El antro de Judas

Pub

 

Samarcanda

´97

´99

443

             

 

Estoy totalmente seguro de que mis huesos jamás habrían ido a parar a aquel reducto si la casualidad o el Destino no hubieran querido que Cristian BARRA, el camarero de El antro de Judas, llegase a ser mi compañero de piso[1].

Como bar, El antro de Judas era doble o triplemente raro: edificio viejo cerca del casco histórico de Samarcanda, una entrada que en absoluto invitaba a entrar por lo cubil y lo claustrofóbico, la extraña distribución sin ventilación alguna[2]… Por no seguir enumerando rarezas que lo constituían: con toda seguridad llenarían un largo listado.

En otras palabras, si era un sitio acogedor, que lo dudo, resultaba serlo en contra de su voluntad. Ya desde el nombre era un bar era arisco. Igual que sus dueños, los jefes de Cristian BARRA, si nos atenemos de las confesiones que me hacía en petit comité.

El antro de Judas era uno de esos típicos locales a los que siempre y sólo van clientes habituales. Se requiere un perfil muy concreto para llegar a ser uno de sus habitantes vocacionales: misántropo por definición, como principio.

Sólo había que sentir las miradas de toda la clientela posándose sobre uno al ir caminando hacia la barra. Con eso ya te percatabas de que allí la novedad no era en absoluto bienvenida.

Saludar a Cristian BARRA era el salvoconducto. Al instante las miradas de reconvención emigraban hacia otro paisaje. Pero a uno le quedaba la sensación de haber sobrevivido[3] a una especie inexplicable de cacería. En cualquier lugar semejante ocurre lo mismo: por muy incompatible que uno sea con el bar en el que está… si tiene la bendición y/o complicidad del camarero, ya está todo ganado. Un camarero amigo en un bar es como un comodín en una partida de cartas: te lo permite todo[4] .

En El antro de Judas era así de manera recíproca: mi llegada significaba para Cristian BARRA un balón de oxígeno con el que respirar cómodamente a pesar de semejante ambiente… viciado de anhídrido sulfúrico.

A pesar de que Cristian BARRA era un buen camarero, tenía problemas para sobrevivir en aquel entorno hostil. Su incompatibilidad con las casposas mentalidades maracandesas[5] que por allí recalaban, le sumergían aún más en su ya natural misantropía.

Hasta el punto de llegar a preguntarse a sí mismo si aquella gente que iba a consumir[6] a El antro de Judas creía que por el solo hecho de entrar ya tenía derecho a que él les hablara… Por eso algunos días ni lo hacía. Servía y cobraba, pero nada de terapia. Abandonando así deliberadamente el papel tradicional reservado a los camareros[7]. Sacerdotes laicos tal como hemos llegado a conocerles, compartiendo el mundo ingrato en el que se ven obligados a desenvolverse.

Para Cristian BARRA aquel trabajo era ciertamente torturador, sobre todo por el perfil de la clientela. Deseaba abandonar esa atmósfera, pero se encontraba atrapado. Quizá precisamente por eso abrazó la posibilidad del proyecto Idiota: como válvula de escape.

Salió mal, pero de todas formas Cristian BARRA consiguió con ello un pasaporte espiritual: hacia fuera de Samarcanda. Aquella ciudad que atrincherada en sus ¿valores? de toda la vida, pretendía combatir con sus enfermizas fuerzas ese otro mundo que poco a poco se imponía.

Allí mismo, en aquel bar amarillo, la clientela repetía el papel de Judas, aunque transformado por los tiempos. En el fondo, sin embargo, la misma traición al Ser Humano.




[1] En la calle Conde Drácula, con lo que eso comporta de marginal y antisistema.

[2] Primero una habitación sólo con mesas y asientos de pared. Frente a la puerta de entrada, otra puerta con la que se accedía a un segundo espacio, de barra al fondo… en una sala desangelada.

[3] De milagro, por misericordia: eran miradas perdonavidas.

[4] Salvo que el camarero mismo esté en tela de juicio… en cuyo caso, por extensión, peligra la vida de ambos.

[5] En el peor de los sentidos de la palabra.

[6] Alcohol y tiempo, porque alma no les quedaba.

[7] Casi religioso: papel de confesores. Comprensivos y con infinita paciencia, además.

 

 

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