SAMARCANDA

SA - 1.4.4.

Estudios

maracandeses

UdeS

Filología

1985

099

 

 

Eran tantas las ramificaciones de la Filología que uno temía perderse entre aquella selva de conceptos, subdivisiones y clasificaciones que siempre (por uno u otro motivo) acababan desembocando en el indoeuropeo.

El lenguaje, algo tan sencillo y cotidiano para los profanos, acababa convertido en una red que te atrapaba sin misericordia… Por eso me resultaba admirable todo aquel colectivo de personas que a diario lidiaban con tan inabarcable ámbito del saber humano.

Imagino que desde dentro ellos lo veían de otra manera: lleno de compartimentos estancos fáciles de atacar por ser reducidos… pero desde fuera imponía respeto. A pesar de eso, los alumnos de la Facultad de Filología resultaban humanos y cercanos: alejados de los cenáculos intelectuales a los que se les suponía ligados por su condición de filólogos en ciernes.

Parecían impermeables a esa tormenta de apuntes amarillentos, nombres rimbombantes y Academias mayúsculas que siempre estaban por ahí, recordándonos que no sabíamos hablar ni escribir correctamente.

Precisamente de ejercitar la imperfección de una escritura que a los 20 años es ante todo bullicio de letras, personas, obras, sueños e imaginación… surgía una comunicación mágica con todo aquel colectivo. Para aquella comunicación, paradójicamente, el territorio natural no era el lenguaje, sino el espíritu. Una comunicación que trascendía la materia, por lo mismo, no solía darse entre libros[1] sino entre copas…

Éstas son el trampolín desde el que se arroja el alma sin materia, etérea, a través del acantilado de la noche. La rampa de lanzamiento para corazones encendidos de un deseo: la vida. Probablemente una mecha incendiada por los libros, pero que enseguida huye de dimensiones conocidas… hasta sumergirnos en paisajes siempre nuevos. Explota cual fuego de artificio en un firmamento que cuanto más oscuro, más regala sus colores.

La gente de Filología tenía la magia del lenguaje, sin duda… esto me atraía de una forma irracional, con la fuerza de una intuición tan segura como fatídica: porque el lenguaje es la llave capaz de abrir todas las puertas.

Sólo es necesario aprender a utilizarlo para que no se vuelva en tu contra. Resulta un arma tan efectiva como peligrosa: puedes dar con tus huesos en la cárcel de por vida… pero también llegar al paraíso sin necesidad de haber muerto siquiera.

Por eso los logros de un buen filólogo superan a los de cualquier ilusionista. No tergiversan los hechos para que parezcan otra cosa[2], sino que hacen encajar las piezas de la realidad de una manera que hasta ese instante nos parecía imposible.

El de la Filología resulta un ámbito de actuación cercano al de la Filosofía. Tanto, que muchas veces parecen implicadas por imbricadas: el parentesco no sólo reside en el “filos”… va un poco más allá, porque entre “logos” y “sofos” no hay frontera, sino membrana. El corolario por tanto es la ósmosis… directa o inversa, esto ya es sólo un matiz de perspectiva: dependerá de dónde te sitúes, desde qué punto lo mires.

De alguna manera, filósofos y filólogos nos sentíamos hermanados en un lugar cercano a la utopía. Esto nos colocaba en el bolsillo un pasaporte apátrida, tan necesario para circular por aquel mundo repleto de fronteras: con infinitos territorios, pero tan atractivos todos que nos resultaba imposible identificarnos sólo con uno, dejando de lado al resto.

No era necesario hablar, porque el aire era poesía. Plagado de oscuridades incitadoras a imaginaciones sin freno… en las que se adivinaban cabelleras ensortijadas entre anaqueles[3]. Bastaba con respirar aquel aire poético, embriagarse de instantes sin tiempo.

Por todo eso la gente de Filología resultaba un elemento clave para la vida entonces. Casi como un corolario, recalaron entre nosotros durante las movilizaciones del ’87, porque éramos su lugar natural (y viceversa). Compartimos aquel proyecto como quien comparte el aire o el arte… al fin, era simplemente una cuestión de comunicación y estábamos en la misma onda.

Penetrando en su nido, aquel palacio… resultaba casi incomprensible que alguien pudiese llamar al latín lengua muerta… ¿Qué clase de ignorancia despótica, quién puede pretender semejante osadía, que además es inexactitud científica? Sólo quien haya olvidado[4] que la más importante de las palabras latinas es cunnilingus: la más viva de las lenguas.



[1] Tan lastrados por lo sólido, los pobres.

[2] Ésa es labor de embaucadores, de artesanos de la demagogia.

[3] Lejos de ellos, pero precisamente allí.

[4] O peor aún, nunca lo haya sabido.

 

 

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