SAMARCANDA

SA - 3.14.

Curros

maracandeses

Pub

Idiota 

1998

134

 

 

Una de las primeras manifestaciones que se conservan del arte, allá por los tiempos de las cavernas, es una mano. A veces esparcían pintura sobre ella y al retirarla quedaba la silueta de la mano como decoración. En otras ocasiones, impregnada de pigmentos, la colocaban sobre las paredes de la cueva. Éste era el símbolo del Idiota: una mano pintada sobre fondo blanco. Generalmente una mano negra… con todas las connotaciones históricas, lingüísticas y musicales que conlleva.

EL PRIMER IDIOTA

El Idiota era un bar de copas, minoritario por definición, que no sólo huía de la mayoría… la repudiaba. ¿Quién si no podía ir a un bar con semejante nombre[1], más que los misántropos y los escépticos? Simplemente el nombre era ya una declaración de principios: pegadizo al mismo tiempo que un desplante, un desafío verbal. Como la mano abierta dibujada, el nombre era casi un sopapo desafiante, para ver quién se atrevía a entrar en aquel tugurio.

El antro en cuestión se había convertido en el refugio de Tadeo Esquizofrenia[2], quien había encontrado en el Idiota el lugar perfecto: su parapeto individual para hacer frente a unos ’90 que se presentaban crudos, porque para el espíritu maracandés alternativo más auténtico habían significado una gran derrota.

Tras la emblemática batalla entre el Esquizofrenia y las autoridades maracandesas, Tadeo Esquizofrenia se había retirado a sus cuarteles de invierno: el Idiota. No recuerdo qué año empezó aquella aventura en manos de Tadeo Esquizofrenia, puede que allá por el ’94… lo cierto es que él pasaba allí las tardes y las noches, entre charlas/confidencias con sus habituales: los incondicionales.

El negocio sobrevivía a duras penas, pero el carácter de Tadeo Esquizofrenia estaba por encima del éxito y el fracaso. Así lo declaraba cuando me enseñaba sus obras plásticas, que amontonaba y elaboraba allí mismo, en el almacén de bebidas del Idiota… entre refrescos y alcohol que tenía de reserva para ir reponiendo cuando fuera necesario.

Por lo general sus obras eran piezas inclasificables, que difícilmente podrían entrar en la clásica y facilona distinción de buenas o malas. Simplemente eran únicas, como el propio Tadeo Esquizofrenia: reflejaban su atormentada personalidad. Aunque fuera risueño y de buen humor casi constante, su carácter era así… un poco huraño, con una introvertida carga trágica.

El Idiota había sido desde siempre ese lugar emblemático en el que se daba cita lo más granado de la cultura alternativa maracandesa o contracultura, como se quiera llamar. Total, para lo que valen las etiquetas… Por eso mismo era minoritario y deliberadamente lejano de las tipologías adocenadas, dirigidas desde las instituciones.

Durante algún tiempo, por ejemplo, los domingos por la mañana el Idiota acogió lo que dio en llamarse un “rastro alternativo”. En él recalaban infinidad de individuos e individuas con sus artesanías de todo tipo. Allí se encontraba y podía encontrarse: desde ropa hasta objetos decorativos, complementos o libros… en fin, era un mundo diferente al oficial, al archiconocido, al que se hacinaba junto al río. Por eso mismo resultaba interesante y atractivo: por inclasificable, marginal y muchas veces imprevisible.

Tadeo Esquizofrenia organizaba también conciertos y actuaciones de todo tipo para mantener vivo el Idiota, al menos en la memoria y la agenda de sus parroquianos. Allí compartí barra alguna vez con gente de renombre: por ejemplo, con Javier Corcobado durante una de sus incursiones en Samarcanda… digamos que el Idiota se mantenía vivo gracias precisamente a la personalidad de Tadeo Esquizofrenia: se había convertido en un bar tan emblemático como minoritario.

