Las Vegas 100

Recreativos

 

Samarcanda

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De alguna forma las salas de recreativos han sido la herencia bastarda de toda esa tradición religiosa que pervivió de manera más o menos autoritaria durante la época dictatorial.

Una vez superada esa enfermiza religiosidad, las tendencias fueron privándose, desprendiéndose por sí mismas de esa costra que durante tantos años había deformado su esencia.

Una de esas tendencias, naturales desde un punto de vista antropológico, sin carga valorativo-social… era la del azar. Representada sobre todo por el juego. Es cierto que la época de la postguerra había continuado la tradición del juego[1], aunque quitándole el elemento económico. Dejando simplemente lo lúdico.

Pero con la llegada del recién estrenado régimen supuestamente tolerante llegó la legalización del juego. De la misma forma que con la explosión erótica, hubo una fiebre inmensa por abrazar el mundo de la suerte. Dando como resultado un colectivo de enfermizos enceguecidos que sólo vivían buscando la piedra filosofal del enriquecimiento inmediato[2].

Por eso nació Las Vegas 100, que[3] ante todo se lucraba de los bolsillos cuyos dueños estaban afectados por la ludopatía. Mucho antes de que la enfermedad tuviera este nombre o fuera diagnosticada por interesados psicólogos[4], la existencia de semejante dolencia respondía al efecto péndulo. Aplicado a la buena fe de una población que ya entonces tenía grandes carencias en el mundo del pensamiento.

Pero dejando de lado todas estas reflexiones, Las Vegas 100 era un local tan acogedor como impersonal. Con esa indefinición que suelen lucir los lugares que desean masivas afluencias. Sobre todo por dirigirse a la población en general, sus posibles víctimas propiciatorias. Las Vegas 100 era como de plástico, sin alma… aunque con muchos colorines, como en tiempos de la colonización de las américas.

Un lugar que suponía una especie de catarsis para evitar la monotonía. Para mí infinitamente accesible. Estaba a la vuelta de la esquina… de mi casa y de la calle en la que nos juntábamos los adolescentes del barrio para compartir unas inquietudes tan simples como propias de la edad.

Sin embargo, el motor de aquellas visitas al Las Vegas 100 era ante todo Satur MOPA. El hijo del dueño del bar Javi, que estaba bajo mi casa.

Con el tiempo y el resorte clásico hacia el explotador que era su padre, Satur MOPA había ido perfeccionando un sistema para sisar dinero de manera constante a la caja del bar de su padre. Por este motivo necesitaba una fuente de gastos constante, pues si dejaba de sustraer la cantidad más o menos controlada a diario, estaba seguro de que su padre lo notaría. Era una huida hacia adelante en la que también participaba su hermano Jesús MOPA… sumado a la vista más o menos gorda que deliberadamente hacían sus padres.

Así, se estableció casi implícitamente la simbiosis entre todos los implicados: mientras ellos dos ponían el dinero, nosotros[5] les acompañábamos a Las Vegas 100 en cuanto disminuía la afluencia de clientes al bar, dependiendo de la hora.

Entonces era el oasis, la llegada a los recreativos para buscar la evasión de una realidad tan manida. Allí hacíamos de las nuestras durante un buen rato. Charlar mientras jugábamos a casi todo… incluidas las tragaperras, lo que colocaba al colectivo, sobre todo a Satur MOPA, en el filo de la población con riesgo de ludopatía.

Pero pasaban los meses y la cosa no parecía preocupante, así que Las Vegas 100 para nosotros acabó siendo una especie de club social alternativo a La ofi… porque en Las Vegas 100 podíamos reunirnos lejos de la vista de los progenitores de todos, cuando el semisótano se nos hacía irrespirable.

Lógicamente, con el trato continuado, hicimos amistad con Lucas Las Vegas 100, el encargado de la vigilancia del local. Además de velar por la tranquilidad del mismo, su misión era facilitar cambio a quien se lo solicitaba. También con el hijo del dueño, más o menos de nuestra edad y muy dado a la risa.

Frecuentábamos Las Vegas 100 con una sensación a medias entre la tan anhelada libertad y la obligación social de relacionarnos con un mundo sobre todo adulto. Así, los domingos por la mañana, tras ponerme mis mejores galas[6] bajaba a la calle. Permanecía en el Javi hasta que algún rato la afluencia de público le permitiera a Satur MOPA una escapada hasta Las Vegas 100. Pero también estaba Gabi ASAS, uno de los hijos del dueño del local en el que teníamos el cuartel general de la ofi. Con un padre constructor y por tanto también con buen poder adquisitivo: en el mundo lúdico, se entiende.

Además del resto de los componentes de la pandilla. Tantos que resultaba difícil estar solo. Precisamente era esto lo que se pretendía. Huir horrorizados del vacío que nos enfrentaba con nuestro propio pensamiento adolescente.

Al final de aquellas jornadas a mí me quedaba la sensación de haber perdido el tiempo. Igual que si hubiera ido a una celebración religiosa o cualquier otro ritual, tan ajeno. Según parecía era lo que había que hacer, lo socialmente aceptado. En el fondo, poca diferencia entre Las Vegas 100 y otra de las vueltas de la esquina… la parroquia.




[1] Tan uzbeka, culturalmente inevitable.

[2] Al igual que sucediera con la pornografía paralelamente, en el otro ámbito.

[3] Aunque combinaba los recreativos básicos como el billar, los futbolines o los bolos… con una barra de cafetería, máquinas tipo petaco y tragaperras.

[4] Habría que hablar también de la “psicolopatía”, ¿no?

[5] El resto del colectivo denominado La ofi.

[6] Que incluían unos calcetines amarillos y unos zapatos de charol color lila.

 

 

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