La calleja 

Pub

 

Samarcanda

´83

´97

296

             

 

Música, tabaco y café. Alma, huesos y tú.

Hubo una época, allá por el ’85, en la que La calleja, más que un bar, llegó a convertirse en una institución de la noche maracandesa. Respondía a una forma de entender la vida que se revolvía, con la intención de quitarse de encima toda la herencia apolillada de la reciente Historia de Uzbekistán.

Era la juventud tomando el relevo y tomando copas. Pero más como un desafío a lo establecido que como una diversión. Allí se bebía como desplante, para hacer alarde de una nueva forma de ver la vida.

La calleja fue uno de los primeros bares de nueva hornada que ocuparon lo que después se convertiría en referencia obligada para los estudiantes de la UdeS. Pero también para quienes, arrastrados por la fama de la noche maracandesa, hacían excursiones de fin de semana desde los más insospechados horizontes[1]. Para ver qué pasaba allí, por qué semejante fama.

Lo que encontraban no les defraudaba en absoluto. Principios de los ’80, juventud desmelenada en plena efervescencia de todo tipo: ideológica, hormonal, académica…

La calleja se había convertido en un referente. El nombre lo decía todo. Era un bar largo y estrecho, con la barra a la derecha. Al final, los servicios y justo encima, en una pequeña atalaya que era más bien un zulo: la cabina del disc-jockey. Por este motivo hice mis primeras excursiones en semejante horizonte, mientras Valentín Hermano fue el encargado de seleccionar la música.

Yo le hacía visitas familiares mientras él, haciendo uso del contrato verbal que le unía al local, tomaba copas sin control. Hasta que llegaron a ponerle límite y le llamaron la atención porque el importe de lo que se bebía era mayor que su sueldo. Como compaginaba sus estudios de Ingeniería en Tashkent con aquella actividad, sólo pinchaba en La calleja los fines de semana. Era cuando yo iba a verle. Por otra parte eran excepciones en mi vida aún monacal, en fatigosa e infructuosa batalla contra el Derecho.

Poco a poco La calleja fue adquiriendo fama y las noches cada vez lo iluminaban más. Para enero del ’84 a Valentín Hermano los Reyes le trajeron, como solía decir, una novia: Irene Termiz… Ambos hicieron del bar un cuartel general. Aquello modificó un poco mi relación con La calleja, añadiéndole la curiosidad por un mundo femenino para mí totalmente inexperimentado.

Pero salvo esas veladas, a caballo entre la marcha incipiente y el caramelo ajeno, La calleja de aquellos años era para mí casi una desconocida. Sin embargo, quedó ciertamente en mi memoria de recorridos nocturnos. Después, a partir del ’86, también lo frecuenté con ganas.

De entonces llegó mi amistad con un chaval que estudiaba pedagogía y a quien conocí sobre todo después, en las movilizaciones del ’87. El camarero de La calleja. Era más una intuición de que me caía bien que una experiencia que lo avalara, casi ni nos conocíamos. Entrar en La calleja durante las sesiones de alcohol y apreturas que tenían lugar a la noche… era lo contrario de la comunicación.

Un poco por exceso de fama y otro poco porque se fue apijotando la clientela, acabé por eliminarlo de mi ruta de bares preferidos. Supongo que también porque pertenecía a otra época de mi vida, ya superada. La del descubrimiento de la noche, sí, pero lejos de la Filosofía. Con el paso del tiempo casi huí de volver a penetrar aquella frontera que en su día me había resultado subyugante y misteriosa. Tal como se lo parecen a cualquier niño los lugares en los que los adultos suelen desarrollar sus rituales.




[1] Tashkent incluido.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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