KAGAN |
KA – 2.2. |
Domicilios |
saharauis |
Plaza Lucas Coscorrón |
1992 |
114 |
La casa que me arropaba en el momento que nací era humilde y pequeña, pero resultaba casi un lujo para los desposeídos de la postguerra (mis abuelos)… A pesar de que mis padres –creo– ya estaban viviendo en otro lugar, las tradiciones y los tiempos hacían que la costumbre de parir en casa fuese determinante. Además a eso hay que añadir los conocimientos de Anastasia Abuela –de tradición de curanderas– y la seguridad de Paquita Madre: sentirse arropada por los vecinos en aquel trance.
Pero enseguida la plaza Lucas Coscorrón se convirtió para mí en otra cosa: el refugio sentimental que otorga una especie de comodín en la educación. La casa de unos abuelos: éstos, como se dice tradicionalmente, tienen como misión malcriar a los nietos. Un extraño equilibrio en el mundo de la educación familiar, con sus misteriosos contrapesos.
Antes de que la plaza Lucas Coscorrón estuviera empedrada o más bien embaldosada, cuando aún era tierra, yo jugaba entre triciclos. Compartiendo miserias con los otros niños, mis iguales: unos vecinos que llevaban con la mejor de las dignidades el lastre de una postguerra inhumana. Unos vencidos cuya supervivencia era una victoria (o al revés) en medio de una sociedad empeñada en matar lo humano, bajo el reinado del fascismo: la esencia de la animalidad, la crueldad, lo arbitrario.
Allí fui creciendo en los ratos libres, era casi mi segunda casa… pero cuando tenía 8 años cambió el panorama laboral de Valentín Padre y con él mi horizonte vital. En el ’72 me fui (me llevaron) a Samarcanda, dejando aparcada la plaza Lucas Coscorrón. Sólo de manera provisional, pues con la muerte de Merlín Abuelo, a finales del ’75, el panorama cambió radicalmente, el domicilio de la plaza Lucas Coscorrón fue el mío durante los veranos: mientras duraban las vacaciones, me iba con Anastasia Abuela a vivir allí el calor atenuado por la sierra de Kagan. Veranos en el pueblo, leyendo novelas del Club del misterio… pero en cuanto empezaban otra vez el frío y el curso, vuelta a Samarcanda.
No sé cuántos años fue así la plaza Lucas Coscorrón mi domicilio intermitente. Los veranos en casa de Anastasia Abuela, los tenedores alérgicos[1]… el refugio donde olvidar las obligaciones correspondientes a mi edad. Los veranos en mi pueblo discurrían con una quietud desesperante, que era lo más parecido al vacío. Para esa comunidad llamada Kagan, acostumbrada a los episodios de postguerra y su crisis industrial y humana… aquel silencio, la Nada, era una bendición. Sentir el calor, el letargo fácil del paso de los días: casi constituía su objetivo vital.
Pero aquello para mí era la desesperación en estado puro. Mi personalidad bullía, necesitaba una acción que –como no existía– acabé por inventar. Desde crear un club con mis vecinos y amigos veraniegos[2] hasta coquetear con chicas en busca de emociones para un corazón lleno de hastío. Diversiones o frustraciones, cualquier cosa valía para salir de un tedio inexplicable, insufrible.
Jugábamos al fútbol cada tarde, en la plaza Lucas Coscorrón junto a casa de Anastasia Abuela, cuando el calor ya se había marchado. También jugábamos a las cartas mientras lo esquivábamos. Recorríamos domicilios huyendo de un aburrimiento persecutorio. Íbamos a la piscina para romper la monotonía. Explorábamos paisajes llenos de escombros y riachuelos contaminados, buscando el frescor a cualquier precio. En fin, cualquier ofrecimiento de la realidad nos parecía bueno.
Así, en el silencio de las noches[3], casi por casualidad llegó a mis manos un walkie-talkie. Aquélla era la prueba irrefutable de que existía la vida más allá de la oscuridad estrellada.