Una de las veces que me encontraba tomando una copa por allí[3], tras consumir lo que fuera, al pagar la consumición le dejé el resto como propina hasta redondear la cifra. Entre carcajadas, Tadeo Esquizofrenia dijo: “Mira, tío, voy a poner una campana aquí en la barra y cada vez que alguien deje una propina, la tocaré para que se entere todo el mundo”. También riendo, Valentín Hermano, que venía conmigo, le contestó: “Pon otra aquí fuera… así, cuando invites a una copa, la tocaré yo también y se enterará todo dios”.

La risa hizo retumbar las paredes, tan inmensa como compartida… pero lo cierto era que había cambiado infinitamente el asunto de las copas gratis desde los tiempos del Esquizofrenia… El Idiota era un lugar que se encontraba siempre en crisis económica, por definición. Algo que a mí no me importaba en absoluto, por aquello de aceptar todas las vacas: las gordas y las flacas.

La economía no es algo lo suficientemente importante como para que pueda afectar a la esencia de una relación de amistad. Puede que sí las circunstancias de la misma, pero no su esencia… sería mezquino lo contrario. A día de hoy lo sigo pensando y tiendo a huir de quienes no comparten esta visión del mundo.

El caso es que, aunque con estrecheces, yo frecuentaba el Idiota con más o menos asiduidad. Eso sí, dependiendo de las temporadas: no era santo de la devoción de Dolores BABÁ, por entonces mi pareja. Esto hacía que yo no fuera tan a menudo, casi siempre me acercaba por allí con Valentín Hermano por el asunto de los libros: con la excusa de la recaudación, le hacíamos una visita a Tadeo Esquizofrenia, que era un buen tipo… además de toda una institución en el ambientillo contracultural de la Samarcanda alternativa. Opuesta por el vértice a la otra, la oficial: tan “culta y limpia” como presumían los politicastros del pueblo y de la época; pero la suya era una Samarcanda tan neutra como aséptica, casi de plástico.

EL SEGUNDO IDIOTA

Serían finales del ’97 o principios del ’98. Un buen día, durante mi cotidiana presencia en casa de mis padres a la hora de comer[4], Paquita Madre me dijo que había mensajes en el contestador pero no podía oírlos, que pasaba algo. Ocurría que el aparato grabador estaba medio estropeado. Era de aquéllos de cassette y no llevaba la cinta hasta el final, así que los mensajes estaban perdidos por el medio, entre un océano de silencio.

Me puse unos auriculares para escuchar la cinta completa mientras iba realizando tareas domésticas más o menos automáticas. Disfruté del silencio de los más de 30 minutos en blanco que había, pero cuando ya estaba llegando al final, una llamada de una desconocida que dejaba un número de teléfono: se llamaba Mina Ref. Tadeo Esquizofrenia y quería hablar conmigo o con Valentín Hermano sobre Tadeo Esquizofrenia. Según parecía, el propio Tadeo Esquizofrenia le había dado nuestra referencia para que se pusiera en contacto con nosotros.

La llamé y quedamos. El asunto era simple, muy simple: Tadeo Esquizofrenia había ingresado en una clínica especializada para desintoxicarse, porque estaba enganchado al caballo. Nos ofrecía la posibilidad de quedarnos temporalmente con el Idiota, mientras él se recuperaba. Sobre todo para no perder el bar, que estaba alquilado. El dueño quería que Tadeo Esquizofrenia tomara una decisión sobre el asunto.

La tal Mina Ref. Tadeo Esquizofrenia era una niña pija que había crecido en tamaño y desarrollado su cuerpo, dejando intacto el cerebro: seguía con mentalidad de cría. Una de esas personas a las que las circunstancias de la vida les han permitido anclarse en la infancia como etapa temporal, porque económicamente no han tenido la necesidad de madurar. Viven pensando que el mundo es como lo ven: así, pequeñito y simple.

