KAGAN

KA – 2.1.

Domicilios

saharauis

Plaza de la Hucha

1964

075

 

 

CÍRCULOS CONCÉNTRICOS, ONDA EXPANSIVA

CASA

Pinceladas deslavazadas para unos años incipientes, insuficientes para dar más recuerdos que destellos. Recuerdos de la infancia en mi pueblo, algo que se supone debería ser importante… son escasos, aunque aleccionadores y simbólicos para quienes sepan interpretarlos. Una sensación inexplicable, que acerca los domicilios a las telarañas.

Aquella casa era un escondite de seda, yo el gusano a quien el tiempo transformaría en mariposa… así estaba planteado el asunto: mi primera infancia estuvo arropada por ese domicilio del que recuerdo cosas inconexas. Así era la casa de mi infancia.

  1. El sol entre las rendijas de la persiana a la hora de una siesta obligada, indeseada, con el sol proyectado entre las persianas y descomponiendo sus rayos en colores… mientras nos echaban la bronca por no dormir. Tardes que acababan en cachetes.
  2. Persignarse y santiguarse como sinónimos… de sumisión ante la divinidad: enseñanzas para esclavos.
  3. Una cucaracha en la nuca, corriendo por mi cogote al caer la noche… un susto justo antes de dormir.
  4. En aquel entorno me enseñaron el significado de condurar… alargar lo placentero, hacer durar aquello que sin duda desaparecerá sin remedio.
  5. Un ratón cayendo sobre la cabeza de Restituta Tía, mientras se asomaba a la ventana de la cocina.
  6. El campo inmenso que se veía desde la terraza, sin urbanizar… el campo siempre cerca.
  7. El susto de una mañana en la que Marilín Hermana se intoxicó por comer sin control todas las píldoras de un frasco de aspirinas infantiles… Paquita Madre dándole un vaso de leche como purga inocua.
  8. Valentín Hermano haciéndome comer una mosca con el viejo truco de “abre la boca y cierra los ojos”… Cuando se lo dije a Paquita Madre, me hizo tomar un vaso de leche: aún recuerdo la segunda mosca, flotando sobre la leche, colocada allí por Valentín Hermano.
  9. Una mañana, Valentín Hermano en la ducha con mi madre: y yo solo en la terraza… con una caja de bombones de la que di buena cuenta. Al llegar Restituta Tía y verla casi vacía, la bronca: “¿Te los has comido todos?” Y mi respuesta inocente y lapidaria: “No, le he dejado uno a mi hermano…”
  10. Una noche, justo antes de irme a dormir, el día del fin del mundo. Paquita Madre entró en la habitación, ya en penumbra. Me dijo que a partir del día siguiente no podía ir a la librería Stradivarius, donde trabajaba Valentín Padre

De allí procedían los cromos del álbum Meiga que nos traía cuando estábamos enfermos. Allí estaban también los libros que yo devoraba como en una biblioteca. Pero Valentín Padre había dejado de ser así un empleado del negrero de su jefe, que le obligó a trabajar siete días a la semana ¡durante más de 20 años!

  1. Un accidente: la desgracia con mi frasco de pastillas (aquéllas para mi bien, junto con las inyecciones que me dejaban cojo), se le rompió a Paquita Madre al cerrarlo: cortándole los tendones del pulgar. Su mano bajo el grifo, entre gritos de dolor… los tendones colgando entre la sangre…
    1. Descubrir el escondite de los regalos de Reyes que nos tenían preparados mis padres… descubriendo así la patraña del lirismo, desenmascarando la realidad.
    2. El ungüento Paquesí, en su lata plateada, prometiendo curar la dolencia de mi rodilla.
    3. Jugar con Valentín Hermano a encerrarnos en el cuartito de la terraza, o a enseñarnos el pito… jugar a los vaqueros con pistolas de plástico. Investigaciones sexuales censuradas…
    4. Balugas: un insulto doméstico para reconvenirme cuando no estaba bien vestido… generalmente, faldones de la camisa saliendo entre el resto de la ropa. Atuendos descolocados.
    5. Dentro del armario de mi ropa, junto a las corbatas falsas (con goma, no con nudo): una cajita con el plástico de los bombones que ya no estaban. En su interior, monedas amontonadas como un tesoro, atesoradas.
    6. La cocina extraña: como si fuera un lugar de paso, con dos puertas.
    7. Una ensaladilla rusa vomitada por una insolación, un día imprudente de verano.
  2. Bromas de Valentín Padre sobre el jarabe de Marilín Hermana: “Stalina, Stalina, que te mando pa’ la cocina…”
  3. Chamberga: aquella cola que parecía mágica… con ella Valentín Padre convertía láminas de calendario en cuadros. Era la misma que servía para empapelar las paredes: transparente cuando seca, pero aportando textura.
  4. Ya de niño, mi color favorito era el verde, quizás por mi afán de ser viejo desde el inconsciente.
  5. El cartílago del pollo, que adornaba la pechuga en el momento de comer: la ternilla y su aura de pasatiempo travieso, entretenido… mientras el niño, despreocupado, se alimenta y crece sin saber más.
  6. Jamás jamaré jamón…

