El Corro

Cafetería

 

Samarcanda

´85

´96

297

             

 

A finales de los ’80 llegó a ser toda una institución en Samarcanda. Como les ocurre a tantos bares, tenía la ventaja de llevar ya integrado en el nombre el lugar en el que estaba… siendo casi sinónimos muchas veces. Hasta el punto de que quedar en la plaza del Corro era quedar ya directamente en la cafetería homónima. El sitio estaba lleno de animación y de vida, casi como los cafés de otras épocas y geografías: al estilo de La colmena de Camilo José Cela.

La cafetería del Corro tenía dos partes. Una era más diurna y abierta al bullicio propio del centro de Samarcanda: la principal, llena de cristales inmensos. A quienes se sentaban en las mesas más próximas a los ventanales, les daba la impresión de estar en la calle, pero sin frío. Casi como una pecera, permitía tomar el pulso a la ciudad visualmente con el calor de una infusión entre las manos ateridas.

Pero después estaba el sótano. Aquel habitáculo con las paredes de piedra tosca… un rincón ideal para que el jazz hiciera de las suyas, en el entorno más ideal que cualquier aficionado al mismo pudiese imaginar. En el sótano también había barra, pero más enfocada al asunto de las cañas y las copas. No tan amiga del café: un poco más cerca del universo del malditismo y la marginalidad, más culta.

Era escandalosamente temprano, allá por septiembre del ’86, cuando tomábamos café una tarde Seco Moco y yo en la cafetería del Corro: temprano en el amanecer de mi vida, a la que yo no hacía sino desperezarme. Seco Moco me aseguraba que Circe SADE caería rendida entre mis brazos para celebrar su mayoría de edad. Pero yo desconfiaba desconsoladamente de aquella certeza[1]. Todo fue sólo un cúmulo de sueños y expectativas. El tiempo se ocupó de sepultar aquel bullicio con el olvido.

Pero la cafetería del Corro seguía allí al año siguiente, durante una mañana de inspiración sin límites. Aquel día estábamos unos cuantos de los inquietos cerebros filosóficos y sus países satélites[2]. La idea era tan inofensiva como tomarnos una caña.

El encargado de pedir las consumiciones en la barra fue Valentín Hermano. Ante la mecánica pregunta del camarero: “¿Qué os pongo?”, el cerebro de Valentín Hermano respondió disperso: “Unas cañas”. “Sí, pero ¿cuántas?” Y él, ya ido por los senderos del inconsciente: “No sé… veinticuatro”. El camarero, escéptico y travieso: “¿De (cerveza) rubia o negra?” “Pues… veinticuatro de cada…” “¿Con tapa todas?” Y lanzado a la aventura sin cortapisas racionales, Valentín Hermano contestó: “Sí, claro, cuarenta y ocho tapas”.

Las consecuencias eran más que previsibles, una vez lanzado el órdago: estábamos en el sótano, la planta que se complacía en las travesuras. Al ver que Valentín Hermano iba llevando cervezas sin parar hasta la mesa, con tapas a mansalva, le miramos sorprendidos: “¿Y esto?” “Nada, unas cañas”. El espectáculo no dejaba de ser halagüeño: una de aquellas mesitas de madera, a tope de vasos llenos… todos nuestros.

Pero enseguida nos asaltó una duda: “Oye, ¿las has pagado?” “No, no tengo pasta”. “¿Y qué vamos a hacer?” Entre la espuma de mi memoria desaparece el irrelevante detalle de la identidad de quién propuso la solución, probablemente Manuel Alejandro RAPHAEL… era muy de su estilo. Sólo nos quedaba una salida… de emergencia… vender poesías entre la clientela para financiar aquel entuerto.

Nos repartimos racionalmente la tarea. Mientras algunos íbamos improvisando[3] sobre las servilletas típicas de los bares de entonces[4] a una velocidad perentoria, los otros se encargaban de la venta. Tanto en nuestra planta como en la superior, porque necesitábamos mercado…

En un frenesí que duró más de media hora, aquella escritura automática fue poco a poco dando sus frutos… Faltaba ya poco por recaudar, pero se hacía tarde. Llegaba la hora de comer, la gente se iba, se nos terminaban las ideas y la clientela. A Valentín Hermano se le ocurrió también vender números: una inspiración que bien podría llamarse “el tic del ingeniero”. Los dibujaba en una servilleta y cambiaba la fórmula de venta de las poesías por otra[5]: “… ¡Oiga, amigo! Le vendo un número…”, como quien trafica con ilegalidades.

No sé cómo se obró el milagro, pero finalmente pudimos pagar las cuarenta y ocho cañas con sus respectivas tapas: gracias a una literatura fungible[6]. Vendida a cambio de comida y bebida… tal como hacía Oliverio en El lado oscuro del corazón. Ambas películas de un fantástico realismo pintiparado para el momento.

Todos aquellos poemas ya habrán pasado a mejor vida. Igual que la propia cafetería del Corro, que a fecha de hoy se encuentra reconvertida en hamburguesería. ¡Qué manera tan cruel de pasar los años!

Pero antes de la metamorfosis, cuando aún ostentaba tartas en el escaparate y se llamaba cafetería del Corro, una noche… a Orestes RISA y un amigo se les ocurrió robar por pura gula. Claro, al romper el cristal no sólo movilizaron a la policía por aquel estropicio: además dejaron inservible el botín gracias a los cristales. Bueno, era gente de Bellas Artes… ¿qué podría esperarse de semejante cantidad de cerebros desperdiciados… o al menos infrautilizados?




[1] Allí mismo, en la plaza del Corro, vendía sus poemas en aquella época un argentino militante: tan llenos de sentimientos como mi pobre corazón de entonces.

[2] No recuerdo la nómina completa, pero con seguridad me acompañaban: Manuel Alejandro RAPHAEL, Pablo CIEGOS, Araceli BÍGARO y Valentín Hermano, entre otros.

[3] Lógicamente, no valía plagiarse ni siquiera a sí mismo.

[4] Un papel finísimo, acerado y brillante, con dibujitos azules o rojos en los bordes.

[5] Susurrada al oído, al estilo que utilizaban los muñecos de Barrio Sésamo que hacían eso mismo.

[6] Que se perdió aquel día “como lágrimas en la lluvia”, en palabras de la película Blade runner.

 

 

Sonido

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