SAMARCANDA

SA - 3.08.

Curros

maracandeses

Médico

Agustín J. MEMO

1987

105

 

 

El asunto era tremendamente sencillo: se trataba de hacer recibos una vez cada dos meses. Aproximadamente mil, en los que quedaban reflejados los datos del pagador, banco e importe a pagar. ¿Quiénes pagaban? Todos aquéllos que figuraban de alta en el listado del médico en la fecha de elaborar los recibos… éste, a cambio de estar disponible 24 horas al día durante todo el año, recibía un importe fijo cada mes, previamente acordado: lo que se denomina una iguala.

Éstas hacía poco se habían prohibido por ley[1], pero esto no afectaba a Agustín J. MEMO, porque él sólo trabajaba como médico privado: no había aprobado el MIR y su caso escapaba a dicha normativa.

Yo conocía el asunto por haberlo padecido de rebote: algunas veces Richard BICHO me pedía ayuda porque le tocaba rellenar los recibos y se le echaba el tiempo encima. Entonces yo me prestaba y nos poníamos a currar al alimón transcribiendo a mano todo aquel listado… que se nos hacía eterno.

Cuando por fin acabábamos, el descanso ya era una fiesta inmensa. Pero además Richard BICHO generosamente pagaba unas copas que entre risas nos daban energías para los siguientes dos meses. Transcurridos éstos volvía a repetirse la historia.

Como yo respondía adecuadamente y Richard BICHO tendía a dejarse llevar por la galbana cercana al jazz y su espíritu casi jamaicano, aquello se había convertido casi en una tradición bimestral.

Así que para el ’87, cuando Richard BICHO tenía que irse a hacer la mili[2]… habló con su tío Agustín J. MEMO, para dejarme el trabajo temporalmente. Así fue: en el plazo razonable de un par de meses, aquel negocio de economía sumergida ya estaba en mis manos.

Previamente yo lo había comentado con Valentín Hermano, que lo vio clarísimo: aquello sería coser y cantar si lo hacíamos con ordenador[3]. Aconsejado por sus vaticinios, acepté el reto y me quedé con el asunto. Pero me lo había advertido Valentín Hermano: la primera vez era la más difícil, porque había que poner en funcionamiento la mecánica.

Crear una base de datos: eso suponía pasar al ordenador las mil direcciones. El mismo trabajo que Richard BICHO hacía una vez cada dos meses a mano. Después, a través de una sencilla aplicación del Word, se imprimirían los recibos.

Evidentemente la panzada inicial fue considerable: me la comí enterita, según instrucciones del ingeniero Valentín Hermano, quien posteriormente me asesoró para llevar a cabo la obra final. Mecanografía y ajustes varios de espaciado. Combinadas con la tecnología informática entonces en pañales y tras infinitos dolores de cabeza, dio como resultado un éxito ciertamente atenuado, pero seguro.

Aquel punto de partida supuso el inicio de una relación laboral en la sombra, de lo más fructífero: para Agustín J. MEMO, el tío de Richard BICHO, aquello significaba el paraíso tras un purgatorio al que durante años le había sometido su sobrino. Conmigo era coser y cantar.

Todo lo farragoso que había sido el asunto de la contabilidad hasta entonces, se convirtió en algo sencillo. Facilísimo gracias al dBase y poco más. Agustín J. MEMO y yo nos reuníamos una vez cada dos meses y poníamos al día los libros de registro que él tenía en su casa. En ellos llevábamos con detalle todas las incidencias, actualizábamos altas, bajas y modificaciones: un par de horas de trabajo. Datos que yo me llevaba por escrito y en mi casa actualizaba informáticamente justo antes de imprimir en papel los recibos: esto lo último[4].

Después, le imprimía y entregaba un listado actualizado con la fecha… y dos meses de descanso.

Bueno, dicho crudamente mi trabajo era de unas ocho horas cada dos meses (es decir, cuatro horas al mes) y a cambio recibía mensualmente 60 euros de la época… Así fue durante el primer año, porque Agustín J. MEMO estaba encantado con el nuevo funcionamiento del asunto y enseguida me subió el sueldo a 72 el año ’88, 90 el ’89, 120 el ’91… para el ’93 ya eran 150 euros al mes. Esto venía a ser aproximadamente la cuarta parte de lo que yo cobraba por 144 horas al mes haciendo el funcionario… Como sugirió Andrés GHANA, era cuestión de buscarse cuatro o cinco médicos como aquél para salir de la miseria.

Pero claro, el asunto no era tan sencillo. ¿Cómo buscaba yo gentes que necesitaran aquel servicio? Además, mis nulos conocimientos de contabilidad y la ausencia de interés por adquirirlos hacían que el caso fuera poco menos que irrepetible.

Cuando Richard BICHO volvió de la mili, a nadie se le ocurrió replantear la situación del asunto: todos estábamos contentos. Él por haberse quitado de encima aquello que subjetivamente consideraba un muerto, Agustín J. MEMO por la diferencia en la ejecución y las formas… y yo por haber resuelto la cuestión con beneficios para todos los implicados, incluido yo mismo.