Era un elemento que desterraba mis pesadillas de cadáveres medio putrefactos y casi descarnados. Y también alejaba las sombras errantes de los pasillos de la casa de Anastasia Abuela. También superaba con diferencia el entretenimiento de las novelas policiacas que me hacía enviar por correo.
Allí se abría un mundo nuevo, en las ondas invisibles que circulaban por el nocturno aire cotidiano. Quizás fuera mi primera experiencia con la segunda realidad que alberga toda apariencia. Así descubrí que lo evidente carecía de importancia ante los mundos infinitos que nos rodean, invisibles. Fue la antesala del que sería mi descubrimiento un par de años después, en el ’83: del mundo de los radioaficionados y toda la parafernalia que lo acompaña.
Durante las noches de verano inventé el miedo como forma de acabar con el aburrimiento. Era el silencio plano del pueblo, del campo… en unas horas que yo habría deseado dedicadas al descubrimiento, a la investigación: de mi cuerpo y de l@s otr@s. La sorpresa de saberse vivo en un mundo de magia e intriga, donde las cosas pudieran ser imprevisibles y novedosas. La vida desnudándose ante mis manos, en la inefable noche surcada de ruidos extraños. Buscando gentes diferentes con las que compartir la sorpresa del misterio.
Pero sólo tenía la literatura, los ojos ávidos de esos mundos escondidos entre páginas. El papel mi único amigo y yo la imaginación, una mezcla explosiva y combustible. Gracias a Anastasia Abuela, que me urgía para apagar la luz por causas económicas, yo era un desvelado. Un insomne rastreando sombras, que me atemorizaran entre los reflejos de una luna hastiada[4].
Acabé albergando cadáveres en los sueños, visionando asesinos crueles en el pasillo deshabitado. Me impidieron todos ser un bello durmiente y gracias a su divina intervención acabé abrazando el miedo. Después, en esa crisis propia de un alma inquieta, me identifiqué en algún instante con el miedo mismo hasta ser uno. Para usurparle el lugar que hasta entonces le había correspondido históricamente en mi mente. Me convertí en pánico, simultáneos adjetivo y sustantivo, desde entonces soy pánico, un pánico. Tú lo sabes: me he hecho pánico.
La ventaja que te abre todas las puertas: inmovilizados los espectadores la mayoría de las veces por su miedo, que soy yo. En otros casos: porque durante las noches de verano, el aburrimiento les obliga a convocarme y yo plácidamente accedo. Complacido, hago acto de presencia en unas vidas que me están deseando. Me dejo llevar por mí mismo, esta corriente que me avasalla. Soy una corriente y su único representante, porque cada pánico es un dios inédito… una madera semipodrida a merced de su voluntad inmensa.
Para el ’83 el asunto cambió radicalmente: aquel verano[5] estuve trabajando en la piscina del Hotel Rana (en Samarcanda) y por tanto, nada de Kagan. Después, entrar en la UdeS significó prácticamente acabar dejando[6] aquella vida alternativa.
Quizá mis dos años en la Facultad de Derecho fueron una especie de tiempo-bisagra: la pandilla de ágiles[7], Romina BUSCA y todo aquel asunto que me quedaba grande pasó a la Historia con mi llegada a la Facultad de Filosofía en el ’85.
Aquello absorbió placenteramente todas mis energías. Para el ’87[8] mi relación con la plaza Lucas Coscorrón casi había desaparecido… pero entró en juego Jacinta HUMOS, que significaba un coletazo de aquella casa y aquella vida. Mi conciencia se negaba a abandonarla como si se tratara de una renuncia, cuando en realidad era una liberación.
Regresaban así aquellos veranos redivivos de principios de los ’80, en el rostro platonizado por mi conciencia más ancestral y saharaui: pretendía tomar de nuevo las riendas de mi vida.
Resultó un toma y daca imprevisible en mi desorientada vida. Ésta se debatía entre el maremágnum de la Filosofía con todas sus ramificaciones y consecuencias[9] y una vida pausada[10].
Como el Guadiana la superficie, en aquella época yo visitaba Kagan de forma intermitente, imprevisible: era un reducto al que me aferraba, intentando positivizar un ambiente destructivo. Era mi cabeza sin salida, buscando una válvula de escape a través del corazón: una quimera.
