Plátanos

Bar

 

Samarcanda

´85

´93

193

             

 

Primero fue la etapa de descubrimiento: algún indeterminado día del ’86, vagando alegremente por las receptivas calles de una Samarcanda propicia, debí de recalar en las entrañas del Plátanos buscándolo sin saberlo. Ya lo conocía de antes, pero había dejado de ser el Váter de sus tiempos punk… le había hecho alguna visita a aquella postal y el cambio le había sentado bien. Al menos me daba esa impresión: más amable, menos agresivo.

Fue algo así como un flechazo inconsciente. Antes de que pudiera darme cuenta, antes de asimilar toda la carga de mi presencia en su interior, ya era un ritual asumido. Como quien acepta la costumbre de respirar, iba por el Plátanos como algo placentero. Saciar una necesidad[1] resultaba sólo el principio de un crecimiento más profundo.

El plantel de camareros era todo un ejército al servicio de aquel ocio creativo. A pesar de ser físicamente el mismo sitio, la personalidad del Plátanos se transformaba a partir de las diez de la noche. A esa hora abandonaban el frente las pandillas de la tarde: entre ellas, la de Marilyn Hermana y sus infinitos amigos alcoholizados, porreros y descerebrados. Toda una legión atemporal de bebedores que buscan sólo la inconsciencia sin Norte, típica de una adolescencia y primera juventud: la alienación.

A diferencia de semejante ejército, ayuno de valores y metas, nuestro turno practicaba una militancia muy diferente. No bebíamos para anular u olvidar el mundo real, sino que nos movía la necesidad de plantear una realidad alternativa. En este sentido, nuestras veladas eran creativas. Si no cambiábamos el mundo no era por falta de ideas, sino por la imposibilidad de hacer saltar los goznes de un esquema tan absurdo como blindado. De hecho, nuestra siguiente actividad era la misma, al menos complementaria de la primera. Si no podíamos cambiar el mundo, nos construíamos uno que pudiera ser compatible con el existente. Un mundo sólo nuestro. Pero no por nuestra intención de no compartirlo, sino por la imposibilidad del mundo real, que se obstinaba en no cambiar e ignorar el nuestro.

A pesar de que para él habría sido una salvación absoluta, como forma de supervivencia gracias a la metamorfosis que le ofrecíamos estérilmente. Nada que ver con los planteamientos del ocio que regían aquel otro paradigma: el de Marilyn Hermana y sus acólitos, que se resumía en anular la conciencia. Alcohol y porros para poner entre paréntesis la realidad. Un ocio estéril que sólo consigue acabar con la propia salud. Un ocio que posteriormente desaparece, con la madurez social y sus obligaciones. Ésas que vienen a obviar ya para siempre la madurez de una conciencia que, en la mayoría de los casos, jamás llega a producirse.

Nuestro ocio creativo contaba sobre todo con un grupo de oficiantes (el ejército de camareros) que nos servían[2] como guías por aquellas tierras tan agradables como sorprendentes[3].

¿Cuándo se convirtió el Plátanos en mi cuartel general? ¿Y cuánto duró como tal? La primera pregunta se difumina… paulatinamente se fue haciendo más familiar disfrutar de sus jarras de cerveza con submarino alcohólico. Casi un ritual que se desarrollaba entre música pop y buenas compañías. Si tuviera que establecer las fechas con cierto rigor, seguramente la etapa de más Plátanos para mí fue entre los años ’86 y ’91… luego poco a poco fue decayendo mi actividad en su esfera. Primero porque diversifiqué mi ocio con otros lugares, que paulatinamente iban copando el horario nocturno. Al no multiplicarse las horas, me veía obligado a elegir. Pero entre el ’86 y el ’91 el Plátanos llegó a ser… no ya mi segunda casa, sino la primera. Allí era donde realmente mi corazón se expandía. Las jarras de cerveza con submarino alcohólico[4] eran el combustible de mis sentidos, pero nunca un fin en sí mismas.

