KAGAN

KA - 3.3.

Curros

saharauis

Instituto de Futuros Currantes

1994

123

 

 

En dos palabras, aquello era un nido de víboras: tan peligrosas como malintencionadas, desde un núcleo que se alimentaba de su propia ponzoña. La gran mayoría del personal del Instituto de Futuros Currantes[1] se movía por la abulia y la inercia, la resignación ante un panorama desértico. La gran mayoría, por tanto, colaboracionistas por omisión.

Había cuatro excepciones mal contadas: Antonio Ref. Maika GRECA[2], un profe de Física de Gullston[3], Marisol Ref. Leandro Francisco CASO[4], Víctor FC[5]… y se acabó. Algún que otro momento de respiro en aquel ambiente claustrofóbico, nada más.

Como en cualquier fascismo: para evitar el conflicto, cayendo así en una dinámica, en una espiral hedionda de constante putrefacción contagiosa que alcanzaba todos los ámbitos del Instituto de Futuros Currantes.

Estaba ante todo el señor Director, un casposo impresentable de cuyo nombre prefiero no acordarme para evitar posibles úlceras. Pretendía disfrazar su dictadura con apariencias diplomáticas, pero se trataba simplemente del “palo y tente tieso”. En su opinión, para que el Instituto de Futuros Currantes funcionase era necesaria una dinámica de intolerancia y estricta disciplina: al estilo castrense, castrante. Él se autojustificaba de mil maneras[6], pretendía que el hecho de que aquello funcionara bien (o al menos que lo hubiese hecho hasta ese momento) era suficiente justificación para que siguiera haciéndolo igual en el futuro. Absoluto desconocimiento de la entropía, sin duda.

En otras palabras, el sistema tenía que fagocitarme para garantizar el correcto funcionamiento no ya del Instituto de Futuros Currantes, sino del pueblo… del mundo entero.

Como sucede tantas veces en la vida en circunstancias semejantes, la realidad es un equilibrio precario y la más mínima excusa viene a servir para poner de manifiesto detalles que[7] por alguna razón en cierto modo misteriosa, acaban siendo motivos incendiarios que prenden la mecha. Una vez encendida ésta, acaba resultando un encadenamiento de hechos irreversibles que se van magnificando. Imparables, hasta llegar a una situación sin salida que no sólo podía, sino que debía haberse evitado. Pero por alguna extraña y saharaui razón los mecanismos de amortiguación fallaron estrepitosamente.

Para contextualizar un poco el asunto, resultará conveniente hablar de los meses anteriores al estallido del conflicto: narrar sucintamente el panorama, el hábitat, la fauna y la flora.

El edificio en el que se ubicaba el Instituto de Futuros Currantes era tan ampuloso como provinciano, encajando así a la perfección en el esquema del “quiero y no puedo” tan al uso en el entorno saharaui. A la entrada estaba la garita de Conserjería, que más parecía una especie de control de paso al estilo militar. Conserjes uniformados siguiendo las pautas clásicas del canon decimonónico. El plantel estaba formado por cuatro, que yo recuerde:

  1. Un señor muy cachondo cortado por el patrón del conserje tradicional, cuya máxima vital (hilarante) era: “ya que no somos puntuales para entrar, al menos seámoslo para salir”.
  2. Una chica cuya carta de presentación era ser cónyuge de un escultor/artista. En cierta ocasión asistí a una exposición de su marido: no estaba mal, aunque tampoco era para tirar cohetes. En todo caso, superaba el umbral de calidad y prometía. No sé más de él, de ella, ni de lo que sucedió con ellos.
  3. Víctor FC, que se encargaba sobre todo de las labores de Conserjería que tenían que realizarse fuera del edificio. Gracias a eso podía soportar aquel ambiente infumable, sin duda. Sus inquietudes culturales, laborales y de relaciones humanas[8] le iban salvando de la quema. Resultaba interesante charlar con él. Formaba parte del escaso movimiento cultural serio que había en Kagan entonces.
  4. Marisol Ref. Leandro Francisco CASO: aquella chica modosita, simpática y tolerante, gracias a quien llegué a contactar con la otra parcela interesante del movimiento cultural saharaui de la época. Era la mujer de Leandro Francisco CASO y ella resultó mi pasaporte hacia su marido en plena ebullición de Los cuadernos del Soplagaitas, un proyecto de lo más tentador en el que estuve inmerso durante cuatro años. Marisol Ref. Leandro Francisco CASO fue mi imprescindible puente hacia un mundo exterior y su presencia demostraba que había vida inteligente más allá del Instituto de Futuros Currantes.