Así fue hasta el ’91: aquel año significó mi puesta de largo, mi entrada en sociedad. No sólo aprobé unas oposiciones que me convirtieron en funcionario por arte de magia… también inicié un noviazgo que me convirtió en una persona casi normal: pero ¡casualidades de la vida! Dolores BABÁ era de un pueblo cercano, casi Kagan… y además, mi destino definitivo como funcionario resultó ser el Círculo de Maestros (C.D.M.) de Kagan: a menos de 100 metros de la plaza Lucas Coscorrón.
Durante mi estancia en el pueblo[11], ocurrieron una serie de hechos que sin superponerse ya serían cada uno de por sí clarificadores. Imaginar que son coetáneos[12] da una idea aproximada de la locura vital que significa la juventud: ese almacén de potencialidades que pugnan por despeñarse hacia el abismo, provocando la belleza de cualquier cascada.
La de la plaza de funcionario para mí fue una toma de posesión en dos fases: primero me dejaron provisionalmente en el Ministerio de Educación y Ciencia de Samarcanda, pero para el ’92 ordenaron mi traslado definitivo al Círculo de Maestros (C.D.M.) de Kagan, con el objetivo de que formara parte de la plantilla fija del mismo.
Por lo tanto el verano del ’92 significó mi traslado con todas las consecuencias: volvía al terruño, sin contemplaciones. De poco había servido que al solicitar destino tras aprobar las oposiciones, yo hubiera colocado a Kagan en el lugar 40. Algún tipo de conspiración cósmica, de determinismo esotérico o cualquier otra mandanga, me había convertido en algo tan simple como eso: yo era un tipo que vivía en la casa en la que había nacido, trabajaba a 100 metros de distancia y las perspectivas eran las de jubilarme con aquel panorama 40 años más tarde. Sólo faltaba que las circunstancias acompañaran.
Realmente mi regreso en el ’92 había sido al domicilio de la plaza Lucas Coscorrón, pero no a Los Campos: ya no tenía contacto alguno con el barrio (a pesar de vivir y trabajar en él). Estaba por así decir voluntariamente desvinculado de la vida de Los Campos. Mi casa se convirtió en una especie de torre de marfil en la que actuaba como un diletante que se permitía incluso una especie de criado al estilo Polidori: Eugenio LEJÍA accedió a vivir allí conmigo de esta forma. Descontroles de todo tipo como palos de ciego buscando una salida que sólo estaba en mi calenturienta imaginación.
En fin, experiencias nocturnas ciertamente aleccionadoras[13]: aquello era Kagan, en todos los sentidos. Una vez has caído bajo su influjo, resulta necesaria una rampa de lanzamiento casi profesional para sustraerse a semejante fuerza de gravedad. Aunque bien pronto el experimento resultó fallido. La convivencia entre un funcionario renegado y un punki ejerciendo de cocinero tardó poco en saltar por los aires. Recuerdo una tarde en mi pueblo, escuchando a tope a Javier Corcobado y bebiendo Four roses a morro, mientras miraba por el balcón… Ejemplo de protesta estéril, en el desierto.
Para rematarlo, un par de experiencias nefastas con las peregrinas cuestiones del bricolaje: el buzón del portal, que se me negaba hasta la saciedad. A punto del conflicto con los vecinos por una cuestión de agujeros… en el tabique. O intentar alicatar el baño, peleándome con albañiles sedientos de dinero ajeno. En fin, experiencias altamente olvidables.
Después llegó Joaquín MACHO y con él la Sociedad gastronómica. Una temporada tan desenfadada como inmanente. Por suerte para mi paciencia, había algún que otro entretenimiento: la Prestación Social Sustitutoria me permitió escapar temporalmente de aquella ratonera, puesto que hui de la plaza Lucas Coscorrón hasta Samarcanda la primera parte del ’93… e incluso más lejos, hasta Zarafshon la segunda parte de aquel año.
