lugar emblemático. Un marchamo de aquella ganadería, de aquella tribu urbana. Troquelar la memoria era lo mínimo que podía hacer un local de su calaña en una conciencia imberbe y adolescente como la mía… como la que yo entonces tenía.

 


 



[1] A principios de los ’80 y no más de un año, dos a lo sumo.

[2] Yo lo hice un par de veces, aunque quizás ni llegara a entrar… no lo recuerdo.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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