Todo esto aparecía claramente a primera vista y primer diálogo ante los ojos de sus interlocutores, lo que me hizo desconfiar de aquella elementa, que paradójicamente además se creía muy lista. Pero yo no pensaba dejarme llevar por las apariencias, así que lo consulté. Lógicamente, primero a Valentín Hermano… e inmediatamente, por extensión, a mis otros dos socios: compañeros de piso en Conde Drácula y compañeros de fatigas en La Tapadera[5].

Nos reunimos los cuatro y pensamos: ¿tenía sentido aquello? ¿Era factible o descabellado? Felipe Anfetas era partidario de que La Tapadera y el Idiota fueran compartimentos estancos, mantenerlos separados para evitar contaminaciones respectivas y recíprocas era su opción. Pero antes de nada había que comprobar la viabilidad económica del proyecto Idiota. Así que Cristian BARRA se entrevistó con Mina Ref. Tadeo Esquizofrenia para tantear el asunto: precio del alquiler/traspaso y demás detalles. Cristian BARRA estaba en el ajo del mundo hostelero, porque El antro de Judas le colocaba en el ojo del asunto más que a cualquiera de nosotros tres. Así que lo dejamos en sus manos, a su buen criterio. Entenderse con Mina Ref. Tadeo Esquizofrenia era casi una quimera, pero la proverbial paciencia de Cristian BARRA consiguió el objetivo, llegando a la conclusión de que la empresa era factible. Aunque hubiera que currar mucho, porque no estaba garantizado el éxito.

Éramos cuatro para decidir, porque si optábamos por lanzarnos a la piscina seriamos cuatro para trabajar. Por mi parte, sólo tenía que sopesar si el Idiota era compatible con La Tapadera y en qué medida podía implicarme. Me ofrecí para ocuparme de todo lo cultural del Idiota y coordinarlo desde La Tapadera para hacerlos compatibles, pero yo no haría nada relacionado con la hostelería.

El resto de las tareas, que eran muchas, tenían que ser asumidas por mis tres socios: a su vez dieron el voto afirmativo.

Desde el punto de vista de La Tapadera aquello era realmente un salto en el vacío, una apuesta al todo o nada. Eso me pareció tan arriesgado como atractivo, para salir del estancamiento en el que se encontraba La Tapadera: una vía muerta. Éste podía ser el revulsivo que necesitaba o su puntilla final. ¿Merecía la pena el riesgo? Objetivamente no. Pero pensé más en lo que me gustaría que fuera el futuro que en lo que tenía en aquel presente. En este sentido pequé de perfeccionista y falto de conservadurismo. Cegado por los cien pájaros volando, opté por el salto en el vacío.

Cada uno de mis tres socios a su manera también pensaron, calibraron y tomaron su decisión particular. Así fue como perdimos aquel paraíso del ’98[6]. Aunque precario y cutre, demostró ser paraíso: pero no por imperdible sino que con el paso de unos meses se convertiría en paraíso perdido. Cien años después, nuestra propia derrota del ’98.

EL IDIOTA REAL

En mi personal sistema solar el Idiota resultó ser un sol negro, pues chupaba toda la energía que encontraba a su alrededor y era insaciable: inagotable en su tarea de agotar. Sólo hay que ver el conjunto de actividades culturales[7] que se llevaron a cabo de forma organizada en el Idiota en el plazo de cuatro meses. Prácticamente de manera constante le dimos vida a aquel cadáver ambulante que cabalgaba a lomos de un frenesí que le otorgaba apariencia de vida: como hiciera el Cid en su día.

Detrás de cada uno de esos actos: exhibiciones, conciertos, cuentacuentos, recitales… hay muchas horas de trabajo y preparación previa. Cada uno incluye carteles anunciadores, despliegue publicitario, entrevistas para su difusión y toda una serie de materiales. Esfuerzos que en el momento del acto concreto confluyen y se diluyen.

Lo que en su día fue ímprobo trabajo y dinero invertido ahora ya sólo es currículum, historial. Gestionado por mí para intentar reflotar aquel barco a la deriva que era mi existencia, porque en el fondo el Idiota era una excusa: la forma que adoptaban mis fantasmas y contradicciones al materializarse en el mundo real.