Aquello se tradujo en una felicidad constante desde el punto de vista laboral… que yo repartía generosamente cuando cobraba. Una vez al mes se celebraba lo que di en llamar “la fiesta del recibo”: consistía en tomar copas por mi cuenta con alegría desbordante. Era una especie de premio, un ingreso no por previsto menos extraordinario, que sólo tenía de ordinario el hecho de ser previsto.

Una suerte de milagro que se repetía cada mes y que mi prodigalidad repartía sin mesura entre quienes a la fecha del cobro coincidiesen a mi alrededor nocturno.

Muchas veces entre éstos estaban Joaquín Pilla Yeska y su camarilla, Valentín Hermano… incluso el propio Andrés GHANA, entre otra infinita fauna. Mi generosidad se veía compensada con colaboraciones informáticas que iban haciendo más sencillo el proceso, optimizándolo: sacar los recibos de imprenta en papel continuo fue una de ellas. Daba gusto verlos salir por la impresora matricial Amstrad, ya rellenos, como quien imprime billetes.

En ocasiones fui a celebrar “la fiesta del recibo” al Gusano, el bar donde trabajaba como camarero Richard BICHO: él también participaba del regocijo, aunque con la envidia sana de ver que su trabajo troglodita se había sofisticado.

A pesar de los años transcurridos y los avatares de mi vida, conseguí conservar aquel trabajo: bien entrados los ’90 desaparecieron los recibos en papel y ya sólo funcionábamos con un diskette que yo enviaba cada dos meses desde donde estuviera[5] al banco para que lo procesaran. Más tarde incluso eso desapareció, quedando reducido a un mero correo electrónico.

Pero durante los primeros años fui una visita periódica en casa de Agustín J. MEMO: precisamente yo iba cuando no había pacientes para atender. Solía ser algún rato perdido del fin de semana, casi siempre. Esto me otorgaba el dudoso privilegio de comprobar in situ cómo es la casa de los ricos cuando éstos no se preocupan del qué dirán.

Allí estaban en estado puro (en su salsa o en su tinta) los chavales pijos que eran sus hijos: ella, más avispada, llegó a ser médico como su padre; él, más limitado, ni siquiera terminó la carrera… sólo llegó a entrenador de fútbol y corredor de telefonía móvil. También la mujer de Agustín J. MEMO, atareada llenando la casa de cosas brillantes y caras que le permitiesen gastar tanto dinero… cosa nada fácil, claro.

Agustín J. MEMO, por lo que pude comprobar en alguna ocasión de urgencia que nos sorprendió trabajando y le acompañé hasta algún domicilio, era un tipo resolutivo que aplicaba la Medicina como una ciencia de probabilidades que casi siempre le funcionaba. Los niños suelen ser previsibles y manejables… al menos, más que los adultos.

Si alguna vez no iba todo como debía, remitía a los interesados a la sanidad pública y listos… Así que no era más que una especie de amortiguador, tropa de choque, parapeto que daba una seguridad a los pacientes… a los hijos de los pagadores, más concretamente. Más psicológica que otra cosa. Todo iba funcionando aproximadamente bien, salvo desgraciadas excepciones. Hubo una época en la que Agustín J. MEMO combinó peligrosamente aquella actividad sin límites horarios con el tabaquismo, lo que le llevó a un infarto que casi le borra del mapa… por fortuna lo superó, cambió de costumbres y todo solucionado.

Durante una época posterior Valentín Padre también estuvo trabajando para él: como cobrador a domicilio de las igualas no pasadas por el banco, las de quienes preferían pagar en metálico. Esto viene a dar una idea de lo positivo de nuestra relación laboral.

Alguna vez, durante “la fiesta del recibo”, Agustín J. MEMO y yo llegamos a coincidir fortuitamente… ¡en el bingo! Eran los tiempos en los que Joaquín Pilla Yeska, Araceli BÍGARO y otras gentes de mal vivir me contagiaron aquella euforia ludópata: afortunadamente la superé enseguida.

Quizás para compensarlo según algún tipo de intuición que desconozco racionalmente, le regalé a Agustín J. MEMO un par de estampaciones de grabados durante los tiempos de La Tapadera: en ellos podían verse dos interpretaciones realizadas sobre plancha metálica con técnica del azúcar… En una el bisonte de Altamira y en la otra la venus de Willendorf.

Aquella relación que fuimos capaces de llevar Agustín J. MEMO y yo, de cordialidad entre diferentes, fue la base de una tarea que estuve desarrollando durante más de 20 años. Sólo la crisis terminó con aquello, aunque esto ya forma parte de mi historia contemporánea, por haber ocurrido en el año 2007.



[1] Durante años habían constituido una forma fraudulenta de ingresos para los médicos, por simultanearlas con el trabajo en la sanidad pública.

[2] Era uno de esos tíos que la hacen sin problemas de ningún tipo, por poseer un carácter que encaja a la perfección en un esquema resignado en el que no creen, pero soportan estoicamente.

[3] Hacía poco que Valentín Hermano había adquirido el primero de su vida para hacer el Trabajo final de carrera. Como yo era quien “picaba” sus textos, ya me había familiarizado lo suficiente con aquella máquina infernal.

[4] Todo, incluida la impresión… aproximadamente cinco o seis horas.

[5] Zarafshon, Angren, Kagan

 

 

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