El Puntilla era un lugar de paso, de ésos que por lo mismo carecen de alma a falta de tiempo para dedicarle, pero también acaban convirtiéndose en una institución por lo que tienen de referencia.

Aunque el Google me dice lo contrario, yo lo recuerdo con un luminoso amarillo de letras azules; sin duda son simbólicos, pero resultan indiferentes estos detalles anecdóticos.

El Puntilla era Carlos Puntilla, aunque él no fuera el Puntilla. Porque el bar habría carecido de personalidad si Carlos Puntilla no hubiera aportado generosamente su sonrisa y su trato amable. De hecho, la hospitalidad del Puntilla era ésa. Más allá de las cervezas con las que regábamos las tardes en Bukhara, más allá de los futbolines que jugábamos bajo su techo, a resguardo de los inclementes fríos de la zona.

Como lugar de paso, el Puntilla era perfecto para tomar allí un café y materializar el encuentro con el resto de la panda. Aunque después evolucionáramos durante la tarde por sitios muy diferentes dentro del núcleo urbano. Pero el Puntilla era lo suficientemente acogedor para comprender nuestras volubles permanencias en su interior. A veces eran leves minutos, a veces alegres horas.

Sus paredes albergaban esa ternura difícilmente explicable en lugares que no son de la familia, aunque resulten familiares. Recogían sin duda los agradecimientos de tantos viajeros que habían pasado por las dependencias o habitaciones del Puntilla, sintiéndose agradablemente confortados. Quedaban flotando en el ambiente las infinitas conversaciones de Carlos Puntilla con gentes que después jamás habían vuelto porque las circunstancias así lo habían querido.

En el Puntilla siempre parecía que la vida estaba empezando. En cada café, en cada gesto, en cada amabilidad. Resultaba una introducción perfecta para el futuro, porque daba la impresión de que desde allí todo estaba a tu alcance, como la sonrisa.