Paralelamente mis tres socios iban realizando sus ingentes tareas: mantenimiento y gestión del Idiota, tanto burocrática como física. Esto incluía limpieza, bebidas, camareros y una infinidad de infraestructura. Además de organizar fiestas e intentar captar clientes de mil maneras posibles, porque el tiempo se echaba encima y cada día perdido era un paso hacia el abismo. En el Idiota fui como un ginecólogo, que trabaja donde otros se divierten: sin duda, una merecida maldición.

Las respectivas tareas de los cuatro socios no eran compartimentos estancos, sino puntos de referencia a partir de los que ir trabajando. Había imperativos externos: por ejemplo, el trabajo de Cristian BARRA en El antro de Judas, que le impedía cierto tipo de tareas. Los demás las suplíamos como bien podíamos, al tratarse de cuestiones de urgencia. Por eso muchas veces yo limpiaba al cerrar el Idiota o hacía mil tareas más que iban surgiendo.

El día de más afluencia de clientela fue por la celebración de una fiesta de la Facultad de Filosofía. En aquella ocasión, por ejemplo, me tocó peregrinar hacia los bares cercanos para buscar bebida, porque en el Idiota se nos había terminado.

Como ésas: múltiples, infinidad de tareas imposibles de enumerar; prácticamente hice de todo excepto servir copas. Víctor FUERA lo comentó una noche, entre risitas intelectualoides, cuando le dije que yo hacía de todo menos servir: ni servir a alguien, ni servir para algo… Él me contestó: “¿No lo sabes? Ése es el lema del diablo, ‘Non serviam’”. Le confesé mi ignorancia. Además le apuntalé la anécdota, diciéndole: “No sirvo… ¡para servir!”

En cambio sí que servía para barrer y fregar: con las luces ya encendidas y la música apagada, al llegar la hora del cierre, el paisaje de un Idiota vacío y con todo a la vista me daba la impresión de contemplar una desnudez masculina. Apuntalada por el inconfundible olor de la lejía mezclada con el olor natural del bar. Tabaco + café + lejía = Idiota. En el mundo de los olores que habita mi cabeza, así ha quedado archivado… y quizá sea la fórmula olfativa del suicidio.

Después, bien entrada la madrugada, el regreso a casa entre la oscuridad y el silencio de una Samarcanda que dormía mientras yo iba ascendiendo la misma avenida que en el ’91 me servía como regreso a casa tras la jornada laboral. Como quien sube al monte Calvario, aunque con distinta penitencia y diferente objetivo. El reposo y recargar las baterías para volver al día siguiente otra vez al ataque. La felicidad de una lucha elegida.

Los cuatro socios teníamos nuestras obligaciones aparte del Idiota, que combinábamos de manera más o menos sabia con él. Pero el Idiota siempre pedía más, insaciable… como un monstruo que reclamara su tributo bajo amenaza de muerte. De ahí la necesidad de tener empleados profesionales de la hostelería, camareros.

Este trabajo le fue encomendado a Lara Bellas Artes como primera opción, pero requería al menos un compañero. Para seleccionarle, acudimos al mundillo nocturno en el que siempre hay profesionales del asunto que van circulando entre locales, igual que los fichajes de futbolistas entre sus equipos.

La propia Lara Bellas Artes, que era del gremio, nos recomendó a Oli Idiota. Un chaval que además de poner copas con habilidad y tener experiencia haciéndolo, pinchaba buena música… lo que en principio era garantía de éxito. Según decían también solía tener unos clientes incondicionales que le seguían allí donde fuera a trabajar.

No se habló más, ya teníamos un buen plantel: una pareja de camareros cómplice y risueña que animaba el local y hacía las delicias de la concurrencia. Resultaba divertido y ciertamente daba una especie de subidón entrar en el Idiota y encontrarles tras la barra. Sin lugar a dudas estoy seguro de que fueron uno de los elementos positivos en el funcionamiento del negocio.

