Maldición

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Samarcanda

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“Id pasando, que os vamos a dar lo que os merecéis: lo que queréis y venís buscando”, parecían decir los camareros del Maldición desde el fondo del local, parapetados tras la barra.

Aquel bar había nacido como un desafío, casi un reto hacia la realidad. Si adoptó el nombre de Maldición seguro que fue para hacer ostentación de un defecto. Algo así como enmarcar lo que incomoda a lo establecido, convirtiéndolo en motivo de orgullo. Un desplante, eso era el Maldición. Hacer alarde sin complejos: de la juventud en su esencia.

Porque en el fondo de toda esa crítica[1] que se abalanza hacia la juventud como un tsunami o un alud, en el fondo sólo late la envidia. Intentar arrinconar al espíritu indómito que campa a sus anchas en los cuerpos y las mentes juveniles… no es sino una forma sublimada y pretendidamente civilizada de impotencia hacia ese paraíso ya perdido, irrecuperable.

Cualquier joven, para exprimir al máximo el fruto ácido y agreste de la vida, debe ante todo huir de los consejos de los viejos. Sólo buscan convertirlo en uno de ellos. Para los espíritus caducos resulta intolerable imaginar ejércitos sin agrietar, agolpándose al fondo de un local, en la barra, insaciables de alcohol y de vida. Esto era el Maldición: un túnel sin tiempo, con decoraciones alegóricas y monstruosas, que desembocaba en una barra repleta.

En ella el grupo de expertos descorchadores intentaba distribuir las dosis adecuadas de alcohol para que la concurrencia pudiese disfrutar de música y cualquier otra diversión a su alcance. Ligar, charlar, fumar, desparramar… eran actividades propias del Maldición, que encontraban en él su hábitat natural.

El universo de las pinturas que decoraban las paredes del antro pertenecía a una especie de actualización contemporánea de mitologías. A caballo entre animales y personas. Con una apariencia fragmentada que asemejaba un mosaico o un rompecabezas. Todo eran figuras y paisajes habitando una dimensión tan real como imposible. Quizá de ahí proviniera la armonía de conjunto que significaba entrar en el Maldición. En la conciencia encajaban a la perfección todas estas piezas, dando como resultado una velada irrepetible… que se repetía al día siguiente, a la noche siguiente.

Sin duda era la materialización de la tentación, que había adquirido personalidad propia: el Maldición. El colmo de la perfección era que Vicente GAMA trabajaba como camarero tras aquella barra. Esto venía a significar que aunque yo seguía fiel al credo del Anillos, que estaba a 20 metros… ampliaba mi recorrido hasta el Maldición: ese otro agujero negro. No me arrepentía en absoluto, porque allí estaba en mi salsa. Un ambiente marginal, pero sólo lo justo. Buena música y gente conocida.

Charlar con Vicente GAMA ya era un lujo. Si el acontecimiento venía acompañado de cerveza, doblemente bueno. Compartir nuestros diferentes puntos de vista significaba un aprendizaje que no se encuentra en las escuelas ni las Facultades. Hacía poco tiempo que Araceli María La mala bestia[2] había dejado de ser novia de Álvaro Lorenzo FLACO para convertirse en su pareja.

A mí francamente me parecía una historia anecdótica. Más que nada porque yo no tenía novia… el asunto me quedaba a años-luz de distancia, pero como tema de charla resultaba la excusa perfecta.

¡Qué rápido se fueron aquellas noches malditas! haciendo honor a ese antro, el Maldición, que al poco tiempo desapareció… honrando su nombre, pero dejando su impronta.




[1] Quizás fundada, pero eso es lo de menos.

[2] Apodo puesto por Vicente GAMA y “los Álvaros a esta filóloga de su incumbencia, de Sirdaryo por más señas.

 

 

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