Tras la garita de Conserjería, una escalinata inmensa daba al primer piso, lugar en el que estaba emplazada la Secretaría, mi lugar de trabajo, Una sala amplia, con un mostrador para atender al alumnado. Generalmente venían a hacer fotocopias y despachar papeles múltiples: ignoro por qué las fotocopias, tarea de los conserjes, estaban a nuestro cargo. ¿Por qué motivo nos habían sido adjudicadas a los Auxiliares Administrativos? no lo sé, pero tampoco quise empezar a invocar convenios ni ser más papista que el Papa[9]. Así que continué con la costumbre sin mayor problema: era una forma de estar más entretenido, sin duda.

Aquello era la paz, pero no eterna… aunque se eternizara, porque allí las horas resultaban interminables: el gris que penetraba a través de la ventana hacía juego con el gris interior que dominaba el alma. Como de costumbre en todos mis trabajos funcionariales, yo solía escribir en cuanto tenía la oportunidad: generalmente pensamientos sueltos o poemas, algún día un cuento…

Un ejemplo de mis escritos de la época:

Es agradable suicidarse todas las mañanas, sólo un poquito (seis horas) en aras de una belleza intelectual incomprensible incluso para uno mismo. Saber que se podría estar realizando tareas trascendentes, creativas, imaginativas o calenturientas resulta apacible cuando los minutos van pasando y fluye la vida como por las venas, cada día un poco de sangre desperdiciada para alimento de gusanos de papel y máquinas invisibles, inservibles. Arrojarse al vacío deja un regusto de venganza a sabiendas de que el primer perjudicado es uno mismo, pero no el único.

Es divertido comprobar resbalando condumios por aceras y parapléjicos mentales; algunas noches empero son excepciones/excepcionales. Pajaritos deslizándose por conclusiones hilarantes: vemos ahora cómo hay gentes que ven el matrimonio detrás de cualquier esquina (propia o ajena) como tranquilizando conciencias marchitas, caducas y contagiosas. Nunca se sabe si la duda no es un proselitismo.

Caprichitos de una nada revestida de almacenes sensoriales, cúmulos de industrias en ruinas bajo mi astuta y ladina/lujuriosa mirada, ¿no?”

Impresiones más o menos inspiradas que ocultaran un poco el horizonte inmediato, marcado por la presencia de mi compañera de oficina: Pepita FC, una señora flaca y seca, cuya personalidad recogía orgullosamente toda la tradición saharaui. Por si esto fuera poco, estaba casada (y lo pregonaba con altivez) con un policía al que jamás llegué a conocer más que de oídas.

Ni qué decir tiene que aquel personajillo, Pepita FC, tenía todas las papeletas para entrar en conflicto conmigo tarde o temprano. Sin embargo me armé de paciencia, ignorando casi siempre sus salidas de tono y aportando cuanto pude de positivo para la buena marcha de aquel negociado.

El sitio, ciertamente, era poco halagüeño. Un cuartito minúsculo albergaba la fotocopiadora y una vietnamita[10]. Lo demás eran armarios archivadores, el mostrador y nuestras mesas de trabajo. Máquinas de escribir eléctricas y algún ordenador completaban el panorama.

Poco a poco iban transcurriendo los meses y parecía que la provisionalidad inicial se iba asentando, cada elemento acomodándose en su lugar natural. Para mí aquello no era más que el hábitat propio de la vida-trámite a la que me tenía ya acostumbrado la Administración del Estado desde el ’91. La vida real empezaba a partir de aquellos muros: salía a desayunar y me daba un paseo hasta la tienda de Leandro Francisco CASO, donde “conspirábamos” (literariamente hablando) de cara a la futura revista Los cuadernos del Soplagaitas.

Al mediodía pasaba a recoger el pan que tenía encargado en la panadería de la cercana Estación de Autobuses, como suelen hacer las personas normales al salir del trabajo. En la panadería, mi barra de pan tenía un papel que rezaba “Estudiante”. No se lo desmentí nunca. Yo tenía esa edad indefinida en la que los dependientes no saben si tratarte de usted o de tú y los independientes te llaman carroza. Seguramente incluso yo fuera más joven que algunos de los proyectos de ingeniero que pululaban por aquella calle.