Yo únicamente disentía de su manera de ver la realidad de la noche; pero era cuestión de matices, nada importante. Baste un ejemplo, a título metafórico: a la hora del cierre, muchos locales tienen por costumbre y tradición poner la misma canción para informar al público de que es la última, que con ella acaba la noche musicalmente hablando.

En el Idiota también lo hacíamos, pero había dos opciones. Una era la mía, creo que defendida también por mis tres socios, aunque de esto no estoy del todo seguro: la Canción obscena de los Ilegales. Era una especie de recapitulación ácida, cítrica y crítica de la realidad… hecha en clave de himno. A mí me parecía perfecta para poner el cierre al día. Algo así como un examen de conciencia público, una declaración de principios.

Pero Lara Bellas Artes y Oli Idiota tenían una idea diferente de lo que debía ser un epílogo. Ellos preferían Ratitas divinas, una flamencada rockera y desenfadada de Pata negra. Teníamos una especie de pelea estética que siempre terminaban ganando ellos, pues eran los encargados de seleccionar la música.

Así compensaban de alguna forma el rol inferior de los empleados con respecto a los jefes. Estaba claro que por ahí no habría rupturas ni problemas, porque no éramos jefes, sino colegas con quienes se puede bromear.

Como cualquier bar, el Idiota tenía sus señas de identidad. Las que lo perfilaban como único: cosas cotidianas que resultan matices de la personalidad. En la época en la que lo había regentado Tadeo Esquizofreniaquedó como documento un escrito que le hiciera Ladislao FUERA como descripción del conjunto. A fuerza de hacerse compañía, como en una condena, lograron simbiosis. Ambos[8] eran casi lo mismo.

En cambio, mientras estuvimos nosotros llevando el negocio, estaba aquel cartel bilingüe que decía lacónicamente desde el mismo expositor donde se ponían a la venta mis/nuestras publicaciones:

 

LUCAS MARCOS PÁGINA

PAGA AQUÍ LO QUE LE SALE DE LOS COJONES

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LUCAS MARCOS PÁGINA

PAGA QUILO QUE LHE VIER À REALGANA

Con tal contundencia que aquella excepción venía a significar que el resto de la Humanidad no; los demás tenían que hacer frente a la cuenta sin rechistar.

De hecho era estrictamente cierto. Cada vez que Lucas Marcos PÁGINA consumía en el Idiota, tenía una bula de sobra conocida por los camareros: y podía irse sin pagar o abonar la voluntad. Folklore de bares y colegas en estado puro.

Sin embargo en el Idiota no todo eran facilidades. Estaba el eterno asunto de los vecinos, la música, las molestias, la insonorización. Además, al parecer justo sobre el Idiota vivía un concejal que a Tadeo Esquizofreniaya se la tenía jurada. Por eso siempre que había concierto o actuación intentábamos acabar pronto para evitar conflictos. Pero algunas veces, cuando el Idiota estaba lleno, la gente animada y el jolgorio eran más una cuestión de supervivencia espiritual. Resultaba francamente difícil poner freno a la vida en sus mejores momentos.

Aquello del carpe diem tenía también su versión Idiota. Recuerdo perfectamente una de esas noches, durante la que el mundo había dejado de ser algo que estuviese fuera: el mundo era el Idiota, lo demás ya no existía. Las infinitas amenazas de ruina que pendían como una espada de Damocles permanente sobre nuestras cabezas habían pasado a un segundo plano. En nuestras manos estaba la diversión de la Humanidad que aquella noche nos había sido encomendada. La música a tope era nuestra compañera, nos arropaba.

Alguien se acercó a Felipe Anfetas, que en ese momento estaba pinchando, para que bajara el volumen. Su gesto, deteniendo la mano ajena y sus palabras, ya eternas: “Hay que quemar el Idiota”. Era sin duda un punto de inflexión, una apuesta al “todo o nada” en su versión más descarnada. La música siguió a tope, aún a riesgo de lo que pudiera pasar. En realidad pasó NADA.