Con la animación propia de un espíritu en crecimiento, la música venía a multiplicar exponencialmente aquello que fermentaba la mezcla de alcohol y hormonas. Siempre pasado por un tamiz intelectual que convertía las veladas en una excusa perfecta a partir de la que crear. Muchas veces, conversaciones sobre temas que me preocupaban en el momento[5] y otras, como sugerencias a partir de las cuales la vivencia se convertía en una obra de ficción: cuentos, novelas, poemas…

Si alguna vez me preguntaban (por casualidad o como revulsivo) por qué no estudiaba más en lugar de ir al Plátanos, contestaba con un aplomo y convicción sólo avalados por la realidad misma: “Al Plátanos vengo a estudiar: sobre todo, sociología práctica y psicología empírica”. Una afirmación tan cierta como heterodoxa.

El paso de los años ha conseguido que en mi currículum haya una titulación oficial… pero simultáneamente fui atesorando datos, conocimientos no académicos y aprendizajes de la vida misma. No figuran en ese papelajo miope… pero otorgan bagaje y alegrías infinitamente mayores.

Casi un santuario: el Plátanos resultaba una institución sagrada, un lugar al que remitirse en los difíciles momentos de soledad o incomprensión. Sí, era lo que se llama una “parroquia” y los parroquianos que deambulábamos por él practicábamos rituales de desesperación existencial revestidos de despreocupación.

Era frecuentado por muchos estudiantes de diversas Facultades. El ritual de descender sus escalones resultaba casi obligado en algún momento de la noche. Así iban transcurriendo alegremente las horas, los fines de semana y los años, con la despreocupación de quien no tiene reloj porque no lo quiere.

Alguien viéndolo desde fuera podría llegar a la conclusión de que todas aquellas noches eran iguales, cargadas de repeticiones y ritos monótonos. Pero lo cierto es que bajo esa cáscara[6], a poco que se la examine con detenimiento, la realidad aparece llena de matices: como cada noche de entonces. Y es que probablemente no haya oscuridad con más matices que la de una noche de juventud. Aquéllas fueron infinitas en cantidad e intensidad, irisarían la sombra igual que un prisma descompone la luz. Haciéndonos ver colores hasta ese momento inimaginados, ocultos.

Sin ánimo de ser exhaustivo, enumeraré unas cuantas de las pequeñas epopeyas que tuvieron lugar entre aquellas paredes, repletas de vida. El entorno hacía posible la magia, cuya definición más simple era lo que ocurría cotidianamente en el Plátanos. Lo normal era que pasaran cosas extraordinarias.

Charlas cómplices y guiños más allá de la materia eran habituales como contextualización del entorno. Principalmente por afinidad ideológica con Pancho el Abuelo. Durante una época yo solía salir a la calle día y noche con una cinta de cassette de tangos en el bolsillo. Muchas veces ésta, de contrabando, acabó en manos de Pancho el Abuelo, iluminado el Plátanos por la voz de Carlitos Gardel El mudo: ¿qué más podía pedir yo? Aquello sí que era estar en casa, pero mucho mejor. Rodeado de amigos que iban entrando y saliendo, de manera casi siempre imprevisible. Pero salvo aquellas excepciones, por lo general la música en el Plátanos era del tipo El último de la fila y grupos similares y/o afines, que entonces estaban en su momento de oro.

En el Plátanos la gente era un torrente. Entraban, charlábamos, se iban. Como un embajador en su puesto, yo saludaba efusivamente a todo aquél y toda aquélla que iba cayendo bajo mi círculo de influencia. Generalmente en la barra o el rincón del final, junto a la máquina tipo petaco, porque aquélla era una de mis dedicaciones en el Plátanos. Cerveza y al fondo, a jugar mientras fumaba… disfrutando de una música y un ambiente que, si lo hubiera diseñado yo mismo, no habría salido más a mi gusto.

Una de las veces que estaba totalmente abstraído del mundo, en mi burbuja de la máquina de bolas con la ambientación musical, alguien le dio un empujón al farolito que había junto a la máquina como decoración. La parte superior del farol se desprendió y cayó sobre el cristal de la máquina con un estruendo inmenso, aterrador. Por fortuna el cristal resistió el impacto sin romperse. Pero yo seguía jugando, a la espera de que me lo quitasen de encima porque no veía bien ¡pero ni siquiera se me coló la bola con el susto! Mi capacidad de concentración, al menos aquel instante y para aquella tarea, estaba a prueba de desgracias.