Laboralmente hablando la mía era jornada intensiva, así que a esa hora del mediodía, a la salida, empezaba mi vida hasta la mañana siguiente. Hacía algún pinito artístico en casa, porque estaba matriculado en la Facultad de Bellas Artes. Hacía cosillas literarias, proyectos de los que nunca me han faltado… además de las infinitas tareas domésticas, propias de mi condición. Compartía piso con Marielo SOPA y casi todos los fines de semana me encontraba con Dolores BABÁ en Samarcanda, así que mi vida en el Instituto de Futuros Currantesera casi un suspiro invisible entre mis infinitas vidas alternativas.

Durante la jornada laboral en aquel purgatorio había también entretenimientos: el desfile a cuentagotas de los profes por la Secretaría con el fin de buscar papeles o hacer fotocopias, la visita de alumnas para lo mismo… daban suficiente juego para entretener las horas.

Entre los primeros, Antonio Ref. Maika GRECA alguna vez charlaba un poco conmigo, igual que lo hacía el cachondo profesor de Gullston… Aunque venía también otro tipo de personal, como el Director con sus ínfulas o el profe de Lengua[11], cuya pose de genio no le privaba del aburrimiento de ostra pedante.

En fin, variedad suficiente como para ir envejeciendo sin más problemas, como suelen hacerlo los funcionarios al uso. Algún entretenimiento más venía a darle algo de salsa al plato. Por ejemplo, que estuviera por allí, traspapelado, el título académico de un saharaui de renombre en aquellos tiempos. Años atrás lo había dejado por allí, sin recoger. Tenía mejores fuentes de ingresos que la formación académica, sin duda. Cuando se lo conté a Valentín Hermano, me propuso mandarlo a alguna revista sensacionalista bajo el título de “El ciclista electricista” o algo similar y darle bombo… Me negué en redondo, claro. La ética de mi puesto no me lo permitía: más que por motivos laborales (que también), ante todo por integridad personal.

Durante una de aquellas inacabables mañanas inanes, la casualidad o la Fortuna[12] tuvieron el capricho de traer hasta mis manos, hasta mis ojos, un dibujo para que lo fotocopiara. Era el trabajo de unas alumnas, que combinaba de forma tan estética como inocente paraguas, zapatos y guantes. Me gustó tanto que les pedí permiso para quedarme una fotocopia. Me lo concedieron y la coloqué como decoración en la pared que estaba frente a mí, en la Secretaría. Aunque en blanco y negro, también era decorativo y alegre: muy original y de una calidad indiscutible. No se veían figuras humanas, pero la composición de la obra y el equilibrio de los elementos lo compensaban de sobra. De hecho, fue elegido para un tríptico anunciador de la especialidad textil del Instituto de Futuros Currantes: simplemente, era bonito.

Al día siguiente, cuando volví del desayuno, vi que el dibujo había desaparecido. Me sorprendió y le pregunté a Pepita FC, con toda naturalidad, si sabía algo. “Lo he quitado yo” –me respondió. “–Aquí no se puede poner nada en las paredes”.

Yo no daba crédito a mis oídos, así que me fui a hablar con el Director para explicarle lo que había ocurrido. “Bueno, Pepita es así, tiene un carácter fuerte… No pasa nada. No lo pongas y ya está, se acabó el problema” –me argumentó. Decididamente, aquello ya sobrepasaba los límites de la diplomacia y la tolerancia con las que yo –bienintencionado– había venido abordando las relaciones humanas en aquel antro. Me resultaba tan inverosímil que requería por mi parte una respuesta contundente y aleccionadora.

Así que durante la siguiente ausencia de Pepita FC procedí a quitar lo único que había en aquella pared: el retrato del monarca. Lo metí en el cuartucho de la fotocopiadora… “Bueno” –le dije a Pepita FC cuando se dio cuenta y me lo hizo notar “–si no puede ponerse nada, que sólo se puede quitar, pues ya está… ¡arreglado! Si se pone al monarca, yo colocaré a su lado la foto de una cabeza de ganado… O si no, se quita todo… que es lo que yo prefiero, sinceramente”.

Al rato bajó el Director a hablar conmigo: que si la normativa y blablablá… que el retrato del monarca se quedaba allí. El asunto se había convertido en un desafío, en un reto. Puestos a tocar los cojones al adversario, al enemigo… yo no iba a quedarme atrás. En otras palabras, me habían declarado la guerra abiertamente. Sólo con la intención de imponer una autoridad que de otra forma eran incapaces de ganarse… sólo por la fuerza.