ALREDEDORES

  1. Valentín Padre haciendo una broma mientras subíamos por la escalera… como si se hubiera equivocado de piso, poniendo la llave en la cerradura del segundo (justo debajo del nuestro)… ¡y abrió!
  2. Aprender lo que era una zancadilla gracias a una caída, subiendo por las escaleras hacia casa.
  3. Vecinos de escalera: un chaval con mala fama y una niña que –para mi sorpresa– se llamaba Mariamor.
  4. En el portal, una bronca un día… por hacer el mono mientras me comía el plátano.
  5. Encarnado y quemado como los apellidos de un chaval de la plaza de la Hucha… ¿cómo era su cara? Ni lo recuerdo.
  6. Para taparme la boca, Valentín Hermano me apretó con la mano: mis dientes de leche, marrones y carcomidos… se me clavaron en la parte interior de los labios.
  7. Mi enfado por regresar de paseo con sed una tarde: Paquita Madre me ofreció un chicle de menta y lo rechacé con desprecio.
  8. Un perro nos acosó a la puerta de una casa cercana. Haciendo leña de dos infantes, caídos como por casualidad. Valentín Hermano se volvió y al gritarle “¡perro maldito!” consiguió que huyera anonadado.
    1. Una tarde, volviendo a casa precipitadamente desde un paseo con mis padres… pero ya era demasiado tarde: me había cagado encima.
  9. Paseos con la familia por el parque, tan de domingo como las salidas al campo: naranja, limón y huevo en las ensaladas campestres. En el campo y en el parque, también los domingos, una golosina con sabor a infancia… dulce como los padres.

COLEGIO

  1. Volvíamos de clase charlando, con Carlos Roberto HOMBRE: un compañero con cara de viejo nacido un 29 de febrero y que por tanto, como un milagro, sólo cumplía años una vez cada cuatro.
  2. Mientras charlábamos de eso, iba con nosotros el hijo del médico del pueblo: a un pobre gato vagabundo le propinó una patada en las tripas. Sonaron a vacío, casi como la cabeza de aquel animal que iba conmigo.
  3. La pelota verde estaba en el itinerario: un local de recreativos, sólo para mayores, claro. Lo mirábamos de lejos, con embeleso. De reojo, también la vista se iba hacia la whiskería El minino oscuro.
  4. Charlas para quienes empezábamos a investigar chistes acerca de la diferencia entre los sexos: “nosotras, las más modernas, lo tenemos empotrado para adentro”, decía uno con símil sexual de armarios.
  5. Cromos del “Visión-pasta-música”, por la calle saliendo de los Franciscanos de Kagan al volver del cole: los comprábamos en el Kiosco Alba, sitio emblemático.
  6. Pensamientos inconexos, intuiciones sobre la belleza materna como la mayor del mundo… a la vista precisamente de alguna chica despampanante contemplada fortuitamente.
  7. Descubrimiento de metáforas y paralelismos entre las limaduras de una tubería metálica recién cortada (lentejitas) y el nombre de Alejandro.

HUIDA

Después llegó nuestra partida de la plaza de la Hucha. La familia al completo, como en una represión política o una maldición bíblica… hacia el exilio que suponía marcharnos a Samarcanda. Aunque para mí en realidad fuera una bendición existencial, porque gracias a aquello mi pacato horizonte de pueblo se amplió hasta unas miras que con el tiempo llegarían a ser infinitas.

Desde entonces, para mí Kagan ya sólo fue la referencia del verano. Anastasia Abuela como abrigo primero, como ser indefenso más tarde… tras la muerte de Merlín Abuelo, que se fue sin el consuelo de ver morir al dictador ¡por un mes!

La vida iba a ser tan diferente… o bien: habría sido tan distinta para mí de habernos quedado en Kagan

Entre telarañas de memoria, recuerdo que mis padres pedían por aquel piso “1.800 euros, dinero en mano”. Suena tan ridículo a fecha de hoy: por un piso, lo que ahora significa la nómina de un par de meses para cualquier desgraciado… pero era el año ’72.

Con mis escasos ocho años: ni opinión ni conocimiento. El mundo era algo que estaba ahí simplemente para ir aprendiendo. La vida una serie de acontecimientos que iban ocurriendo en mí, sobre mí, a través de mí: si yo participaba en todo aquello era sólo como sujeto paciente.

Sentía cómo los bandazos iban curtiéndome. Poco a poco creaban una ligera capa de queratina que se iba engrosando con el tiempo y las experiencias. Aunque indefenso ante ellas, la sensación era que lo mejor iba a ser que me resultasen indiferentes: como irremediables que eran.

Así fue como mi espíritu salió de aquel domicilio de la plaza de la Hucha: el primero que tuve, en el que desperté a la experiencia de la vida como algo continuo… tras el fugaz destello de luz que vi y me vio en la plaza Lucas Coscorrón[1].

Aquella huida era la frontera definitiva que me alejaba de la infancia: irnos a vivir a Samarcanda.



[1] Donde tuvo lugar mi alumbramiento.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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