Durante la primera época del Plátanos, mientras practicábamos nuestro particular triángulo de afinidades ideológicas, Pablo CIEGOS, Araceli BÍGARO y yo solíamos ir por el Plátanos con frecuencia. Atesorábamos horas de charla y fermentación ideológica, igual que va madurando el vino. Después Pablo CIEGOS conoció a Indira Barrio y nuestro triángulo se deshizo como el azúcar en el agua. Se volatilizó de toda posible circulación. Una noche Pablo CIEGOS nos lo dijo: había conocido a la mujer de su vida. Allí mismo, en el Plátanos. Y empezó una etapa nueva de su vida, ya alejado para siempre de aquel bullicio.

Por alguna extraña razón que se escapa a mi parco intelecto, el Plátanos era un sitio propicio para los besos singulares. Una noche en la que el bar estaba casi vacío, por ejemplo, entró una chica tan eufórica como desconocida. Sin mediar palabra fue repartiendo besos en los labios de los presentes, uno por uno. Tan simple y tan complejo como eso. Ni supe quién era ni volví a verla, pero dejó mis labios perplejos sembrados con una sugerencia de cielo. Es cierto que estaba borracha, pero la situación fue tan impactante que aún lo recuerdo.

Otro día fue Eugenio LEJÍA, como elemento discordante, el que revoloteaba inquieto entre la gente. A raíz de la conversación[7] y como demostración de que dos hombres pueden besarse en los labios sin ser maricones, me plantó un beso en los morros que a mí me dejó frío. Pero demostró lo que pretendía, porque ninguno de los dos éramos homosexuales. De hecho fue el único que nos hemos dado en toda la vida.

Pero el Plátanos tampoco era una balsa de aceite, porque también viví algún episodio violento. Por ejemplo, la noche en que un energúmeno le rompió un vaso de tubo en la cabeza a Joaquín Pilla Yeska. A día de hoy aún no sé el motivo, pero las consecuencias no las olvido: noche en el hospital y puntos de sutura. Eran los típicos hechos violentos, estadísticamente inevitables durante las largas noches maracandesas, plenas de descontroles de todo tipo.

Otro de los capítulos, éste de violencia psicológica, tuvo lugar una noche en la que yo llevaba una mano de broma, de ésas pequeñas que se adhieren a las superficies y tienen un extremo largo y cilíndrico. Disfrutaba como un niño haciendo bromas ocurrentes a la concurrencia… tan inocentes como pueriles. Apareció Tania Biología, una compañera de piso de Araceli BRUMA. Se encontraba en unas condiciones etílicas bastante lamentables. Me pidió prestada la mano y cometí el error de acceder. Después se negaba a devolvérmela y yo contrariado… como una criatura a la que se le hubiera roto el juguete. Con el rollo cortado, persiguiéndola por el Plátanos para que me la devolviera.

No lo conseguí. Finalmente renuncié tras un buen rato de intentos fallidos. Cuando ella ya se había ido, Pancho el Abuelo vino hacia mí. Mientras recogía vasos me pregunto qué me pasaba. Se lo expliqué entre sus carcajadas, mientras él me decía: “Yo no sabía qué pasaba… sólo te oía decirle ‘¡Dame la mano!’… ¡pensé que era la suya, la de verdad!”. Típico de Pancho el Abuelo, cargado de un humor tan naïf como divertido.

Muchas noches él y yo, en el Plátanos, con escasez de público y tiempo para charlar, intercambiábamos opiniones sobre el mundo del tango y sus universos satélites. Por eso un día le regalé Los siete locos, la novela de Roberto Arlt… con la intención de hacerle partícipe de aquel mundo tan seductor como maldito.

En definitiva, en el Plátanos también había momentos académicos, aunque siempre heterodoxos. Por ese motivo durante una buena temporada salí de copas con libros en el bolsillo de la cazadora. Sacar bibliografía en plena noche me resultaba una forma fascinante de abordar las charlas. Algo así como un as en la manga para el tahúr. A lo largo de varios meses me acompañó, por ejemplo, un ensayo sobre Alejandro Sawa, con cuya lectura también aliñaba mis noches más solitarias en los rincones del Plátanos. Después dejé esa costumbre, a raíz de un episodio de stress, para no mezclar la diversión con el deber, siguiendo las indicaciones facultativas, pero ¿acaso no se encuentran inextricables en el mundo de la filosofía?