Mi Prestación Social Sustitutoria fue más una bendición que una condena. Aunque me sirviera para darme cuenta de que tampoco la conyugal era la vida que quería, al menos fue un buen respiro. Pero allí terminó la tregua: el ’94 significó la vuelta a la plaza Lucas Coscorrón, ahora en compañía de Seco Moco haciendo de Polidori. Elemento regante de una discordia previamente sembrada por mí mismo: me encontraba allí como en la cárcel.
Dolores BABÁ[14] lejos, yo encerrado en mi pueblo con la extemporánea aparición de Jacinta HUMOS para contribuir aún más si cabe a semejante desfase… aquello no había por dónde agarrarlo. Reengancharme en el ’94 a la plaza Lucas Coscorrón resultó muy diferente: ahora Polidori era Seco Moco y eso significaba un peligro de otro tipo[15]. Para mí era meter en casa una vida tan tentadora como indeseable. Y la convivencia resultaba tan fácil como vacía.
Hicimos nuestros pinitos en el mundo de Los cuadernos del Soplagaitas, sí, pero más como showmen que como artistas. Algún que otro experimento fotográfico[16] servía para ir dándoles vidilla a unos días que de otra manera habrían muerto por sí solos, marchitados.
En fin, mi casa de la plaza Lucas Coscorrón se había convertido en algo imposible de insertar en una vida deseable. Por un lado era mi refugio para escapar de la vida laboral, pero por otro me podía en ella la claustrofobia. Aunque de hecho los fines de semana me fuera a Samarcanda para encontrarme con Dolores BABÁ, mi domicilio tenía las características de amenaza permanente. Además los caprichos del Ministerio de Educación y Ciencia me sacaron del Círculo de Maestros (C.D.M.) de Kagan para llevarme a un armario de cavernícolas que se llamaba Instituto de Futuros Currantes: el exilio del exilio, porque al menos en el Círculo de Maestros (C.D.M.) la gente era soportable, llevadera, incluso agradable.
Pero aquel Instituto de Futuros Currantes en cambio era naftalina en estado puro, superior a mis fuerzas. Éstas se revolvían de mil maneras contra una tempestad empeñada en hundirme definitivamente, sojuzgarme, humillarme sin piedad. Por suerte apareció entonces Leandro Francisco CASO con Los cuadernos del Soplagaitas… resultaron ser un balón de oxígeno que me permitió respirar en aquel ambiente asfixiante.
Y en septiembre del ‘94, la rampa de despegue definitiva: mi marcha hacia Angren significaba cambiar de trabajo, de horizonte, de vida… pero sobre todo escapar de aquella ratonera llamada plaza Lucas Coscorrón. La excedencia como Auxiliar administrativo para ser docente a cientos de kilómetros de distancia suponía además una promesa de no volver. Era la liberación garantizada al menos para un par de años. Y las circunstancias instrumentalizadas por mí lo convirtieron en una liberación definitiva.
Soltar aquel lastre, sin duda, me permitió empezar a ser realmente yo: una mayoría de edad mental, ni más ni menos.
Pasó el tiempo, pero había multitud de lazos que seguían atándome a aquel domicilio. Finalmente una serie de circunstancias provocaron mi despedida definitiva de aquel paisaje los dos primeros días de agosto del ’98. Yo vivía ya en Samarcanda, pero un mercado medieval que se celebró en la plaza mayor[17] de Kagan nos congregó[18] en casa de la plaza Lucas Coscorrón como “refugio de guerra” para pernoctar, simplemente: Esme Tûrtkûl, Valentín Hermano, Brenda GOCE, Felipe Anfetas[19]… hicimos noche allí.
Cansados, nos retiramos a nuestras habitaciones. Yo me quedé con Jacinta HUMOS[20] el rato suficiente como para echar un polvo de sabor clandestino: después se marchó a casa de sus padres.
Yo me quedé, claro; por razones de logística, compartiendo cama con Esme Tûrtkûl… en un principio sólo se trataba de un apaño de emergencia, pero la noche era traviesa y las intenciones de Esme Tûrtkûl ciertamente ladinas. Aquel asunto acabó en que me propuso ir a por una goma y allí mismo consumamos mi segundo polvo de la noche[21].
