Pescara

Pub

 

Samarcanda

´91

´97

535

             

 

Aunque el luminoso indicador del Pescara fuera blanco, tras su apariencia inofensiva escondía un agujero negro. De ésos que la ciencia localiza generalmente en el espacio exterior. Lugares en los que la materia se conforma de maneras inesperadas, siendo trasladada de forma imprevista hacia dimensiones desconocidas.

Algo parecido, sin duda, ocurría en el Pescara… aunque trasladado a un plano menos cósmico. Al menos así resultaba en un primer momento, en una primera valoración. Más doméstico y maracandés.

Se trataba de uno de los locales que albergaba[1] ese reducto de desencanto que suele habitar las noches. En algún programa de radio lo he oído llamar el club de los olvidados, en alguna canción se habla de los piano-men, en algún rincón del alma todos tenemos esa imagen de derrota tan asociada a la esencia humana. Aunque sólo sea por una cuestión estadística, esos espíritus atormentados tienen que existir: porque resulta imposible que todo el mundo sea comprendido, feliz.

El Pescara resultaba un refugio para las horas nocturnas de esas almas. Suelen ser los instantes en los que la soledad viene a horadar con su gota permanente cualquier corazón, por muy de roca que parezca. Se hablaba de muchas cosas en aquel sótano[2], pero las confesiones solían ser veladas, implícitas, metafóricas. Por eso Cecilio Pescara y Araceli BÍGARO, quienes lo regentaban cuando yo iba por allí, no eran sacerdotes al uso antiguo, sino pasados por el tamiz del malditismo urbano.

Las sucesivas noches en aquel rincón acristalado y verdoso llamado Pescara habían convertido a ambos en una versión de Caronte ciertamente peculiar. Gracias a las veladas de interminables horas dedicadas a la introspección y a renegar de uno mismo, camareros y clientes habían establecido una extraña relación simbiótica. Compartir ese reducto marginal de la noche[3] se lo permitía sin palabras. Simplemente con gestos de comprensión en un código mutuamente aceptado, establecido de antemano por costumbre.

Uno de los clientes habituales era CORO… y gracias a la intervención de Araceli BÍGARO muy probablemente llegué a aprobar el examen de ingreso en la Facultad de Bellas Artes, donde él tenía cierta influencia académica. Algo que de otra manera yo ni siquiera habría soñado. Lo cierto es que CORO y yo jamás llegamos a hablar, aunque en alguna ocasión le vi desde lejos, en la penumbra del Pescara. Ni siquiera le reconocería si le viera de nuevo. Pero quedamos unidos para la posteridad[4] por la mediación de Araceli BÍGARO durante alguna indeterminada noche del ’92 en las entrañas del Pescara.

Parecería mentira, pero a veces la vida es así de caprichosa. Mis visitas al Pescara durante aquella época me dejaron la impresión de entrar en un territorio tan prohibido como indeseable. Algo así como una excursión guiada por los bajos fondos, aquel submundo que recorrí de la mano de Cecilio Pescara y Araceli BÍGARO. Quizá por eso Cecilio Pescara me lanzaba miradas de perdonavidas. Como dejando clara su superioridad en aquel mundo al que yo[5] por suerte estaba condenado como turista. Visitante de arenas movedizas.




[1] No se sabía muy bien por qué, quizás fuera una herramienta indispensable de la vida en su forma urbana y esteparia.

[2] Sí, pertenecía al grupo de bares que empezaban descendiendo el ánimo a través de unas escaleras.

[3] En el que habitan una violencia contenida, una prostitución encubierta y un lejano desprecio por la vida.

[4] Con las consecuencias que eso conlleve, si es que alguna vez llega a tenerlas.

[5] A diferencia de Cecilio Pescara, jamás he sido cinturón negro en artes marciales.

 

 

Sonido

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