La otra calle

Cafetería

 

Kagan

´92

´97

437

             

 

La idea era clara: relajarse entre infusiones, poner algo de tu parte con el objetivo de hacer de la vida una cosa un poco más alegre… Aunque sólo fuera a la hora del café. Entrar en La otra calle significaba dejar atrás la tuya… En ella todas las preocupaciones. Hacer un alto en el insoportable camino de lo cotidiano gracias al espejismo programado.

Para eso habían diseñado unos cuantos rincones variados, diferentes dentro del bar La otra calle. No es que el sitio tuviera un ambiente acogedor, sino que te ofrecían unos cuantos para que tú eligieras. Colores a tu gusto, más o menos estampados y flores, austeridad o barroquismo… Una barra central desde la que ir abasteciendo tu rinconcito elegido, que era una especie de parcela de intimidad a la vista de todo el mundo. Para tertulias de amigos, ideal. El problema es que las ideas y el ánimo para disfrutar tenías que traértelos de casa. Como no podía ser de otra manera, claro ¡hasta ahí podíamos llegar!

La población saharaui iba desfilando por La otra calle con regularidad a las horas convenidas. Aperitivo, café, cañas, copas. Por suerte siempre encontraban la sonrisa comprensiva de Julián HACHE, servicial y atento donde los haya… además de colaborador de Leandro Francisco CASO: ambos eran el alma del Soplagaitas.

La barra de La otra calle resultaba casi un lugar de visita obligada. Era lugar ideal para planificar publicaciones, charlar sobre literatura o intercambiar opiniones de lo más variopinto. Se había convertido, por así decirlo, en el cuartel general de relaciones sociales de Los cuadernos del Soplagaitas. Aparte de la tienda de Leandro Francisco CASO, que era el centro de operaciones, la base logística.

Digamos que La otra calle era más el sitio ideal para la planificación de las relaciones sociales que se derivaban de la actividad artística. Alguna vez asistí a reuniones de este tipo y tengo que decir que el sitio no estaba mal… pero me transmitía la sensación de normalizar las genialidades, amortiguarlas y hacer de ellas algo inofensivo. A pesar de que no había ningún elemento objetivo que avalara la afirmación, puedo aseverar intuitivamente que más que un amplificador de ideas, La otra calle era un silenciador. Muy blandito y amable, pero contribuía de alguna manera al asesinato del arte, a convertirlo en algo anecdótico y ocurrente… pero nada más.

Le quitaba la fuerza. Era una especie de eutanasia pueblerina para cualquier genialidad que pudiera surgir entre aquellas montañas. Sólo era eso lo que me repelía de La otra calle. Por lo demás resultaba agradable ver desfilar las horas entre sus cortinajes, con la decoración suave de las palabras y las atenciones de Julián HACHE. Pero a mí me repelía amablemente. Algo así como Paquita Madre desde su ignorancia evaluando ideas que no sólo desconocía, sino que además era incapaz de comprender. Diciendo: “Cada uno puede pensar lo que quiera”.

Una supuesta tolerancia cuya única finalidad era[1] limar las aristas de lo desconocido. Amortiguar y normalizar la diferencia hasta llegar a conseguir que nunca pase nada. La peor forma de represión y conservadurismo, la aparente tolerancia. Descartar la posibilidad de que algún día todo pueda cambiar radicalmente. Que se pueda dar por fortuna al traste con esa dinámica que te persigue y te condena… porque cuando consigues salir de tu calle, acaba atrapándote La otra calle.




[1] Aunque inconscientemente, como podía ocurrir con La otra calle.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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