EPÍLOGO

Todas las amenazas de cierre se volatilizaron ante una evidencia mucho más aplastante, que nos cayó como un plomo de agua fría con el paso del tiempo: las cuentas no salían. Ni fiestas de aguardiente ardiendo, ni tragafuegos, ni las mil actividades culturales incendiarias o la propaganda hecha sin descanso. La evidencia era ésta: el alquiler se llevaba la mayor parte de la recaudación, los beneficios eran más espirituales que materiales.

Los días de cuentacuentos, por ejemplo, la gente sólo consumía infusiones. Cuando había concierto bebían cervezas en el mejor de los casos. A cada día de Idiota lleno, le correspondían un montón de vacío. En resumidas cuentas: si con los motores de nuestro esfuerzo a tope las cuentas no salían, era más que conveniente dejarlo pasar. Otro agujero negro en mi maltrecha economía resultaba la puntilla para aquel viacrucis en versión hostelera.

Cuatro meses de esfuerzos baldíos que dieron al traste con todo. El hundimiento del Idiota fue rápido[9], pero su remolino arrastraría también a La Tapadera unos meses después. Atrás quedaron, como dulces recuerdos nunca llegados a saborear más que en la imaginación, los grandes momentos del Idiota, que en realidad fueron pocos y pequeños. Disfruté tanteando a las nínfulas[10], ésas cuyo perfil tiende a aproximarse a los dueños de los bares. Pero fue nada más que una victoria pírrica, como mi fama maracandesa: sólo un espejismo de andar por casa.

Una noche, mientras barría y fregaba el suelo del Idiota, encontré una moneda, de las más gordas que había en circulación entonces. Quizás a eso se reduzcan todos los beneficios que me proporcionó aquel negocio.

Pero también puede que no, es posible que la bendición de aquel fracaso significara por fin librarme de todas las ligaduras que como un lastre me ataban a Samarcanda, ciudad de buena vida y mala muerte.

Probablemente sin aquel experimento del Idiota, mi mente a día de hoy me jugaría la mala pasada de hacerme creer que aún era posible otra vida en aquel paisaje. Y como las almas en pena, estaría todavía ululando y pululando por aquel purgatorio, vagando eternamente sin provecho ni objeto.

Afortunadamente no fue así. Allá por el ’99, cuando ya había decidido marcharme definitivamente de mi pasado, paseaba una noche con Dolores BABÁ. Hacía ya más de un año que habíamos dejado de salir, estábamos formalizando una despedida mayor de edad: tan definitiva que dura ya más de 20 años. Sin acritud, aunque con remordimientos por su parte, pues el tono de voz la delataba.

Era de noche y pasábamos cerca de los Franciscanos. Como por arte de magia, apareció Tadeo Esquizofrenia: me contó que se había recuperado, que ya estaba desintoxicado. Le dije sinceramente que me alegraba. Acto seguido me pidió disculpas, en lo que le tocaba, por el asunto del Idiota. Y le respondí que a mi entender no le tocaba nada, que nada tenía yo que perdonarle… nos dijimos adiós amablemente.

Otra despedida que dura más de 20 años.



[1] Tomado de una obra de Dostoievsky.

[2] Tras las aventuras y el proceloso navegar del mítico Esquizofrenia durante los ’80 y primeros ’90… regentado al alimón con Javier Esquizofrenia.

[3] Seguramente para interesarme por la recaudación o venta de alguno de mis libros de cuentos, pues el Idiota era punto de venta del mismo.

[4] La única forma de verles asiduamente, con las infinitas tareas que generaba La Tapadera.

[5] Felipe Anfetas y Cristian BARRA.

[6] Que arrancaba en Conde Drácula y La Tapadera, ramificándose en nuestras cuatro existencias individualmente.

[7] Véase el cuadro BBM

[8] Tadeo Esquizofrenia y el Idiota.

[9] Como puede comprobarse, el último concierto que se hizo fue a cargo de un grupo llamado La orquesta del Titanic.

[10] Jacinta HUMOS, Sol PULGA

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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