Beatriz

Pub

 

Samarcanda

´93

´99

197

             

 

Ni más ni menos aquello era un refugio, al estilo que puedan ser los de montaña: lugar en el que resguardarse de un entorno inhóspito, una excepción entre el infierno de hielo.

El Beatriz contaba con un activo importantísimo, determinante: tras su barra estaba Josema, un comodín de alcohol en la estepa de las noches maracandesas: quien además contaba con el indiscutible tesoro de su buen humor, trufado de inteligencia.

De hecho si yo iba al Beatriz era sólo por eso: estaba garantizado un buen rato de risas compartidas y complicidad inagotable. También había copas, pero esto al final era lo de menos: con agua lo habríamos pasado igual de bien. El Beatriz era un chaflán, casi una encrucijada: a uno de sus lados una calle subía, mientras a la izquierda bajaba una diferente. Era la misma, pero ya bifurcada, ofreciendo diferentes alturas. Entrar en el Beatriz significaba subir unos escalones: los justos para tener la sensación de elevarte por encima de la indeseable realidad… y ya estabas atrapado por un interior ambarino, cuya mascota era una cabra tan simpática que incitaba al mundo caprino.

Muchas de las noches paraba por allí Virginia Ref. Josema[1] durante las eternas veladas sin clientela. Se trataba de una chica simpática y atractiva cuyos principales méritos ante mis ojos analíticos eran: estar abonada a la televisión de pago y ser hija de un árbitro. Esto la convertía en una persona poco corriente, aunque no excepcional. De hecho… no sólo estudiaba Derecho, sino que además resultó tener una idea bastante elitista de la sociedad. Lo sé porque allá por el ’92 me aconsejó que no continuara estudiando fontanería, porque ya era licenciado en Filosofía. Por eso, a su entender, no era mi camino.

En fin, el Beatriz era algo más que aquellas conversaciones jugosas arreglando el mundo: algunas veces incluso había clientes, aunque yo precisamente huía de aquellos momentos… lo menos que podía pasar era coincidir con un par de listillos de Bellas Artes de cuyos nombres celebro no acordarme, con los que tener unas palabras ahondando las diferencias. Para eso mejor la soledad y la charla con Josema, aunque no resultara lo más conveniente para el negocio. De hecho los jefes hacían algún intento por romper la dinámica de ausencia de clientela de domingo a jueves.

Por ejemplo, la degustación de una paella realizada allí mismo, en vivo, por el manitas de Valentín Hermano. Aunque gastronómicamente el resultado no fuera en exceso elevado… la parafernalia del ritual, el desplazamiento de materiales y la proyección de energías positivas por parte de la concurrencia: aconsejaban la realización, el balance merecía la pena.

También solían pasar con frecuencia por el antro un par de tipos rellenos de ínfulas, con nombres a caballo entre los pontificados y el oscurantismo de lo gótico: rebozados en negro, casi siempre. Pero no eran más que una pandilla de entretenimientos y tonterías elevadas a la enésima potencia.

Una forma de darle vidilla a aquel rincón llamado Beatriz que quizás de otra manera habría pasado a mejor vida mucho antes. No sé si seguirá funcionando, según san Google parece que sí. Pero a buen seguro habrá aprendido de las experiencias de entonces. Para mi mente, a menudo tan desvencijada como mi memoria, el Beatriz es como un descanso, ya lo he dicho: un refugio en el que uno mismo consigue verse desde fuera sin acritud ni reproches… como si estuviese al mismo tiempo de ambos lados del microscopio.

Simultáneamente sujeto y objeto de estudio, con ese elemento de subjetividad creativa que le permite estar más allá de toda ciencia… con un nivel de conciencia tan subjetivo como divertido. En palabras de Beatriz, sería estar tan enajenado como una cabra loca.




[1] Acompañando a Josema: entonces eran pareja.

 

 

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