BUKHARA

BU

Generalidades

de Bukhara

1984

093

 

 

 

Llegar a Bukhara suponía trasladarse en el espacio-tiempo. No sólo significaba cambiar de costumbres y de ambiente, sino que además significaba traspasar una frontera no escrita, ni física… algo esotérico como penetrar en una dimensión que afectaba sobre todo a la conciencia.

No se trataba únicamente del paisaje de Bukhara[1], también la carga emotiva e incluso magnética que el entorno tenía y por tanto influía sobre cualquier individuo: el lago inspirador, los episodios de la guerra que aún se mantienen en el ambiente como una gelatina invisible… y tantas otras experiencias (propias y ajenas) que venían a invadir el ánimo de los seres humanos que por allí pasábamos.

Con mayor o menor conciencia y aceptándolo o rechazándolo interiormente (según el caso), cada uno de los espíritus que recalábamos en aquel entorno… terminábamos impregnados de una capa a caballo entre el misterio y la aceptación de la parte disgustante de la vida. Una especie de híbrido entre el anhelo y la resignación, una contradicción tan vital como la propia existencia.

Durante los días que duraba mi estancia en Bukhara se alteraban las dimensiones habituales: el tiempo estaba mucho más enriquecido y desplegaba sus implicaciones como tentáculos sobre los pobres mortales que nos encontrábamos a su merced. Pero no nos resignábamos, ni mucho menos. Seguir el juego era jugar a vivir, sin más. Nos entregábamos sin complejos a tareas que en otro entorno nos habrían parecido pueriles o despreciables: jugar al billar, charlar, hacer o revelar fotografías, excursiones, borracheras, escribir, pasar frío, tomar café, hacer proyectos sobre obras nuestras, discotequear, dormir con frío y a deshoras… eran sólo una mínima parte del abanico que Bukhara ponía a nuestro alcance.

Nosotros entrábamos gustosos al trapo, jugábamos a dejarnos conquistar por su perfil de castillo medieval, seducidos en el fondo desde aquella dimensión tan diferente de la vida cotidiana: a la que nos acostumbraba el mundo real, lejano de Bukhara.

Los días discurrían alegres y plenos de despreocupación: a veces hacíamos programas de radio, jugando durante los intermedios con las placas de las calles que habían arrancado los fascistas tras la guerra… ¿cómo habían sobrevivido y dónde fueron a parar después? Son dos misterios…

Carreras subiendo hasta el castillo[2], charlas y tabaco mirando el río desde una galería gélida… hasta el agua del retrete se congelaba. Eran otros acompañamientos: como su hermana Violeta Ref. Nini Resús y los correspondientes amigos, cuya única dedicación consistía en fumar porros mirando la televisión… “los muebles” era su apodo ganado a pulso.

Los enclaves físicos concretos (cargados de energías indescriptibles) y las personas que por allí circulaban hacían el resto. El resultado final era una combinación subyugante de hechos, actos, acontecimientos, espíritus humanos en sus mejores y más desinhibidos momentos… junto con un vitalismo tan inexplicable como arrollador.

Lo que hacemos –importante o no– queda para siempre flotando en el espacio-tiempo, a la espera de ser atrapado de alguna forma por habitantes ajenos. Allí estaremos, eternamente aquellas vacaciones en Bukhara (discoteca, porros ajenos, paseos, charlas, música, literatura, camaradería…) mientras los planetas, indiferentes, siguen girando ajenos.

Las noches discurrían frescas por los entresijos de un cerebro apolillado, como lo harían los fantasmas por las mazmorras de un castillo que una vez les tuvo prisioneros. Circulábamos entre aquellos pasillos espirituales como peregrinos que deambulaban: La tasca de las almas, Puntilla y otros lugares cuyo nombre me hurta la memoria. También alguna excursión hasta un pub que habitaba una de las cuestas de Bukhara: en él, una maniquí seductora ambientaba las noches, les regalaba calidez. Quizá por eso un día me propuse seducirla, aunque no fui capaz ni de arrancarle una sonrisa. Ella estaba ahí, eterna como un arquetipo, mientras yo era sólo un pobre mortal pretendiendo trascendencia. Quizás un llanto invisible inundara su interior por no poder corresponderme… Allá por el ’85…

Algo paralelo a las noches de jolgorio en la discoteca cercana, a la búsqueda[3] de alguna extranjera con bigote que poder cepillarse[4]. Después, en pleno invierno, volver a las tantas caminando hasta Bukhara: entre la nieve, con el riesgo de encontrar algún lobo en su ruta natural. Toda una metáfora de aquel mundo incomprensible y ajeno.

Como éramos de no creer y –según dijo alguien, quizá yo mismo– cagarse en algo es presuponer su existencia, encontramos aquella fórmula ontológicamente impecable y fonéticamente efectiva: “Me cago en ningún dios”. Puede que fuera invento de K-tcha-boss o del mismo Nini Resús. Venía a sustituir o convivió con aquella otra, promiscua por definición y que necesitaba la diarrea permanente: “Me cago en todos los dioses del Olimpo”.

Casi imperceptiblemente unos días más tarde llegaba la despedida, la hora de abandonar el entorno. Para tod@s era un momento crucial: así lo asumíamos, entre cafés y risas. Muchas veces, despedidas eternas en la estación de un tren que se negaba a la puntualidad: un edificio cargado de sentimientos, heredero de mil adioses que permanecían, sin resignación, adheridos a sus paredes. En otras ocasiones era la carretera, siempre cruel, la que nos separaba de aquel rincón sin posible comparación en toda la geografía del planeta.

Deambular por las calles de Bukhara era como recorrer pasillos de la propia mente, nunca antes descubiertos. Resultaba una nueva versión de la introspección difícilmente conseguible con otras técnicas. Como si uno mismo llevara esperándose, desdoblado, eternamente entre sus calles… y se encontrara durante una noche misteriosa que venía a poner finalmente las cosas en su sitio. Bukhara era un espejo en el que contemplarse el alma, desnuda y sin débitos.



[1] Cuya notoria influencia sería absurdo negar.

[2] Nini Resús tenía un trofeo oficial por velocidad récord.

[3] Según palabras de Nini Resús.

[4] La extranjera, no el bigote.

 

 

Sonido

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