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en casa[22] aquella chica rubia cuyo nombre no recuerdo[23] me confesó que durante la noche anterior, escuchando el trajín de la cama vieja que compartíamos Esme Tûrtkûl y yo… se había puesto cachonda a más no poder. La miopía o el cansancio de aquella mañana me impidieron ver las intenciones de la Rubia yankee: en caso contrario, la cosa habría acabado en polvo a poco que nos hubiéramos empleado en el asunto.
Por suerte para mi maltrecha anatomía no fue así y aquello no pasó de ser una anécdota más en mi historial de calavera. Sin embargo, ahora lo veo claro: el episodio era una despedida por mi parte. Tomar una decisión[24] que al poco tiempo me pasó factura.
Allí empezó para mí una relación triangular con Jacinta HUMOS y Esme Tûrtkûl. Al poco tiempo se amplió con otro vértice más: Nadia HIPO. Sin duda era el inciso de mi partida hacia una nueva vida… por efecto pendular.
Allí, en la misma casa en la que nací, en la que 12 años antes me negué a la edad adulta, consciente y ortodoxa[25]… en la que cuatro años atrás había participado en una equívoca orgía[26] aunque sin llegar a consumar nada… Allí mismo firmé una despedida diferida: poco después abandonaría para siempre el paisaje que[27] aguardaba paciente, desde muchos años atrás… mi regreso a esa trampa ancestral y lenta que de alguna manera a todos nos reclama desde un limbo inmaterial, desconocido.
Kagan extendía su tentáculo de la plaza Lucas Coscorrón para intentar atraparme. No sabría explicar cómo pude zafarme… probablemente a día de hoy no sería capaz de repetirlo.
El de aquel domicilio era un grito desesperado entre cuerpos cavernosos… al estilo de Munch, repetía mi nombre a voces, hipnótico. Pero yo ya no estaba entre aquellos pliegues, mi mente se había marchado definitivamente… hacia mi vida real, la difícil, la elegida.
[1] Así llamábamos a su vieja cubertería.
[2] El Club Los Zumbaos.
[3] Sólo interrumpido por el sonido de los camiones lejanos colándose entre los grillos.
[4] Que penetraba por la ventana, a falta de más poéticas penetraciones en su mundo helado.
[5] Recién cumplidos los 18.
[6] Casi sin darme cuenta, sin traumas, sin querer… evitarlo.
[8] Cuando murió Anastasia Abuela, que ya estaba instalada en Samarcanda definitivamente, en casa de mis padres.
[9] Saber, academicismo, creatividad, relaciones humanas…
[10] Blandengue como un corazón empeñado en lo imposible, entregado al abismo fatal de una relación sin presente ni futuro: la que giraba empecinada en torno a Jacinta HUMOS.
[11] Entre finales del ’92 y principios del ’94.
[12] Al menos en alguna de sus partes.
[13] Casi tanto como deprimentes.
[14] Mi pareja de la época.
[15] Sus coqueteos con el mundo de la droga, el vacío que habitaba su cabeza y su vida…
[16] Como la sesión de fotos con Marielo SOPA.
[17] Si es que puede llamarse así.
[18] A unos cuantos elementos que gracias a los disfraces y los mercados… viajábamos con frecuencia a la Edad Media.
[19] Junto con Violeta Yankee y su amiga rubia.
[20] Escapada de la casa paterna, al otro lado de la plaza.
[21] Aunque con diferente pareja, como es obvio.
[22] Antes de salir hacia el puesto medieval los cuatro rezagados que quedábamos: Felipe Anfetas, Violeta Yankee, Rubia yankee y yo.
[23] Si es que alguna vez llegué a saberlo.
[24] La de ponerle la cornamenta a Jacinta HUMOS.
[25] Con Araceli BÍGARO una noche poco inspirada, en la que no supe cómo resolver la situación.
[26] Con Seco Moco y Palmira Ref. Seco Moco.
[27] Extendido, suave y brillante como una telaraña.