Una noche Carola me cedió la barra para que yo pudiera servirles unas cervezas a mis acompañantes, que aquel día eran Joaquín Pilla Yeska, Marielle MENOS y su prima Benita Morena. Probablemente la única vez que entré en la barra del Plátanos, porque siempre fui muy respetuoso con los roles establecidos.

Poco tiempo después desembarcó tras la barra Facundo Plátanos y con él se inició el declive definitivo, un cuesta abajo como en los mejores tangos. Las primeras veces que oí a los Hombres G creí que se trataba de una broma y así se lo dije. Pero él, impertérrito, poco a poco fue haciendo de aquello algo tan habitual que comprendí sin mayor problema que se trataba de un mensaje bien claro. Política del bar para modificar el perfil de la clientela, de lo que Facundo Plátanos sólo era el brazo ejecutor.

Al Torcido ya no le gustábamos: a pesar de los inolvidables momentos de carcajadas que habíamos llegado a compartir con él. Sin ir más lejos, la noche en la que, puesta sobre la barra una cruz de mármol recién robada del cementerio, justo al lado del grifo de cerveza, intentamos negociar su precio traducido a cañas o futuras jarras. Pero no hubo forma de encontrar un puente entre nuestros mundos. Incluso quizás aquella noche de la cruz empezara la separación de caminos. Puede que al Torcido le parecieran demasiado peligrosas nuestras aventuras.

Lo cierto es que poco a poco, igual que se marchita una flor o llega el día tras una fiesta nocturna, mis apariciones por allí se fueron espaciando más y más. El Plátanos se convirtió en una etapa superada. Al fin y al cabo todo el mundo crece, ¿por qué no hacerlo yo, por qué no emanciparme del Plátanos?

El Plátanos y yo nos fuimos separando paulatinamente, como lo hacen dos amantes a quienes se les ha ido muriendo el amor entre las manos. Sin acritud, aceptando las leyes de la vida, aunque sin resignación. Convirtiendo en oro todas las vivencias que un día llegamos a compartir, sintiéndonos afortunados por haber conseguido semejante nivel de comunicación. Nos acercaba a lo divino, lejos de la pura materia.

Si hubiera que resumir en una imagen la relación íntima que llegamos a mantener el Plátanos y yo como algo natural e inmenso, probablemente sería la cara de Alejandro-Oso. Con su sonrisa ladina, a caballo entre cómplice y sorprendida, como agradeciendo habernos encontrado en la vida.

El perfil del Plátanos se identifica con un país que no está en los mapas, híbrido entre imaginación y sueños. Allí la ley de la causalidad está derogada.

Bajando las escaleras para entrar en el Plátanos había un riesgo serio de caída. Sin embargo, de las infinitas veces que las descendí, sólo me caí en una ocasión. Y me encontraba totalmente sereno, no había bebido ni una cerveza. Llegaba caminando desde casa y la lluvia dominaba la calle. Eso hizo que el Plátanos quisiera ser para mí un tobogán hacia otra dimensión. Tan paradisíaca como incomprendida.




[1] Si no física, al menos del alma.

[2] En ambos sentidos.

[3] Eran: Pancho el Abuelo, Cefe Plátanos-Goodman y Alejandro-Oso. Con el tiempo fueron variando. Después apareció Carola, algún día también nos servía el Torcido, el jefe… y finalmente apareció Facundo Plátanos: su presencia en el bar significó un cambio radical, con el que me despedí de aquel paisaje y aquella época.

Cefe Plátanos-Goodman también se fue para intentar su aventura en solitario abriendo el Goodman, así que en poco tiempo cambió por completo el Plátanos… hasta desaparecer de mi vida. Siguiendo la dinámica natural de los acontecimientos. Éstos nos podrán gustar más o menos, pero si hemos disfrutado de cada etapa mientras ésta ha tenido lugar, no hay nada perdido (sólo integrado en la siguiente etapa de la vida).

[4] De whisky generalmente, aunque también ron, tequila…

[5] Casi siempre relacionados con la filosofía académica.

[6] Tan simplista como el Universo mismo.

[7] Que no recuerdo, pero seguramente versaba sobre roles y status sociales.

 

 

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