Al día siguiente presenté un escrito que yo mismo registré de Entrada en la Secretaría, encaminado al Despacho Territorial del Ministerio de Educación y Ciencia: en él explicaba la incompatibilidad de mis principios éticos con la presencia del retrato del monarca en mi lugar de trabajo. Me di a mí mismo tres meses de plazo (por aquello del silencio administrativo), con la intención de que una vez transcurridos sin respuesta, como me parecía obvio que ocurriría… me trasladaría por mi cuenta y riesgo de nuevo al Círculo de Maestros. La patata caliente estaba ahora en el tejado del Ministerio de Educación y Ciencia. Durante aquellos interminables días convivimos el retrato y yo en la misma habitación. Lo miraba y pensaba: “Chaval, tienes los días contados”.

Todo seguía aparentemente igual en el trabajo, pero el tiempo iba pasando. Un día vino el profe de Gullston y me dijo: “–¿Así que no quieres ver al tuerto?”. “–No sé de qué me hablas” –respondí. Él señaló a la pared y me apuntó el principio del refrán: “En el país de los ciegos…” No hizo falta más para conseguir mi carcajada.

Efectivamente, todo había acabado reducido a un retrato del tuerto. Los días seguían pasando: mi escrito estaba registrado con fecha 26/8/94, lo que significaba que antes de terminar el año aquel asunto estaría resuelto de una u otra forma… o al menos encauzado.

Pero las expectativas se vieron truncadas de golpe: el 20/9/94 tomé posesión de una plaza de profesor interino de Secundaria en Djizaks, porque había resultado adjudicatario de la misma en Angren a tenor de los resultados de unas oposiciones que realicé un par de meses antes.

Una auténtica carambola, porque ni siquiera puse provincia en caso de optar a interinidades. ¿Resultó todo un tejemaneje urdido desde el Ministerio de Educación y Ciencia para quitarse de encima aquel marrón? Nunca llegaré a saberlo con certeza, aunque no lo creo. Ni mi escrito era tan poderoso ni yo tenía contactos de ningún tipo para conseguir algo así.

Más bien parecía estar en la línea esotérica de la canción de Silvio Rodríguez: “pueden ser casualidades/u otras rarezas que pasan”. Lo cierto es que[13] fui convocado a mi nuevo trabajo y acudí de inmediato. Y se quedó aparcado en Kagan todo aquel mezquino embrollo. De una u otra manera mi nave había despegado y la vida que me esperaba era radicalmente distinta: de otro planeta.

De hecho, allí terminó mi relación con la Administración Pública por lo que se refiere al intervalo ’64-’99, periodo objeto de estas Malas memorias. Me fui. En el pueblo los saharauis se quedaron con tres palmos de narices, a la espera de ver pasar mi cadáver laboral.

Con infinito placer le dije adiós a aquel paisaje impresentable, habitado por mezquinas polillas huyendo de la naftalina. Me fui, como quien nace[14].



[1] Que por carecer de cosas, no tenía ni nombre propio.

[2]El padre de Maika GRECA. Era correcto y comprensivo. Lo peor que puede ocurrirle a alguien en ciertos entornos, porque alimenta el fuego del conflicto.

[3] Cargado de cinismo y buen humor, gracias a los que sobrevivía.

[4] La mujer de Leandro FranciscoCASO.

[5]También conserje, éste tan ácrata como pasota… de un grupo cultural de Kagan.

[6] Avaladas ¡cómo no! por el Ministerio de Educación y Ciencia: siempre apostando a caballo ganador, jamás cuestionando jerarquías.

[7] Si bien podrían pasar desapercibidos sin mayores problemas.

[8]De un grupo cultural de Kagan: anarcosindicalismo y cervezas entre risas, respectivamente.

[9] Con lo que habría conllevado de granjearme enemistades.

[10] Multicopista de manivela con la que se elaboraban los exámenes.

[11] Un estirado que se creía la reencarnación saharaui de Shakespeare y a buen seguro se la cogía con papel de fumar.

[12] Puede que ambas al alimón, en un inspirado momento de contubernio.

[13] De un día para otro, mediante una llamada telefónica.

[14] Al contrario del gaucho de Güiraldes, que terminaba Don Segundo Sombra afirmando: “Me fui, como quien se desangra” allá por 1926.

 

 

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